Propiedad histórica de la familia Lastra invita a largas cabalgatas, avistaje de aves o kayak en las lagunas cerca de Los Toldos. Perteneció a Adolfo Feliciano Pueyrredón.
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Cuando Fernanda Suárez Bidondo conoció La Ydalina –estancia que ya llevaba cinco generaciones en la familia de su entonces novio, Alejandro Lastra– tuvo un deslumbramiento a primera vista. “Sentí que había entrado en un mundo donde cada ladrillo, cada rinconcito, cada objeto tenía algo que contar. Sólo había que afinar el oído para escuchar esos testimonios y después compartirlos, como quien encuentra un tesoro”, afirma.
Pasó mucha agua bajo el puente desde aquel instante revelador, y se fueron agregando nuevos personajes y aventuras inesperadas. Pero el espíritu inicial persistió y años más tarde, ya casados y con tres hijos, Alejandro y Fernanda decidieron abrir las puertas de La Ydalina y compartir esas historias, que reflejan buena parte de la historia de nuestro país.
Las tierras de la estancia –que en un principio comprendía 11.000 héctareas de campo abierto en las cercanías de Los Toldos, zona habitada por mapuches en pacífica convivencia con criollos e inmigrantes– fueron adquiridas por Adolfo Feliciano Pueyrredón en 1879. Adolfo se había casado en 1850 con la brasileña Ydalina Carneiro da Fontoura, con quien tuvo diez hijos. El menor de todos, Honorio –bisabuelo de Alejandro que fungió como ministro de Agricultura y de Relaciones Exteriores durante la primera presidencia de Yrigoyen–, fue comprando poco a poco las parcelas de sus hermanos y en 1895 inició la construcción de la casa principal (la Casa Grande) donde hoy se alojan los huéspedes.
Los Lastra arrancaron a recibir en 2009, con unos amigos norteamericanos interesados en conocer la pampa húmeda y sus costumbres. Al año siguiente, alentada por esa primera experiencia y junto a una infatigable hueste de colaboradores, Fernanda se consagró a restaurar la casa principal.
Mientras tanto, Alejandro y su hermana Julieta armaron una pista de equitación, empezaron a criar caballos de salto y fundaron el haras, una de las grandes atracciones de La Ydalina.
Enclavada en un extenso parque que conjuga infinitos matices del sepia, el amarillo y el verde, la casa –de estilo anglosajón, con torre y techos empinados– fue pensada para vivir en familia y ser disfrutada a pleno, sin escatimar detalles ni comodidades. Los dormitorios en uso –siete en total, cada uno con su luminoso cuarto de baño– honran los nombres de sus antiguos ocupantes: “Quique y Obe”, los abuelos de Alejandro; “Jorge”, su padre, un veterinario muy querido en la zona; “La Raque” y “Eduardo”, sus tíos; “Nana”, apodo de Felisa Mejuto, una niñera gallega con fama de gruñona.
Gracias a las habilidades de Fernanda –que como buena artista visual combina con maestría las texturas y los colores–, todas las habitaciones tienen su encanto... pero muchos visitantes coinciden en que, con sus paredes blanquísimas, su balconcito invadido de santarritas donde cantan los zorzales al despuntar el día y su escritorio rodeado de ventanas, “La Torre” es un refugio ideal para poetas y soñadores.
Desde los cuatro puntos cardinales del casco –como si fuera el eje de una rosa de los vientos– se avistan senderos para recorrer a pie, en carruaje o a caballo. Uno de ellos desemboca en una ermita centenaria flanqueada por eucaliptus, con varias hileras de tocones a guisa de bancos que invitan a la meditación o el descanso.
Otro camino, más ancho y enmarcado por una frondosa arboleda, recuerda una travesura infantil. Lo llaman “Las redecillas de Nana” porque, cuando los hermanos salían en carro con su niñera a la hora de la siesta, avanzaban a todo galope bajo la enramada para enganchar la red que sujetaba su cabello y hacerla enojar. Escenas como esta, evocadas al pasar, van tejiendo la trama de La Ydalina.
Alejandro y Fernanda acompañan las salidas a caballo, organizadas a la medida y según las aptitudes ecuestres de cada huésped. Los más avezados pueden darse el gusto de atravesar grandes extensiones al trote o al galope durante dos horas seguidas o más: tienen a su disposición casi 200 de las 1.600 hectáreas que hoy abarca la estancia. Sólo se requiere energía, buena espalda y mano firme para las riendas.
Las dos lagunas de la estancia –Las Rosas y San Isidro– atraen como imanes a los avistadores de pájaros y fauna silvestre. Espátulas rosadas que buscan su alimento removiendo el barro de las orillas, garzas brujas de corona negra y patas amarillas, implacables cazadoras nocturnas, tachurís sietecolores que amarran sus nidos a las cimbreantes totoras y falaropos que migran a nuestro sur desde el verano boreal ártico recompensan con sus vuelos, sus silbidos y sus trinos a los más pacientes.
Otro plan es navegar en kayak o animarse al equilibrio de la tabla en San Isidro (aconsejan hacerlo a la mañana temprano, cuando el agua está planchada) o sentarse a contemplar la puesta del sol saboreando una picada con quesos del monasterio benedictino y fiambres toldenses.
De vez en cuando, si el viento en contra le impide detectar la presencia humana, alguna mamá carpincho se deja ver de cerca con su cría. Cuando el calor arrecia, un tanque australiano al ras del suelo invita al relax y los chapuzones. Y si el frío impera, siempre hay un fuego encendido en la sala de estar.
Los huéspedes transitan a sus anchas y, miren donde miren, invariablemente encuentran esos tesoros imprevistos que hechizaron a Fernanda: una campana de bronce con la inscripción Liverpool 1864 que hace pensar en una brumosa y ya olvidada estación ferroviaria, esculturas de ciervos y de ninfas encaramadas sobre pedestales que parecen desafiar los siglos y la intemperie.
La cocina está a cargo de la inventiva Gaby, que trabaja desde hace añares con la familia Lastra. Sus menús siempre generosos, supervisados por los anfitriones, conjugan platos de estirpe campera con otros de raigambre francesa o italiana. Y su ingenio natural para los postres produce manjares como un panqueque de dulce de leche con la cantidad justa de almíbar de naranja o una brochette de frutas de la huerta matizada con etéreos filamentos de jengibre.
“La Ydalina no es un típico hotel de campo dentro de una estancia, sino un espacio de reflexión y encuentro con uno mismo, un lugar destinado a los amantes de la naturaleza”, dice Alejandro. “Nuestros huéspedes tienen toda la casa para ellos. Nosotros somos una presencia discreta y atenta que los acompaña... Nos gusta darles el gusto”.
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