Desde la ruta 9, desvíos para adentrarse en los pliegues de los cerros áridos, altos, colorados, y acercarse a un paisaje de mil matices minerales y una población ancestral.
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El paisaje viene con un filtro rojo o eso parece cada vez que levanto la cabeza mientras ando por la quebrada. Podría escribir mientras estoy en la quebrada, pero acá es un estar andando. Acá se camina: los campesinos para traer el rebaño; los huerteros para cuidar habas, maíz, papines; los que perdieron el ómnibus para ir de un pueblo a otro; los turistas para creer que abarcamos algo de lo inabarcable, para producir recuerdos, sentir que estuvimos ahí, que conocemos más, que tachamos un lugar de la lista infinita.
Mientras ando por la quebrada, camino entre cerros de siete y 14 colores. Cerros ancestrales, del color de las vasijas de barro y del maíz morado. Cerros con los tonos de las especias que se consiguen acá: comino, pimentón, cúrcuma. Cerros que se abren en mil matices minerales. Que escuchan el rugir del viento y conocen el pasar blando del río, que siempre sigue. Música que salpica las piedras.
Los senderos se alejan de la ruta y entran en el paisaje, como si existiera un pasadizo secreto donde la única clave es caminar. Simple y no tanto porque la quebrada es alta: en Purmamarca 2.300 metros y en Hornocal, el desvío de la puna, más de 4.000.
El primer día cruzo a una mujer vieja que viene bajando de un rancho allá lejos. Usa sombrero de paja y una rama larga que le sirve de apoyo, como un bastón de trekking. El camino es finito, parece una huella de vacas. Es la clase de caminos en los que uno pasa tan cerca del otro que se roza. Le pregunto si sabe cuánto falta. Primero me mira y no dice nada. Pensará que soy ansiosa, que los de la ciudad no servimos para la altura. Quizás también piensa qué suerte que llegan turistas, así les vendo queso de cabra. Después mira para atrás y, tranquila, como si no sintiera la altura ni el calor, o como si fueran parte de ella, dice que falta poco.
–Poco falta pues, vaya lento o el corazón le hace pum pum.
La escucho y recuerdo su comentario cada vez que, acostumbrada a una ciudad plana, quiero volar con los pies. Sin darme cuenta acelero, pero acá es mejor caminar despacio. Bajar un cambio, como dicen. Dejar la velocidad es parte de entender este lugar. La lentitud anima a observar. La vegetación espinosa, el sacrificio de la gente, las flores castas del cardón.
Cierta pereza en el movimiento aleja el mal de altura. En el último tiempo, además de té de coca o Sorojchi Pills se vende agua florida, un frasquito perfumado que viene de Bolivia y ayuda a respirar en estas tierras altas.
Mientras ando por la quebrada, planifico caminatas para todos los días. Acá se camina y se caminó: caminaron los originarios, que pintaron llamas y chamanes en el alerón de Inca Cueva. Y caminaron los conquistadores para llevarse el oro; y los jesuitas, que plantaron una iglesia en cada pueblo. A veces con una torre, como en Huacalera, y otras con dos, como en Humahuaca.
En las caminatas se siente la aridez del territorio y la vista reposa en el valle cultivado –cada año con más viñedos– del río Grande. Los pasos acercan la hondura de la quebrada. Existen muchas quebradas, pero esta es la de Humahuaca, Patrimonio Mundial desde 2003, “un itinerario natural y cultural”, destacó la Unesco y eso salta a la vista en la mujer que vende pimientos rojos en el mercado, en el paisano encorvado que arrea las cabras, en la madre de Margarita Solís, que hila lana de llama en un caserío cerca de Cianzo.
En Tilcara, vuelvo al pucará y paso un rato en el Jardín Botánico de Altura. Disfruto las flores amarillas de las tunas, veo un cardón peludo como una oveja y hago sonar la piedra campana. Una tarde, mientras camino por el pueblo repleto de turistas, veo a la antropóloga y activista feminista Rita Segato junto a su marido, el músico Tukuta Gordillo, conversando en una mesa de La Ekeka, Café y Libros. Hace años que sentó base en esta tierra original.
En Uquía, camino por la nave de la iglesia de San Francisco de Paula para ver pinturas de los ángeles arcabuceros, restauradas hace un año.
