Los parajes se llaman La Paz y La Paz chica, pero quedan muy cerca de Roque Pérez. Son boliches para viajar en el tiempo, a poco más de 100 km de Buenos Aires, y disfrutar de una picada.
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Su perfil se avista a lo lejos al avanzar por el camino de tierra. El almacén se llama como el paraje: La Paz. Con sus paredes amarillas recién pintadas, asoma como un centinela entre los eucaliptus. Adentro, unas pocas mesas de fórmica con sillas de caño y cuerina, un mostrador interminable, estanterías que ascienden desde el piso en damero hasta el cielorraso. Latas de duraznos, botellas de aceite de vidrio marrón, hilos de coser, agujas de colchonero y palmetas para ahuyentar el calor o las moscas duermen dispersos en las repisas, dejando muchos huecos. “Son las cosas que no se vendieron”, comenta Julián Gómez con nostalgia. Junto a su pareja Gisela Márquez –y alentado por la Noche de los Almacenes, que cada año congrega multitudes en el paraje– logró recuperar la tradición de la “picadita con cerveza” que hizo famoso al almacén que ya lleva tres generaciones en su familia.
Allá por 1935 lo compró con mucho esfuerzo don Justo Gómez, un inmigrante español que llegó a estas pampas “con lo puesto”. Durante casi 80 años lo atendió su hija Chola, tía de Julián y personaje ilustre del paraje, que empezó lavando copas a los doce y cumplió noventa detrás del mostrador. Si se daba la ocasión, Chola comentaba con orgullo que el almacén había estado abierto sin interrupción desde 1859 (hasta que ella falleció en 2019). De ello dan testimonio los poemas y coplas enmarcados, escritos por vecinos y visitantes, que adornan sus paredes junto a tres afiches descoloridos por el sol donde sonríen Gardel, Juan Gálvez y José Larralde.
El almacén es más grande de lo que parece y abre a distintos espacios, como un laberinto. Al final del mostrador está la sala donde funcionaba la estafeta de correos, hoy devenida museo de recuerdos y curiosidades. Almanaques de Alpargatas, ediciones completas de El Gráfico, fotos de época, una caja fuerte inviolable, ventosas y un sillón de cuero marrón que deja entrever sus resortes conviven con un documento histórico: una fotocopia del permiso firmado por Rosas donde autoriza abrir una pulpería “siempre y cuando no la maneje ningún salvaje unitario”.
Esa pulpería que el Restaurador autorizó de puño y letra todavía se mantiene en pie, con sus gruesas paredes de adobe y su techo de paja y cañas atadas con tientos. Construida en 1832 por un paisano de apellido Fillol, quedó escondida detrás del almacén. Consta que es una de las más antiguas del país porque el permiso establecía que los parroquianos, gauchos bravos y pendencieros, debían esperar al sereno mientras el pulpero los atendía reja mediante. También se conserva el rancho donde vivía Pablo Suárez, un trabajador golondrina que se aquerenció con los Gómez. Julián muestra el espejo donde Pablo se peinaba junto a la ventana y recuerda que, hasta hace poco, su peine de bolsillo persistía prolijamente apoyado, haciendo equilibrio sobre el marco de plástico celeste. “Se lo habrá llevado un viento”, dice. “La gente viene buscando aire puro y tranquilidad, pero también quiere ver las raíces, lo que eran nuestros antepasados. Y eso tenemos para ofrecerles, además de la picada más rica y abundante que se puedan imaginar”.
Paraje La Paz. T: (02227) 15 410130. Abre los fines de semana.
Almacén San Francisco
Desde hace tres años, Samantha Krause y Martín Parzianello están al frente de este popular almacén que honra las costumbres de La Paz Chica, un paraje “muy pero muy tano” que rinde culto a la amistad y la alegre convivencia. El Sanfra, un galpón de adobe con techo de chapa, pertenece desde siempre a la familia Ruzzi. Lo construyó don Francisco, a pulmón y con ayuda de los vecinos, como solían hacerse las cosas allá lejos y hace tiempo. Tiene piso de tierra, mostrador con tapa de madera para cortar el jamón crudo a cuchillo, estantes colmados de damajuanas y latas vacías de galletitas Okebón, cajoneras de ferretería, cuerdas y sogas para enlazar matungos… trazos del pasado que “nos recuerdan de dónde venimos”, dice Sammy. Como todo almacén que se precie, el Sanfra supo tener peluquería y cancha de bochas timberas, donde los parroquianos se trenzaban al caer la tarde y se apostaba por dinero. Las bochas siguen ahí, esperando la revancha dentro de un canasto de alambre.
En lo que hoy es el patio a cielo abierto del Sanfran se presentó hace más de un siglo el circo criollo de los Hermanos Podestá con su Juan Moreira, que atrajo espectadores de todos los parajes durante veinte días seguidos. “Los paisanos corrían a los milicos que perseguían al gaucho y llegaron a golpear al que hacía de Chirino. Venía brava la mano”, ríe Samantha.
Todos los domingos, saca las mesas a la galería para servir las deliciosas picadas que prepara a dúo con Martín: fiambres, conservas de estación y quesos de producción local y artesanal. Y eso es apenas el preludio del banquete. Después vienen las fuentes de empanadas fritas bien jugosas, de patas abiertas, y los platos tradicionales: raviolones de calabaza –especialidad de otra vecina, Roxana Rizzo– y bondiola de cerdo con papas fritas. Todos los 25 de mayo cocinan un gran locro, que convoca tanta gente como el circo criollo. El espíritu italiano sigue presente: aquí todos se conocen y colaboran. Solo que ahora, en vez cantar al son de los acordeones, bailan gato y chacarera a puro bombo y guitarra.
Paraje La Paz Chica. T: 011 15 5568-0407. Domingos al mediodía + feriados.
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