Justa Mancilla, hija del fundador de lugar, festejó su aniversario junto a sus dos hijos y los únicos vecinos: los carabineros chilenos.
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Doña Justa es la única pobladora mujer de Candelario Mancilla, un paraje a orillas del lago O’Higgins, en la región chilena de Aysén, a 22 kilómetros de la frontera con Argentina, a unos 70 km de El Chaltén y antes del Campo de Hielo Patagónico Sur.
Hoy cumple 96 años. Me lo avisan en el hito fronterizo IV 0-B que separa los dos países. Hoy habrá festejo, dicen.
El resto de los pobladores estables de Candelario Mancilla son sus dos hijos, Héctor y Ricardo Levicán, que viven con ella, y los cinco carabineros del destacamento Hernán Merino Correa. La pareja de Ricardo y su hijo Sebastián viven durante la temporada.
Camino por el campo con vista a las aguas turquesas del lago O’Higgins, que del lado argentino se llama San Martín, y es el más profundo del continente con 836 metros. Desde acá se ven tres brazos, pero tiene más de ocho, un lago-pulpo. Abro una tranquera chica, como para que pase una persona, y entro en la propiedad de Doña Justa, que tiene casi 4.000 hectáreas y se llama Santa Teresita. En el camino cruzo una gallina, me saludan dos perros y veo árboles de cerezas, un manzano rebosante de frutos y más allá, una cortina de álamos amarillos.
–Ven, pasa, ella es mi madre.
El que la presenta es Ricardo Levicán, el hijo menor, que tiene un camping y habitaciones de alquiler para los 3.000 turistas que cada año cruzan desde Villa O’Higgins, el pueblo que ganó fama entre los viajeros por ser “el fin de la Carretera Austral”, hacia el Lago del Desierto, en Argentina, o en sentido contrario. Entre las dos fronteras hay 22 kilómetros, 16 transitables en auto del lado chileno y 6 que únicamente se pueden hacer caminando por el bosque de lengas y ñires, del lado argentino. El paso se llama Dos Lagunas, se abrió en 2001 y funciona entre noviembre y abril. En la pandemia se cerró y tardó más de dos años en reabrirse.
Reviso las páginas del libro de visitas y leo las nacionalidades de los turistas de esta temporada: italianos, checos, ingleses, israelíes, portugueses; en cinco páginas solo tres argentinos. Esta noche hay una pareja de franceses en bicicleta, un suizo que viaja solo, un inglés y una alemana.
Entro a la casa de doña Justa. La sala es larga y luminosa, pintada de verde manzana. A la izquierda, la cocina a leña donde Héctor Tito Mancilla, el mayor de los hijos, hornea pancitos que les vende por 1.000 pesos chilenos (poco más de un dólar) la unidad a los turistas. En una esquina de la pared cuelga un calendario del supermercado Cordillera y en la de enfrente se ven tres estantes con adornos de cerámica, platitos, tazas, fotos de niños. En el centro del espacio, una mesa para ocho comensales donde en un rato cantaremos el cumpleaños feliz.
Junto a la ventana del fondo, como un altar, el router de Starlink, la conexión a internet de Elon Musk que, aclararán los dueños de casa con orgullo, solo está en unos pocos países y uno de ellos es Chile. Hasta el año pasado no había más conexión que la lancha y si llovía o castigaba el viento feroz de estas costas, no había nada. La lancha no zarpaba hasta nuevo aviso, fueran tres días o diez; tocaba esperar. Quizás por eso el estado del tiempo suele venir a asociado a la pregunta ¿cómo estás? “Bien por acá, con buen tiempo” o bien “Difícil, con esta lluvia”.
Doña Justa está sentada en un sillón rojo cubierto por una manta de lana a cuadros. A veces se sienta en una silla de computadora. Aunque camina, le resulta práctica para moverse por la sala. Tiene el pelo teñido en Coyhaique –”Cuando no viaja la peluquea mi hermana, dice Ricardo”– y un buzo polar grueso a pesar de la calefacción natural que provee la cocina.
–Mamá, ella es una periodista de Argentina.
La mujer, que está a cuatro años de cumplir un siglo de vida, toma mis manos entre las suyas, que se sienten tibias, y me sonríe. Feliz cumpleaños, le digo, se la ve muy bien, que sea un gran año.
–Ah hola, hola. Muchas gracias.
Doña Justa ve poco, me dicen, y no le gusta que le pregunten por sus recuerdos porque se le confunden fechas y lugares y eso la pone mal.
Al médico va una vez por año a que le revisen la vista, el resto está muy bien, dicen sus hijos. Su marido Jerónimo vivió hasta los 98 –murió en 2012– y, cuenta Ricardo que a los 90 andaba a caballo lo más bien, recorría el campo.
