En las afueras de Junín, un distinguido casco combina la tradición del campo con un sofisticado servicio. Exclusividad, buena cocina y miles de hectáreas verdes a 250 km de la capital.
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Campo adentro, a diez kilómetros de la ciudad de Junín, hay una estancia donde el silencio, la historia y la naturaleza mandan. El casco, con una casona de fines del siglo XIX, resiste en el corazón de un monte con árboles de más de 50 metros de altura. Por fuera: el horizonte, la siembra, un muelle privado y la caída del sol sobre la laguna El Carpincho. En La Oriental cobra valor la experiencia de una estadía sin televisor ni aire acondicionado, entre las clásicas labores del campo como la cosecha, el arreo de vacas o la yerra. Pero además, algo la hace distinta al resto de las tradicionales estancias de la provincia de Buenos Aires: su anfitrión.
Rafael Torello es el dueño y quien se ocupa de los huéspedes, junto a dos de sus hijas que lo acompañan en la tarea. No recibe a curiosos, sólo huéspedes. “Acá la tranquera siempre está cerrada, no quiero que lleguen grandes grupos de gente, se ofrece un servicio más personal, yo les muestro el trabajo en el campo, les cuento la historia de esta estancia. No me interesa que venga mucha gente para hacer plata, sino que disfruto cuando valoran el lugar y la experiencia”, cuenta.
Antes de la pandemia, llegaban visitantes americanos, franceses, japoneses e hindúes para disfrutar del parque poblado de cientos de especies de árboles, como araucarias, pinos, paraísos, siempre verde, roble europeo, álamos y magnolias del siglo XIX. “Tengo amigos de todo el mundo”, dice el anfitrión, quien sirve la mesa y acompaña en la estadía.
Una historia de 200 años
“La tierra fue entregada a Dorrego y Rauch por servicios a la Patria en 1820, ambos murieron de manera trágica y, en esa época, ninguno de los herederos reclamó, por lo que las tierras volvieron a la provincia de Buenos Aires”, relata Rafael.
En 1860, el gobernador Adolfo Alsina decidió hacer La zanja de Alsina, que consistía en un foso para atajar a los malones y, hasta 1879, no había estancias que perduraran a más de 150 kilómetros de Buenos Aires, que era la línea de fortines: la línea de avanzada era el fortín de Pergamino, fortín Federación y uno más en Madariaga; muy separados entre sí. Las tierras no tenían valor. Justo Saavedra, que era amigo de Alsina, dijo: “si llegan a controlar los malones, la tierra va a subir de valor” y, con buen ojo para los negocios, compró 200 mil hectáreas. “No sabemos a ciencia cierta por qué se llama La Oriental, se supone que porque está al oriente del río Salado”, reflexiona el dueño, 200 años después.
Justo Saavedra murió sin ver prosperar el negocio de las tierras. Tuvo hijos con varias mujeres que no figuran en las actas de bautismo, pero como estan reconocidos por él, heredaron la propiedad. Uno de ellos, Justo del Carmen Saavedra, fue quien construyó la estancia La Oriental. “En 1879, Roca mandó a las araucanos de vuelta a Chile y avanzó la frontera, el tren llegó en 1884 a Junín y este hombre donó parte del terreno de La Oriental para tener la estación dentro del campo; en 1889 hizo esta casa”. El lugar se convirtió en uno de los haras más importantes de la Argentina.
Justo del Carmen Saavedra estaba de novio con una mujer enferma y, pese a las advertencias de que no lo hiciera, se casó. En el vitraux de los baños de la casona aún se pueden ver las iniciales de Meneca Sánchez Elía de Saavedra, su mujer, que murió en el viaje de boda a Europa. “Otro hombre que no tuvo herederos, era viudo. Invitaba a personalidades muy importantes, cuando venía a este lugar un ex presidente o un ministro, hacía parar al tren en la entrada y ponía una alfombra roja hasta el portón. Era dueño de 20 mil hectáreas”, relata Rafael, y agrega que “sus sobrinos heredaron 2.300 hectáreas del haras; eran varios, nunca vinieron. Luego se desarmó, los árboles crecieron, todo se abandonó y, en 1941, mi abuela, María Teresa Jacobé de Torello, compró todo”. A mediados del siglo XX, cuando la abuela de Rafael llegó a la estancia, se encontró con pertenencias de Saavedra que puso prolijamente en una caja y mandó a sus familiares de Buenos Aires.