–No puede sacar fotos –dice una chica desde la esquina, casi sin levantar la vista del celular.
Guardo la cámara y me acerco para ver las caras de esos ángeles con arcabuz, “trueno de mano”, le decían en la época, de hace cuatro siglos. Todos llevan uno, menos Osiel y, por eso, lo quiero un poco más que al resto.
–¿De dónde son? –le pregunta la misma chica a una pareja de extranjeros que recién entra y camina hacia el altar dorado. No le entienden, entonces ella dice “country” y ellos responden “France” y ella lo anota con birome azul en un cuaderno negro grande como un libro de actas.
La iglesia es de adobe, eso le da una frescura deseada al mediodía. Desde la primavera, pasadas las 10 de la mañana, la luz encandila como un foco cegador. La gente se guarda hasta la tarde. Los pueblos quedan desiertos, a lo sumo un perro vagabundo o una llama en un corral de piedra. No hay humanos y, si queda alguno, seguro es turista, y se mueve achicharrado, tambaleante, desubicado.
Para evitar el mediodía, después de ver a los ángeles armados, cruzo al comedor del Hostal Uquía. Las siete mesas con manteles fucsias están ocupadas. Queda una libre y me indican que puedo tomar asiento. La mayoría come empanadas porque “el menú tiene tardanza”. Hay un par de parejas de extranjeros, una mesa de cuatro argentinos que viven en el exterior y otra de una mujer sola. En el fondo, un policía almuerza mientras escucha el himno en su celular. Todos hablamos bajito, cuchicheamos, como si estuviéramos en un convento o en medio de una prueba de matemáticas. Temeremos que otros escuchen nuestras conversaciones o seremos respetuosos, o las dos cosas, no lo sé, pero no vuela una mosca.
Lo contrario de una escena que presencié ayer en el patio de un restaurante de Tilcara cuando un francés, después de pedirle tres veces si podía bajar el volumen a una pareja de holandeses que mantenían sendas conversaciones en sus celulares, se levantó enojado con su copa de vino en la mano y con ganas de volcársela en la cabeza a uno de ellos. El francés, que tal vez había cruzado el mundo en busca de silencio, estaba frustrado. La discusión escaló y subió de tono. Se calmaron antes de llegar a las manos. El francés pidió la cuenta y se fue, los holandeses dejaron de hablar.
–¿Y el negro qué hizo? –me preguntó al rato una tejedora que espió la escena desde su negocio. Se refería al mozo, que no entendía la conversación en inglés, pero de todas maneras tuvo un gesto. Vino a pedir disculpas por la discusión que nos tocó presenciar. Gracias, negro.
Mientras ando por la quebrada, me asombro por la cantidad de extranjeros. Humahuaca se ha vuelto un destino internacional y está sumando infraestructura acorde. Pronto se inaugurará el tren solar, con baterías de litio y fabricado en China, que unirá las localidades de Volcán y Tilcara en poco más de una hora. Veo rieles nuevos y trabajadores en las vías y máquinas y estaciones modernas, de piedra y vidrio. Después de tres décadas, los cerros colorados volverán a ver pasar el tren. Los habitantes también porque, al parecer, será sólo para turistas.
Mientras ando por la quebrada, escucho y vuelvo a escuchar “Guanuqueando”, del compositor y músico Ricardo Vilca, y me imagino quenas y zampoñas que enlazan coplas en el viento. Mientras ando por la quebrada como quinoa todos los días y veo cementerios de altura con ofrendas de flores brillantes. Me vuelvo petisa frente a un cardón abuelo y sueño con desenterrar al diablo en algún carnaval para que me muestre caminatas traviesas en la tierra.
Serranía De Hornocal
UNA COPLA DE 14 COLORES
Hornocal es una comunidad camino a Cianzo y también un mirador espectacular, unos 24 kilómetros al este de Humahuaca por la ruta provincial 73.
La comunidad está a los pies de la serranía y sus habitantes administran el mirador –ya hay sanitarios y un domo donde se venden artesanías– y cobran una entrada mínima por la visita.
La ruta de acceso es de ripio y está llena de curvas y también de tránsito, especialmente por las tardes, porque en algún momento en los últimos años Hornocal se puso de moda entre los turistas para ver la puesta del sol. El día que voy cuento 45 autos en el estacionamiento.
