Desde hace 30 años, Elsa comanda con devoción y amor esta icónica pulpería de ubicada en Chenaut, partido de Exaltación de la Cruz, que está en manos de su familia desde principios del Siglo XX.
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Elsa Inzaurgarat se emociona. Los recuerdos se le vienen encima como una avalancha de episodios y anécdotas que se amontonan en su memoria. Elsa tiene 67 años y desde siempre su vida fue la pulpería Los Ombúes. Ella es la pulpería: es la última pulpera (de ley) de la provincia de Buenos Aires. Y este sitio es un testimonio directo y no pasteurizado de otras épocas, cuando el tiempo parecía infinito y nadie buscaba desesperadamente conexión de Wi Fi. Todavía hoy, Elsa atiende con paciencia de verdadera almacenera. Escucha atenta las historias de los clientes que se acercan. Los abastece con lo mínimo e indispensable: un oído, víveres y alguna copa al paso. ¿Qué más se necesita?
Los Inzaurgarat desembarcaron en Chenaut, partido de Exaltación de la Cruz, a fines del Siglo XIX. Francisco, abuelo de Elsa, era un inmigrante vasco-francés que vendía pasturas en la zona de Luján. Llegó a este paraje a través del ferrocarril Belgrano, de trocha angosta. Entró a la pulpería Los Ombúes y dijo: “Es acá”. Juntó todo lo que tenía y en 1905 compró el boliche. Supo entonces que su desembarco estaba precedido por una historia trágica. Su antiguo dueño, Manuel Cachaza, había sido abatido por bandoleros en el mismo mostrador que ahora él atendía.
Cachaza comandaba este almacén de ramos generales con mano de hierro, mientras se dedicaba a otro negocio: prestaba dinero. Con ese dato, un grupo de delincuentes quiso hacerse del botín, pero el pulpero se defendió y terminó muerto. Sin embargo, no pudieron encontrar el dinero que Cachaza había escondido en latas de café cuyas tapas estaban soldadas. Los bandoleros se llevaron algo de ropa y comida, pero fueron apresados pocos días después a orillas del río Areco.
Una vida detrás del mostrador
Elsa escuchaba estos cuentos maravillada. Su primerísimo recuerdo es el de ella sentada en un banquito que le había hecho su tío Adolfo para que pudiera acompañarlo en el mostrador. Desde allí miraba todo el movimiento del boliche. Los parroquianos agrupándose para jugar un truco, los brebajes que iban y venían, de la mesa a la boca y de la boca a la mesa. “Mi papá me llevaba a la orilla de la cancha de bochas y todos me cuidaban, era la mascota”, ríe.
“A mí me encantaba estar ahí... y por eso sigo con el negocio”, dice.
Por ese entonces, Los Ombúes era un típico almacén de ramos generales. “Era lo único que había en el lugar”, explica Elsa. Vendían de todo, hasta kerosene. Y era la parada obligada, el punto de reunión, donde se producía el mágico acto de la vida social. Cuando el abuelo Francisco falleció, el boliche quedó en manos de su esposa, María Virginia, quien lo continuó hasta su muerte, en 1952. Entonces llegó el turno de tres de sus siete hijos: Adolfo, José y Luis, el papá de Elsa.
La vida de antes
“Siempre fue así, almacén y una copa al paso”, recuerda. Por aquellos años, cuando ella era chica, mucha gente venía a las chacras a juntar maíz y todo se hacía a mano. Como no había hospedajes ni casas para alquilar, los jornaleros dormían en la parte de adelante de la pulpería, tal vez el sector más icónico de este lugar: un pequeño salón que todavía conserva una gruesa reja que antes separaba al cantinero de los gauchos. La reja está intacta, empotrada en el sitio que ocupa hace un largo siglo, entre las viejas y anchas paredes de pesado adobe, y los palenques, oxidados, que resisten el paso de un tiempo que aquí juega a detenerse.
Elsa también recuerda con mucho amor (y tal vez nostalgia) los bailes que congregaban a todas las familias de la zona, que llegaban emperifolladas mientras sonaban las orquestas. Era un despliegue pantagruélico de felicidad campestre. Pero hoy ya no queda gente en el campo, lamenta Elsa.
Desde hace 30 años, ella está a cargo de Los Ombúes, junto a su marido Jorge Horacio Rossi, que la acompaña “desde siempre” y es un gran especialista en la preparación del vermut. Cinzano, fernet y soda son los ingredientes que se mezclan una y otra vez sobre la barra de chapa para darle forma al cóctel, con la velocidad de la experiencia. “Hay que tener paciencia para atender a la gente y mucho carácter”, reconoce. “Uno te viene a contar una historia de la familia o del trabajo... hay que escucharlos a todos. Hay muchas historias en mi cabeza”, avisa.
Elsa no puede controlar la emoción, la historia la desborda. Mira hacia el paisaje que rodea su negocio: el campo que está a punto de engullir el sol, los ombúes que le dan nombre a este legendario boliche, un caballo pintón atado al palenque de un gaucho de la zona que llegó hasta el boliche para aprovisionarse. Para ella, es un día más. “No sé cómo explicarlo, todo esto me da mucho orgullo y alegría, yo amo este lugar”, dice. Y sabe, aunque no lo dice, que su estoicismo es una muestra amor y permanencia en un mundo que se escurre entre lo cada vez más efímero. “Imagino que todo esto seguirá después de mí, no sé de qué forma, pero yo quiero que siga”.
Datos Útiles
A 5,8 km desde la ruta 193 (pavimento en mal estado), en el ingreso a Chenaut. Se venden picadas y sándwiches con fiambres de la zona.
T: (2326) 47-2477.
Abre de martes a domingo 9 a 12.30 y de 18 a 22.
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