Frente a la mesa cuelga la foto del padre de doña Justa, Candelario Mancilla Uribe, el hombre que en los años veinte del siglo pasado llegó a poblar esta zona remota del país y del mundo. El pionero, el aventurero venido de Puerto Montt, el colono que se estableció en este sector cuando quedaba mucho más lejos que hoy. En la foto se lo ve elegante, serio, nariz aguileña, saco y sombrero.
Mancilla se instaló primero en Ventisquero Chico, a un par de kilómetros hacia Argentina, y a los pocos años recaló aquí y en esta misma casa crecieron sus hijos. Me muestran otra foto en blanco y negro donde se la ve a doña Justa con catorce o quince años en la puerta de la casa de madera junto a su madre, Teresa Oyarzún, y a sus hermanos.
–Mi abuelo construyó la primera pista de aterrizaje y también le puso el nombre al río que baja de deshielo; lo llamó Obstáculo porque hasta que hizo un puente no lo podía cruzar.
Candelario Mancilla vivía del ganado, igual que su yerno y su hija Justa, igual que Ricardo Levicán, su nieto. No es tarea fácil porque el tiempo de engorde es corto: en octubre comienzan las pariciones y en febrero se acaba el pasto. Los animales andan sueltos (“a lo libre”), rebuscándoselas para conseguir alimento y en febrero se venden los machos y se retienen las hembras.
¿Cómo los sacan de acá? A través de la barcaza estatal Integración, donde también se traslada la leña para vender en Villa O’Higgins, el forraje y los vehículos, como la camioneta que usa Levicán para llevar turistas los 16 kilómetros desde y hasta el hito fronterizo. La barcaza no solo llega a Candelario Mancilla, asiste a otros pobladores afincados en otros brazos del lago, como los Sepúlveda, los Barrientos y otros Mancilla. El problema es que está rota hace meses y eso complica la logística. Se supone que están instalando dos motores nuevos a la vieja embarcación y estaría lista para mayo. Eso dicen. Dos veces por mes también circula la lancha Soberanía, solo para pobladores locales.
Con la foto de su abuelo en las manos, Levicán agrega:
–Ya deberíamos festejar los cien años de Candelario Mancilla. Ya es tiempo. Ya son, poh.
En esta zona de la Patagonia los límites políticos van detrás de los geográficos, las montañas, el lago, los ríos. Cuando doña Justa Mancilla era joven, hace unos setenta años, ensillaba el caballo, cargaba sus quesos y tejidos y se iba a campo traviesa hasta la estancia La Maipú a vendérselos al mercachifle que llevaba mercadería como arroz, fideos, yerba, ropa. Era más simple la conexión, por eso dos de sus hijos trabajaron en esa estancia, en tiempos de Aureliano Pilín Leyenda.
Candelario Mancilla murió en 1967 y ahí le pusieron su nombre a la localidad, como homenaje al pionero que, además de inviernos duros, le tocó vivir, en noviembre de 1965, el enfrentamiento entre la gendarmería argentina y los carabineros de Chile. Eran años de límites difusos y eso generó un incidente que terminó con la muerte de Hernán Merino Correa, que hoy le da nombre al destacamento. En 2022 se colocó, de lado argentino de la frontera, una placa para conmemorar al teniente Merino, el único que murió en la disputa. Ese incidente, que sucedió hace 58 años, contribuyó a que se fundara El Chaltén en 1985 como un bastión de soberanía.
A las cuatro en punto, la hora de la once, llegan cuatro carabineros vestidos con impecable traje verde oliva y blanco. Traen una torta decorada con flores amarillas y un 96 de chocolate que encargaron a una panadería de Villa O’Higgins y que retiró Marcus Campus, capitán de Campito, la embarcación que hace los traslados entre O’Higgins y Candelario.
Nos amuchamos y somos diez alrededor de la mesa. El teniente Soto, jefe del destacamento, se sienta junto a la homenajeada.
Doña Justa habla poco, pero no deja de estar atenta ni de sonreír. La conversación arranca por los perros. Parece que el barbucho de los carabineros anda triste y llora por las noches.
–¿Será que anda merodeando un león o estará enamorado?
Y jajajaja.
La charla cambia de tema, pasa por la diferencia entre la sopaipilla y el chapalele y sigue hacia la importancia del desarrollo turístico de la región como corredor turístico integrado entre Villa O’Higgins y El Chaltén. “Tenemos que levantar el destino”, señala Marcus Campus cuando encuentra un silencio.
Los oficiales Paz y Guzmán están en una cabecera y registran el momento en sus celulares último modelo. Quizás les mostrarán las fotos a sus familiares cuando salgan, después de veinte días de servicio.
Doña Justa apaga las velitas con un soplido tenue y después se toma un café con leche y galletas. Cuando la taza negra se llena de agua caliente, aparece un letrero de colores: “Feliz día mamá”.
–Son las nuevas tazas mágicas, ¿no las conocís?–pregunta Ricardo y todos miramos sorprendidos el efecto de la pintura termosensible.