A partir de una de las únicas albuferas del mundo se despliega una explosión gastronómica. Del chiringuito a restaurantes gourmet, los lugares elegidos para comer paella en Valencia.
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Cuenta una leyenda que, allá por el siglo XV, un joven preparó una paella para su novia apostando a conquistarla por el estómago, lo que implicaría que el nombre del plato puede ser una derivación de “para ella”. Con menos romanticismo, otro relato asegura que el término proviene del latín, lengua en el que la sartén se llama “patella”. Paella significa sartén en valenciano, y se tomó del francés a finales del siglo XVI.
Más allá de estas historias, el famoso plato tiene origen en la vida rural de la ciudad de España que acoge hoy al mayor número de inmigrantes argentinos. Un antiguo golfo marino, reconvertido en lago de aguas dulces, es una de las zonas húmedas más importantes del país. Sitio de peregrinación turística, la albufera de Valencia, una de las cuatro que hay en todo el mundo, es uno de los destinos imperdibles de la ciudad, al que se accede en transporte público, invita a pasar el día, perderse en la inmensidad de sus islotes y contemplar uno de los mejores atardeceres de la Península Ibérica.
Una albufera es una laguna costera de escasa profundidad, semicerrada, conectada con el océano y protegida por algún tipo de barrera generalmente arenosa, donde existe un aporte de agua dulce regular, cíclico o eventual. La valenciana está protegida por diferentes convenios, dando vida al Parque Natural de L’Albufera de Valencia. Se formó a partir del hundimiento de unos 30 kilómetros de litoral, lo que la dotó de un contorno irregular, con un diámetro que puede llegar a los seis kilómetros. Su conexión con el mar se produce a través de canales o golas, que se abren o cierran mediante compuertas, modificando el volumen del lago.
En el interior hay seis islotes: las matas del Fang, de la barra, de L’Antina, de Baix, de San Roc y del Rey. En sus aguas ya en el siglo XV comenzó a cultivarse el arroz. Los campesinos y pastores encontraron en él un ingrediente perfecto para acompañar una comida fácil de preparar, junto a ingredientes disponibles en el campo. Un colchón de arroz arropaba a lo que fuese: ave, conejo, liebre y verduras frescas. Con el tiempo empezaron a sumarse calamares, langostinos, cigalas, mejillones y almejas.
Llegar hoy a ese rincón de Valencia es una manera de viajar en el tiempo. El paisaje hacia el horizonte no ha cambiado demasiado y los pequeños puestos donde probar la paella más tradicional, son pocos y hacen preparaciones clásicas.
En El Palmar, considerado el pequeño corazón de la albufera, se encuentra la arrocería Maribel, dueña del premio al mejor arroz de la región. Allí, por un promedio de 16 euros por persona, se degusta una paella tradicional. Bon Aire, un restaurante vecino, sirve el arroz del senyoret (de mariscos) por 18 euros. En Mornell, en cambio, sirven la paella de la Albufera, que incluye caracoles, por 17 euros.
Finalmente, en El Sequer de Tonica sirven el arroz meloso (donde el almidón hace su juego para armonizar los ingredientes) por 17 euros. En todos los sitios es necesario reservar y si ya elegir el estilo de paella deseada.
La vuelta al plato
Más allá del reino del arroz y la fiesta popular de las fallas, Valencia refleja en su gastronomía las muchas capas culturales que la atraviesan. Cada una guarda la esencia de los sabores moros, la inspiración castiza, la cadencia del Mediterráneo y la vanguardia expresada en la mano de Calatrava y su Ciudad de las Ciencias y las Artes. Su explosión culinaria ha sido fabulosa, con chefs innovando y creando una simbiosis entre la historia local y la tendencia.
El Bar Cremaet se propone como una alternativa de encuentro a cualquier hora. Su nombre se inspira en una de las tradiciones locales: el café típico con ron. Hoy propone un abanico de propuestas con raciones para compartir y una carga profusa de chacinados, brasas y, por supuesto, arroces.
Bar Cremaet se aloja en un destino históricamente populoso: la cabecera de la Avenida del Puerto que se dibuja sobre el viejo Camí al Grau. Tiene platos fuera de menú de lunes a jueves. Una recomendación es el mollete de carne mechada con queso y la tortilla Vaga del día, una preparación a la san fason.