El mirador está a 4.350 metros de altura y la panorámica de la serranía de 14 colores es impactante. Desde ahí sale un camino, serán unos 800 metros –tan alto valen doble– para estar más cerca, justo frente a la serranía. Camino hasta ahí, donde una pareja con poncho se saca fotos. A pesar de que no es un poncho tradicional y lo más probable es que esté hecho en Bolivia, me recuerda al canto de Atahualpa cuando cuenta sobre el hombre que anda por los cerros y al sentir el cansancio de la marcha se cubre con el poncho, “que es como cubrirse con los misterios y los sentires de la tierra. Y el poncho lo envuelve como una atmósfera aisladora. De la prenda hacia afuera: el mundo infinito y complejo; y poncho adentro, el universo animando los sentimientos del hombre frente a la noche abierta”. Los extremos de los ponchos de estos chicos, que son turistas de Buenos Aires, se enroscan en el viento, pero ellos se sienten abrigados y miran el atardecer rojizo desde esta plataforma perfecta. Quizás de vuelta en el estacionamiento le compren una tortilla rellena a Margarita Solís, que desde que encontró quién le cuide a su bebé, Thiago, sube desde Humahuaca a vender. Dice que los días buenos vende 50 tortillas y “los días que la gente no quiere comer, 25 o 30″. Quizás le compraron una, sí, y la comieron juntos, poncho adentro, antes de volver.
Inca Cueva
ARTE RUPESTRE Y UNA VENTANA SOLITARIA
En Pampa Azul, cerca de donde confluyen los arroyos Tres Cruces y Las Cuevas, formando el río Grande, y donde comienza la Quebrada de Humahuaca, Inca Cueva es una sorpresa y una recompensa. A veces, las caminatas llevan a miradores, ayudan a tener perspectiva y dimensión. En este caso, después de caminar tres kilómetros por el lecho de un río seco y pedregoso se llega a un alero con pinturas rupestres de llamas, españoles a caballo, un chamán y hasta una mujer parturienta. Un yacimiento arqueológico todavía poco visitado en la quebrada.
Justo antes del alero veo una reja cerrada con candado. Adelante espera Sergio Víctor Cari, poblador de una casita que se ve en la lejanía y encargado de mostrar y explicar las pinturas, luego de cobrar el pago de una entrada mínima. Me cuenta que la reja está ahí por el “vandalismo”.
–Yo te voy a mostrar cuáles son figuras reales y cuáles no –dice mientras apunta una llamita negra y luego un diablo blanco que, claramente, no es prehistórico.
Sergio hace un resumen de los últimos 10.000 años en un minuto, ni que fuera youtuber.
–Acá comienza nuestra historia.
Después de ver las pinturas de más de 5.000 años de antigüedad, los que se animen pueden llegar hasta La Ventana, un mirador natural que domina el paisaje. Son unos 20 minutos de caminata vertical. Tanto que en un momento se sube una escalera. Como no hay carteles, le pregunto a Sergio cómo llegar: “Bajás a la quebrada y, al subir, vas a tropezar con dos cactus a tu mano derecha. Andá por el medio y hacia la derecha vas a llegar al oasis de tabaquillos. Seguís subiendo, pasás un pastizal amarillo y, al fondo, se acaba el pasto, el callejón se cierra, subís la escalera, girás a la derecha y salís a la ventana”. Parece imposible, pero funciona, y la vista es maravillosa.
Quebrada de las Señoritas
PAREDONES, 13 VUELTAS Y UN ANFITEATRO
Desde que este paseo se organizó, 36 personas de Uquía tienen trabajo. Al llegar a la casilla de atención, y luego de pagar una tarifa según el circuito que se quiera realizar, hay un guía asignado y comienza la excursión.
Jonatan Yurquina, Yoni para los amigos, señala un sendero y dice: “Chicos, vamos por este camino”. Conformamos un grupo de unas 15 personas, por eso vamos con dos guías. La primera parada es frente a una apacheta, para contar que se usa para señalizar y alimentar la boquita de la Pachamama. Yoni nos pide no remover las piedras porque el movimiento puede despertar alacranes o víboras. Seguimos caminando y vemos las flores amarillas del San Juan Cora, buenas también para el mal de altura. Corta unas ramitas y sentimos el perfume dulzón de sus manos. En el grupo, hay dos mujeres que mañana irán a la casa de una familia en Calete para hacer unos días de turismo comunitario. También dos uruguayas, una pareja de Mar del Plata, un francés solo que registra todo con su GoPro y los chicos de Octubre Verde.
