Con casas de adobe y una iglesia clavada en lo alto, está ubicado a 8 km de la Cuesta de Miranda. Es un oasis de tranquilidad cuyas señas son la cocina regional, el vino casero y la amabilidad de su gente.
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Hasta hace unos años, los chicos podían sentarse en la pirca a contar los autos foráneos que pasaban por la única calle del pueblo y el juego podía resultar bastante aburrido porque, con suerte, no eran más de dos o tres por día. Por supuesto que se entretenían con otra cosa: buscando nueces, espantando gallinas y cabritos, jugando a la escondida en las cuevas de la montaña o escapándose a la siesta para hacerse dueños del río, que se encajona al pie de cañones gigantes y corre cristalino entre las piedras.
El asfalto de la ruta 40 a la altura de la hipnótica Cuesta de Miranda (que une las ciudades Chilecito y Villa Unión) y algunas políticas de promoción y desarrollo local, sumado al impulso de sus vecinos, cambiaron bastante la realidad de este pueblito de casas de adobe, uno de los más antiguos de La Rioja –fundado en 1610-, donde la gente es amable y se viste de fiesta para las celebraciones de la virgen del Rosario, en torno al 7 de octubre. Ya no es tan raro ver visitantes por allí. Los que llegan por primera vez, quedan encantados y vuelven o recomiendan el paseo.
Desde el pavimiento hay que desviarse 8 km por un camino de tierra colorada para llegar al arco de bienvenida. “Aicuña mágica y natural”, dice el cartel, con la montaña como telón de fondo. Entre las sierras de Famatina y del cordón de Talampaya, el enclave es un paraíso y marcó su historia signada por el aislamiento (con lluvia era directamente imposible entrar o salir), una de las razones por las que dos de cada tres vecinos se apellidan Ormeño.
Vino casero
“Yo a todos les digo ‘tío’, aunque alguno debe ser primo”, se ríe Julián Ormeño, uno de los 10 productores del pueblo que integran la bodega Vinos de Aicuña, orgullo local que produce ocho mil litros de Malbec, Sirah, Cabernet y Torrontés, que hoy -distancias salvadas por las comunicaciones- pueden llegar a cualquier punto del país. “Son caseros, orgánicos. No llevan nada, ni conservantes ni químicos. Son vinos jóvenes que, envasados, duran un año. Y una vez abierto, dos días. Pero son tan ricos que no conozco a nadie que se le haya picado una botella porque la termina antes”, bromea.
Comenzaron en 2010 vinificando en la planta del pueblo y en 2014 consiguieron apoyo para edificar la bodega propia en las afueras. “Nos llevó dos años y lo hicimos todo nosotros con técnicas de bioconstrucción. Con agua de cardón, harina y tierra tamizada, diseñamos los dibujos de las paredes”, explica. Afuera, se están secando varias hileras de ladrillos de barro, perfectamente recortados en rectángulos de 20 x 40, para levantar entre todos una cocina.
En la bodega todo el proceso es artesanal y Julián describe cada paso con fascinación. Envasan la producción en botellas que recolectan en toda la zona, las lavan para retirarle las etiquetas, las desinfectan y las reutilizan; por eso es que los vinos salen con envases de distintos colores, algunos más anchos o más altos que otros. “Lo importante es que el pico sea apto para el tapón que ponemos”, apunta. La bodega luce ordenada, iluminada por luz natural. Reciben visitas y es también punto de venta. “Si alguien quiere tener nuestro vino con la etiqueta de un evento propio, para un cumpleaños o un casamiento, que las imprima y se venga nomás, que las pegamos juntos acá”, dice.
Ronda mágica
Botella de Malbec en mano, Julián se sube al auto de LUGARES y hace de guía del pueblo. Las casas de adobe –varias tienen huertas verdes y gallinero propio- están esparcidas a lo largo de los dos kilómetros de la única calle que divide toda referencia en dos (“de este lado”, “del otro lado”). La piedra es el sello personal del pueblo, presente en la pirca que enmarca el camino y también en galerías, zócalos de fachadas, columnas y muros. No tiene una plaza clásica, sino un paseo verde y sombreado, con árboles y juegos para los chicos frente a la Casa del Pueblo, la construcción más bonita de la villa, punto de encuentro y centro cultural, actualmente en refacción.
