Construida a principios del 1900, la Quinta Trabucco se llamaba Villa Delia, en honor a la primogénita de Don Antonio Trabucco, un inmigrante italiano que había comprado esas tierras en 1892, en la zona que hoy conocemos como Florida.
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Según los registros del Centro de Investigaciones Históricas de Vicente López, el propietario original de esas tierras fue Gonzalo Martel de Guzmán, uno de los primeros pobladores de Buenos Aires, que en su fundación en 1580 se llamaba ciudad de la Trinidad. El frente del lote estaba sobre la barranca del Río de la Plata y tenía una legua de fondo, por lo que llegaba hasta la actual Avenida Constituyentes.
Entre 1880 y 1890 la larga extensión fue parcelada y hubo tres propietarios, Ramos, Pérez y Montero. José Antonio Trabucco, un inmigrante italiano que se dedicaba al comercio internacional, compró una de las parcelas en 1892. Por entonces vivía junto a sus hermanos, Catalina y Agustín, y su esposa Ana Viglione. La familia buscaba un lugar fuera de la ciudad, con el objetivo de pasar los calurosos veranos en el campo. Soñaban con tener vista al río, un monte o un bosque. Y si bien éste enorme terreno no tenía ninguno de esos atractivos, a Doña Ana la cautivó un pequeño lago con ranitas y patos, sobre lo que hoy es la Panamericana. Eran ocho hectáreas, dos sobre la actual calle Beiró, y cuatro sobre Melo, y llegaban hasta Estanislao del Campo.
Luiggi Mendaro fue el encargado de plantar árboles de varias especies. También había gallinas, ovejas, vacas y cerdos. La construcción del casco de la estancia, de estilo italianizante, comenzó en el 1900, e hicieron un rancho para el quintero, el capataz y siete peones. La casa estuvo destinada para pasar los veranos, de noviembre a marzo, y la bautizaron Villa Delia, como su primogénita; luego nacieron los otros hijos, Zulema y Alberto. Con el tiempo el nombre fue cambiando a quinta de los Trabucco hasta como la conocemos hoy. Tenía pileta, cancha de tenis, otra de bochas y caballerizas, con caballos de tiro y para cabalgar.
En 1939, su viuda, Ana Viglione, la donó a la Municipalidad de Vicente López, que recién pudo hacerse cargo del predio después de 1990, cuando murió su último habitante, el artista plástico Alberto Trabucco. Desde entonces, los vecinos pueden disfrutar de forma libre y gratuita del gran parque con vegetación autóctona, árboles centenarios entre los que abundan magnolias, robles y palmeras, y un pino candelero único en el mundo, que creció con esa forma luego de haber recibido el impacto de un rayo.
Hoy, la quinta es utilizada para dictar cursos y talleres, se realizan exposiciones y muestras, y en verano hay recitales gratuitos por los que pasaron Mercedes Sosa, Susana Rinaldi, Jairo, Chango Spasiuk, entre otros.
Donaciones y las bodas de sus hijas
En 1913 Don Antonio donó una porción del terreno en la esquina de Melo y Beiró, para construir una capilla que se inauguró el 3 de agosto de ese año. En 1916 la capilla pasó a ser vicaria y, estando a su cargo el presbítero Eduardo Vanini, el 31 de diciembre de 1931 fue erigida en parroquia. Hoy la conocemos como Nuestra Señora de la Guardia.
En 1923 Delia se casó con Juan Monés, y tres años después Zulema contrajo matrimonio con Ernesto Morales. La casa se modificó para que la familia estuviera cómoda, con un dormitorio para Ana y Antonio, otro para los Monés, y un tercero para los Morales. En 1925 se agregó uno más para Nélida Ana, la primera nieta. Además, había una habitación de huéspedes.
Don José Antonio Trabucco falleció en 1939 y su viuda, que todavía vivía allí, decidió donar el casco de la quinta a la municipalidad para que se habilitara como parque público. La donación estaba condicionada también porque su hijo Alberto tenía derecho al uso de la casa hasta su muerte. Para entonces, Doña Ana tenía además dos hijas casadas y una sola nieta, quien en 1948 contrajo nupcias con Rodolfo Armando Favergiotti y la fiesta se hizo en la quinta familiar. Doña Ana murió en 1952.
En la década del ‘50, la quinta fue recortada por la Panamericana. Y en 1959, Alberto Trabucco y Nélida Monés donaron los terrenos adyacentes a la parroquia para permitir la construcción de los edificios de las escuelas Nuestra Señora de la Guardia y Ceferino Namuncurá. Se abrió la calle Rosetti y el parcelamiento es el que tiene hoy en día, de 15.000 metros.
El último habitante, Alberto Trabucco
Se lo considera el artista más solitario de nuestro país. Vivió casi medio siglo encerrado en su taller y se convirtió en un pintor de reconocimiento mundial. Dicen que su madre lo introdujo en el mundo del arte, pero es un autodidacta que en vida no realizó exhibiciones individuales de su obra, aunque participó en numerosos salones y recibió varios premios. Don Alberto donó todos sus bienes a la Academia Nacional de Bellas Artes para crear una fundación en favor del arte argentino, que funciona hasta hoy. Trabucco fue un renovador del arte local, un pregonero de la modernidad junto con Emilio Pettoruti, Lino Enea Spilimbergo y Antonio Berni, entre otros.