–Somos un grupo de amigos de fútbol. Cada año hacemos una salida de hombres. Uno propone el lugar, organiza y los demás acatan.
Ya fueron a varios destinos juntos y siguen.
–Hace unos años eran viajes de morfi y chupi, pero ahora que rondamos los cincuenti son de aventura: ja, ja.
Los veteranos caminan, los deportistas del grupo van con resto y los sedentarios la tienen más difícil porque es un día pesado, de calor.
–En esta sombra de churqui vamos a recuperar todo lo que es el aire –dice Yoni, y le hacemos caso.
La vuelta completa, que es la que hacemos, dura tres horas y recorre unos 6 km de cerros rojos como si fueran de sangre. Distingo tres momentos memorables de la excursión: la grieta larga y angosta, a la que se ingresa con casco y sosteniéndose de las paredes y agachándose; el anfiteatro; y el cañadón de las 13 vueltas, donde se revela quiénes eran las señoritas (por supuesto que no lo contaré). Sí contaré que después del paseo, el restaurante Cerro de las Señoritas, en Uquía, es una sorpresa de buena mesa con vista a una huerta de frambuesas y la mano que sabe de Olga Romero.
La Garganta del Diablo
DE PREMIO, UNA CASCADA
Desde la vera del río Huasamayo son cinco kilómetros a pie por la quebrada desolada. Paso una casa, donde se secan al sol ladrillos de adobe y hay una moto nueva estacionada en la entrada. Paso otra casa, con ropa tendida al sol y un molle en el patio de tierra, y después ya no hay más casas. Sí hay un cartel donde leo: “No a la minería en la quebrada”.
Más allá se abren los cerros, de rojos implacables. Hoy no salí tan temprano como ayer y se nota: el sol pica. Pocos senderistas, algunos cardones y una brisa que se agradece. También se puede llegar en auto hasta la casilla de atención, donde la comunidad Ayllu Mama Qolla –formada por varios caseríos, como Alfarcito, San Gregorio y Ovejería, entre otros– cobra una entrada simbólica. Desde ahí, se baja una escalera hasta el cañadón del río, flanqueado por paredes altas, y después de andar alrededor de un kilómetro, en un recodo del camino, al final, aparece la cascada natural, de 15 metros de altura. Y aquí estaban todos los turistas que no estaban en el camino: selfie va, selfie viene. Y mejor vamos antes de que el sol saque su presencia canalla.
Jardín Botánico de altura y Pucará
CUANDO PASE EL TEMBLOR
Antes de ingresar a las ruinas de la fortaleza prehispánica, entro en el Jardín Botánico de Altura. Ahí conozco los nombres de los cactus que veo estos días en el paisaje quebradeño. Está el científico y el vulgar, que es el que más me gusta: antorcha de plata, silla de suegra, viejo de los Andes, tuna. Avanzo hasta un banco de madera, bajo un molle, y descanso unos minutos a la sombra. Todavía no hace calor, pero igual me quedo, como si quisiera reservar sombra para más tarde.
Sigo hasta la piedra campana, un fragmento de roca volcánica de dos toneladas y media, traído del cerro Campanario, en el departamento de Cochinoca, en la puna. Golpeo los nudillos sobre la piedra y suena metálico: ese es su secreto. Paso por un corral de llamas que pellizcan el fruto de un árbol y llego al pucará, el sitio arqueológico donde vivieron los tilcaras entre el primer milenio d. C. y la llegada de los españoles, en el siglo XVI. Y donde, en 1986, Soda Stereo grabó el clip “Cuando pase el temblor”. El pucará –“fortaleza”, en quechua– está ubicado sobre un cerro de 70 metros y llegó a tener 18 hectáreas de construcciones. En el recorrido, paso por muros de viviendas, patios, corrales, centros ceremoniales, talleres, lugares de acopio y un cementerio con más de 100 tumbas. Originalmente, eran pozos en la tierra cubiertos con piedras, que en el siglo pasado fueron reconstruidas. Camino y extraño más información disponible: los carteles interpretativos son pocos y están desgastados, curioso teniendo en cuenta que hay tanto para contar y que el sitio forma parte del Centro Universitario Tilcara, dependiente de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Mucho para mejorar, de manera de fomentar la interpretación, y no una mera caminata entre las piedras.