Un par de curvas más y trepamos la cuesta donde está la iglesia de 1834, de piedra también, dominando el paisaje. Han pasado ya un par de meses y todavía tiene colgadas las banderitas de colores de la fiesta patronal que repiquetean con el viento. Desde allí, las panorámicas quitan el aliento. En una de las montañas se divisa como una mancha urbana el viejo cementerio. “La casa más segura”, suelta Julián. Es un hombre de muy buen humor.
Aicuña tiene una radio comunitaria, una cooperativa agropecuaria que vivió años mejores pero sigue siendo una referencia, una nueva planta procesadora de nueces y dos almacenes que también sirven de proveeduría para El Cardón, Los Patillos y El Carrizal, tres parajes cercanos que, en total, suman unas 35 personas.
Con zapatillas y sombrero, se recomiendan dos opciones para practicar senderismo y quedar encantados: El Mirador y el de las callecitas que llevan hasta El Cardonal, de enormes y erguidos ejemplares. Para verlos en flor, diciembre es el mejor mes.
La mesa está puesta
El epicentro de Aicuña es La Casa, el hospedaje y restaurante de comida regional de Marito y Dante Ormeño, dos de los cinco hijos de Josefa y Ambrosio Ormeño. Ambos fueron docentes y en esa vivienda familiar soñaron con un destino turístico para el pueblo. Cuando falleció Ambrosio, en 2005 comenzaron reciclando algunas habitaciones y ya suman diez, varias con baño privado.
Techos de cañizo, lámparas de cardón, telares, artesanías, le dan al comedor un aire acogedor. También tiene una galería techada, donde en verano se extienden las guitarreadas. La mesa está tendida y llega Josefa, joviales 80, con la olla de barro y el humeante locro de trigo y verduras, pero antes hay que probar las empanadas caseras, amasadas en la mañana. Deliciosa obligación. La charla es animada y amable, como sus anfitriones. Y el Malbec local confirma las bondades prometidas.
Las nueces de doña Nelly
No hay que irse de Aicuña sin pasar por el puesto de doña Nelly para probar “las mejores nueces confitadas de la región”, dicen los lugareños. Camino al camping, la construcción de adobe se distingue por las plantas en la galería y por la simpatía de esta mujer de 63 años, siempre dispuesta recibir visitas para ofrecerles los manjares que prepara, artesanías en mimbre y, también, nueces al natural de la finca, además del vino de Aicuña. Su hijo Luis es otro de los productores asociados en la bodega local.
Sin duda, ella es otra de las que contribuyó con empeño a poner a Aicuña en los mapas turísticos y lleva un prolijo registro de los que pasaron por allí. Empezó con un cuadernito escolar de la hija que le sacó de la mochila. Estaba apenas usado, le cortó la primera hoja y se lo ofreció los visitantes. “Una alegría ser los primeros en estrenar este libro de visitas. El pueblo es hermoso, prolijo y su gente se ve hacendosa y amable. Estamos maravillados de tan bello paisaje”, escribieron el 8 de octubre de 2009, Edith y Miguel, de La Plata.
Ya tiene siete libros con mensajes de argentinos y extranjeros, mujeres, hombres, chicos, grandes, funcionarios, periodistas ( “acá firmó Marley”, dice) y miles de turistas encantados con el lugar, a los que no les molestó cruzar toda la montaña para conocer Aicuña.
Datos útiles
VINOS DE AICUÑA
T: (03825) 45-6563.
La bodega está integrada por 10 productores y elabora vinos caseros, sin conservantes. Coordinar para visitas guiadas, con degustación. Son gratuitas. Se hacen envíos a todo el país. Malbec, $500. Torrontés, $450.
HOSTAL Y RESTAURANTE LA CASA
T: (03825) 66-1583 y 66-8328.
El hospedaje y comedor de Marito y Dante Ormeño es punto de reunión. La magia de la cocina es de Josefa, su mamá. Empanadas y exquisita cocina regional. Cabritos, matambre, sándwiches de bondiola. Almuerzos, $1.500. Habitación con baño privado para dos, desde $3.800. Tiene pileta.
DOÑA NELLY
En el camino al camping
Artesanías y manjares. Nueces confitadas, $250.
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