A poco de fallecer Alberto Trabucco, su administrador Marconi puso la quinta a disposición de la Municipalidad, quien tomó posición efectiva el 14 de noviembre de 1990. A partir de entonces es un importante centro de actividad cultural en el que hay distintos tipos de actividades, conciertos, talleres, cursos, exposiciones, charlas. Sin alterar el diseño, sobre su fondo lindero se construyeron aulas con sanitarios y otras dependencias necesarias para su funcionamiento.
Recuerdos de familia, en primera persona
“Parada frente a la entrada de la quinta, siento que algo me lleva a imaginarla como era en sus primeros tiempos, quizá hasta llego a ver algunas jovencitas jugando con el aro o el diábolo”, dijo hace algunos años Nélida Ana Monés Trabucco, hija de Delia Trabucco y nieta de Antonio Trabucco y Ana Viglione, en una charla cuyas declaraciones recogieron en el Centro de Investigaciones Históricas de Vicente López.
“Recorro el camino hasta la magnolia rodeada de un macetero con flores que cuidaba el árbol y que era orgullo de la quinta. Ese camino terminaba en la entrada de la casa, con el vestíbulo, cuya pared de vidrios de colores, tan en boga en esos momentos, daba a su interior una aureola de claridad y un arco iris que ayudaba a crear un clima musical que luego al atardecer llenaba el recinto, porque también había un piano y un musiquero con las piezas del momento como Desde el alma, y otras tan románticas como esa. Un sillón de dos cuerpos, una mesa redonda baja en el medio y dos sillones simples completaban el mobiliario. Para la víspera de Reyes, en ese lugar se ponían los zapatos y a la mañana siguiente las risas y la algarabía invadían el recinto, cuando los niños encontraban sus juguetes y para los grandes habían bromas que alegraban el momento”. Así recuerda Nélida su regreso a la Quinta Trabucco luego de muchos años.
“Contrariamente a lo que se supone, la quinta no era usada como casa de fin de semana porque todo era muy lejos. Para ir había preparativos de meses. Veníamos en autos y los baúles los enviaban en tren. Eso sucedía en noviembre y hasta fines de marzo no volvíamos a la ciudad. La Panamericana era parte de la quinta y pasaba una cuadra. Había un bosque con frutales: damasco, duraznos, cerezas”.
Sobre sus abuelos, Nélida rememora: “el abuelo Trabucco era todo un personaje. Un hombre dedicado a los demás, y no creo que nunca haya pensado en sí mismo sino en todos los que lo rodeaban. Inclusive puedo decir que durante años mantuvo su empresa, simplemente para poder pagar sueldos necesarios a la gente que estaba con él, en el momento en que el país estaba pasando una crisis muy grande, allá por el ´30, y muchas veces ha tenido que solventarlos con parte de su patrimonio. La abuela era una señora de carácter muy fuerte que manejaba todas las cosas de la casa, el movimiento de la quinta. Delia, mi mamá, pasó la luna de miel allí. La casa tenía en sus laterales los dormitorios y en el medio estaba el comedor grande que terminaba con puertas que daban al patio que hoy existe, pero en aquella época estaba cerrado por temor a no sé qué. Estaba cerrado hasta las piezas superiores y tenía una escalera que subía hacia la derecha y hacia la izquierda, se bifurcaba y terminaba en los dormitorios del personal. El sótano era algo sagrado, era donde se iban almacenando los vinos que se hacían en la quinta y oficiaba de bodega. Se tenía la costumbre de hacer todos los años una pequeña vendimia en la que se producía vino tinto y otro más liviano que creo que se llamaba ‘vineta’. Había también un molino muy alto, porque estaba poblado de eucaliptos también muy altos y entonces este molino debía sobrepasar a estos árboles, y tenía a la vez una casita de maderas entrecruzadas cubierta de rositas amarillas, mosquetitas. Era un lugar muy misterioso para los chicos porque de alguna manera, se mantenía un poco salvaje. Y ese molino se vino abajo en una tormenta de navidad, y un rayo que partió también un pino”, recuerda emocionada.
A Doña Nélida la complacía la donación de la quinta a la Municipalidad. “Para mi es una satisfacción muy grande la decisión que se tomó. Fue muy conversada por la familia, porque le teníamos mucho cariño. Me pareció que era la única manera de mantener vivo un estilo de vida que ya había desaparecido. Quizás lo que me dio pena es que no se haya podido mantener tal cual, con los animales, los gallineros, los patos, los faisanes. Si pudiera decir que hubo algo que lloré mucho, fue cuando podaron la magnolia que estaba frente a la casa, y casi llegaba al piso. Pero está al servicio de la población”.
Ubicada en Melo 3050, Florida, está abierta al público de martes a sábados de 10 a 19 y los domingos de 14 a 19.
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