“Mi abuela era muy católica, hizo una capilla en un galpón. Se instalaba cada verano aquí y en 1980 se enfermó de cáncer. En ese momento dijo ‘voy a donar en vida todas mis cosas’. A nosotros, los nietos, nos tocó el campo de Junín. Ella vivió hasta los 97 años y seguía viniendo a la estancia. Yo, al ser ingeniero agrónomo, me dediqué a trabajar la tierra y propuse sortear a ver a quién le tocaba esta casa; le tocó a mi hermano y a mí un campo con una caballeriza vieja, a 300 metros de este lugar, donde hice mi casa en 1989″, cuenta Rafael. Allí vivió junto a su mujer y sus cuatro hijos.
En 1993, un negocio inmobiliario que no podía rechazar, obligó al hermano de Rafael a vender su parte. Y él no tuvo más alternativa que comprarla. Ese mismo año, junto a su ex mujer, Estela, que es diseñadora de interiores, pusieron la casa a punto para comenzar a alquilarla a familias. “En 1996 nos fuimos a San Antonio de Areco, donde estaba el hombre que hizo turismo en estancias por primera vez en serio, muy macanudo, nos explicó todo y nos largamos al turismo”, recuerda.
El día a día en la estancia
En La Oriental se respira misterio. Silencio. Intimidad. La altura de los árboles ofrece refugio y distancia. Diez kilómetros hacia afuera: la ruta, los autos, las luces y la vida en la ciudad. Además de la casona, de estilo francés y estructura irregular, a pocos metros está la capilla que construyó María Teresa Jacobé de Torello -donde se solían celebrar bodas- y un galpón que atesora autos antiguos.
La casa tiene 700 metros cuadrados, techos de siete metros de altura y se conserva el living con los pisos de venecitas de mármol, colocadas una a una en 1890. También hay un comedor con parquet de la época, vitraux en la altura de las puertas de los baños, muebles de 1900, espejos de Justo del Carmen Saavedra, sanitarios y grifería de siglos pasados. Las nueve habitaciones pueden alojar hasta 30 personas en simultáneo; en ellas, algunas camas del siglo XIX. La estancia invita a admirar el cuidado y la dedicación con la que han conservado el lugar en el tiempo.
Muchos “llegan por el boca a boca”, cuenta Rafael. Son empresarios, familias, parejas de distintas ciudades y provincias en busca del descanso reparador. Allí son recibidos con comida casera, pollo con verduras hecho al horno de barro, asados y menús especiales. Una vez en el campo, disfrutan de la pileta en el verano o de las actividades en la laguna El Carpincho, como kayak o paddle surf. Se hacen paseos a caballo, se puede jugar al ping pong, metegol, crocket, fútbol, fútbol tenis, squash, arco y flecha o bicicleta.
“Son 950 hectáreas de producción, no es solo un casco de turismo, acá hay actividades todo el año: se hace yerra, se carga hacienda, se siembra, se cosecha, según la época en que vengan, pueden ver y hacer el trabajo. Si quieren pueden salir a arrear vacas, a cargarlas en un camión jaula, si les gusta. A la gente, por ejemplo, le encanta ver la yerra”, explica.
Rafael está próximo a dejar de ser el anfitrión y, de a poco, delegar ese trabajo en manos de sus hijas: “Mis planes, de ahora en más, son jugar al golf, viajar por la Argentina y cuidar a mi nieta. Las chicas continuarán recibiendo gente, con calidez y contando la maravillosa historia de este lugar”.
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