Al final, llego hasta el monumento –una pirámide trunca que hace pensar en México, más que en los antiguos pobladores de la quebrada– a los primeros arqueólogos que trabajaron para dar a conocer este sitio, Juan Bautista Ambrosetti, que llegó en 1908, y su discípulo Salvador Debenedetti. Desde arriba, a 2.500 metros de altura: panorámicas de la quebrada, el valle verde del río Grande, paralelo a la ruta 9, y en el horizonte, el pueblo de Maimará.
Trópico de Capricornio
PASOS POR UNA LÍNEA IMAGINARIA
Lo marca el podómetro: esta parada rutera a un kilómetro del pueblito de Huacalera es de pocos pasos. La incluyo ya que tiene algo de recreo de caminares más largos. Recreo de artesanías porque el lugar está poblado de vendedores de vasijas de barro, platos, cuencos, morteros, tablas de madera, mantas. Los puestos son tan grandes que casi tapan el hito. Después de atravesar la barrera de consumo, un monolito marca el paralelo imaginario del trópico de Capricornio, el límite sur de la zona comprendida entre los trópicos. Cuando los rayos de sol caen verticalmente sobre el trópico se produce el solsticio. Cada año, el 21 de junio, día del solsticio de invierno, se realiza la fiesta del Inti Raymi o Fiesta del Sol y las comunidades bajan de los cerros y llegan de los pueblos a festejar con cantos, danzas, comida y bebida el comienzo de un nuevo ciclo de siembra.
Frente al hito se ve el antiguo letrero de la estación Huacalera, una de las tantas del Ferrocarril Central Norte –luego Ferrocarril General Belgrano–, que en 1907 unió por primera vez San Salvador de Jujuy y La Quiaca. Durante varias décadas, el tren dinamizó la economía de los pueblos de la quebrada y puso su nombre en los mapas. El último viaje fue en 1993.
Unos metros más adelante está la fábrica de quesos de cabra La Huerta (entrando por el camino del costado se puede pasar a comprar).
De yapa, Los Colorados
LA VUELTA PERFECTA
Empiezo la caminata desde el mirador El Porito, en el techo de Purmamarca, desde donde se ve el famoso cerro de los Siete Colores.
Este recorrido por la puerta trasera del pueblo –es una vuelta de unos tres kilómetros sin pendientes que se puede hacer en cualquiera de los dos sentidos– no tiene nada que ver con el shopping a cielo abierto en que se ha transformado el destino. Por este circuito no se venden pompones ni mantas de llama ni mates de palo santo. Los Colorados es una ventana a la naturaleza pelada de la quebrada. El camino se despliega blanquecino y encajonado entre cerros de una paleta terracota, siempre cálida.
No es la primera vez que camino por este paseo y no sé por qué hoy me parece más corto. Lo veo tan fantástico con la luz del atardecer que deseo que dure más kilómetros.
Datos útiles
Cuándo ir
- La primavera es una buena época para recorrer la Quebrada de Humahuaca. Entre septiembre y noviembre florecen los lapachos, los cardones, las tunas.
- En verano hace mucho calor y lluvias, mejor evitarlo.
- El invierno también es un buen momento para hacer este viaje.
Solo o con guía
- Los circuitos propuestos se pueden hacer por cuenta propia.
- Hay que pagar entrada para entrar al Hornocal, el estacionamiento en la Quebrada de las Señoritas.
- En Inca Cueva también se paga una entrada y hay tarifa para ingresar al Pucará y a la Garganta del Diablo.
Fundamental
- Llevar la cantidad de agua acorde para cada caminata, alrededor de un litro cada dos horas de caminata.
Horarios
- Es recomendable salir temprano para caminar. Temprano es antes de las 8 porque muchos lugares abren a las 8.30/9. Para los que se hospedan en hotel, esto atenta contra el desayuno que suele ser de 8 a 10. Realmente conviene llevar una vianda o arreglar para tomarlo más tarde porque la mañana es el horario más conveniente para caminar.
- El Pucará de Tilcara cierra los lunes, igual que la mayoría de los museos. Martes a domingos, de 9 a 18. www.tilcara.filo.uba.ar
- Más información: www.turismo.jujuy.gob.ar