No muy lejos de allí, un reducto traslada a Marruecos, con una arquitectura de superficies redondeadas y tonos levemente rojizos, living y espacios que invitan a la intimidad. Living Bakkali, considerado uno de los 10 restaurantes más lindos del mundo, levanta la herencia mora. La carta está repleta de clásicos reversionados con ingenio. La ensalada César se come con la mano, la croqueta de gambas se deshace, los huevos rotos se sirven en sartén y las patatas bravas llegan con tempura. La cazuela de quesos fundidos, la braseada de ternera estilo hamburguesa con pan de brioche y los baos de tartar son otros imperdibles.
La vida más moderna de la ciudad llegó de la mano de quien es, posiblemente, el valenciano más famoso: Santiago Calatrava. En la zona sur de la ciudad, allí donde habían quedado algunos pastizales entre medio de fincas algo abandonadas luego del desvío del río Turia, para 1998 se inauguró la Ciudad de las Artes y las Ciencias, proyecto del mentado Calatrava y de Félix Candela.
En el corazón del complejo se esconde Submarino, el restaurante del Oceanogràfic, el mayor acuario de Europa. Bajo un caparazón creado por el propio Candela, un reducto se introduce en el museo del mar como una bola de aire que comprende la cocina y una centena de mesas en varios niveles, alumbradas por una lámpara de medusas. Mientras se come pasan los peces, las belugas, las tortugas marinas y los tiburones.
La cocina apuesta a la fusión, siempre partiendo de la tradición gastronómica mediterránea. Dos destacados: el tataki de atún a la brasa con mango y salsa kabayashi y el guiso clásico de manitas de cerdo, cigalita de playa y chipotle.
Si hay un nombre que representa a la cocina valenciana de este tiempo es Ricard Camarena. Dueño de dos estrellas Michelin, basa su cocina en el compromiso con el territorio y la tradición; hace un homenaje a los ingredientes sencillos, pero los corona con influencias cosmopolitas.
Su más reciente proyecto es Habitual, una mega propuesta con un despliegue extraordinario, enclavado en el corazón del Mercado Colón, el más antiguo de Valencia, centro vital de abastecimiento que se construyó a principios del siglo pasado sobre la precedente fábrica de gas del marqués de Campo. Desde 1916 reúne una ajetreada vida gastronómica, más aún desde la última restauración.
Los platos de Habitual son esencialmente sencillos, pero todos tienen una vuelta de tuerca y una riqueza para el paladar que sorprende. La estrella que figura en todas las mesas es la berenjena asada con salsa holandesa, queso feta y piñones. Una primera opción impecable es el buñuelo de bacalao cremoso con emulsión de miso, que le compite perfecto al tartar de anguila ahumada con milhojas de apiobola asado, nueces y crème fraîche. Entre los principales, hay costilla de Angus asada y ahumada a la pimienta negra con ensalada de rúcula y un arroz seco de “secreto ibérico”, habas y alcachofas.
Las miradas cosmopolitas se ofrecen desde la cocina del hotel Palau de la Mar, un palacete catalogado como edificio histórico, exponente del estilo señorial del siglo XIX. Allí, en el Restaurante Ampar, su chef Carlos Julián pone la arquitectura al plato a partir de las riquezas de la huerta valenciana, los producto del mar y, por supuesto, los arroces.
Sus propuestas sorprenden a la vista antes de seducir al paladar. La vajilla es parte determinante de la presentación. Desde una caja a una jaula, todo puede aparecer sobre la mesa. Hay mucho ingenio para mezclar lomo de atún con tomate, o pulpo con cítricos; animarse a un arroz de coliflor o las clásicas croquetas de Ibérico. La gama de arroces es diversa. Se distingue el arroz negro de buey de mar y la paella que cae a la mesa en formato gigante.
El bacalao a la bilbaína es de lo más pedido por los locales y la secuencia de cerdo ibérico para disfrutarlo en etapas, casi como una degustación, lo que más atrae a los extranjeros. Con una cuota de humor llega el postre: un grupo de “piedras” llamado texturas de chocolate. Se come la que se rompe, pero hay que adivinar.
Antes de cerrar la ruta, es indispensable degustar alguno de los varietales con denominación de origen, entre ellos el perfecto vino dulce Moscatel de Valencia, una experiencia que se puede explorar en los pequeños bolichitos, codo a codo con los locales que se toman su copita antes de volver a casa.
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