En su nueva obra, Teresa Arijón devela las singulares relaciones que se tejieron entre reconocidos artistas y sus modelos favoritas.
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Teresa Arijón es poeta, traductora y editora de nutrida trayectoria. Y es una intrépida viajera, colaboradora de revista LUGARES: sus lectores han disfrutado de sus crónicas en decenas de ocasiones a lo largo de los últimos diez años.
La mujer pintada, su último libro, nació de una experiencia de juventud, cuando a los 19 años comenzó a trabajar como modelo vivo para diferentes artistas y luego durante dos décadas continuó como modelo exclusiva del pintor Juan Lascano, vínculo que quedó plasmado en unas 700 obras.
Pero el relato va más allá, Teresa investigó la vida de varias modelos claves en la historia del arte y su relación con los artistas que las retrataron. Estas historias están hilvanadas con la propia y nos devuelven un sinfín de relaciones y anécdotas que otorgan una nueva dimensión a la obra de arte.
Aquí seleccionamos cinco fragmentos y una o varias obras, producto de la relación modelo-artista. Todos ellos nos llevan por una enmarañada red de sentimientos, hablan de una época y sobre todo nos invitan a observar de otra manera el resultado final de aquellas relaciones: los magníficos cuadros que hoy podemos disfrutar.
Henrietta Moraes & Freud, Bacon, Hambling
“Algunas modelos inspiran a los pintores por su aspecto, otras por su personalidad. Henrietta era malhablada, amoral, ladrona, alcohólica, violenta y adicta a las drogas. Pero además era ingeniosa, cálida y adorable. Tenía buen corazón. Su sola presencia te decía que la vida es mucho más emocionante de lo que imaginamos los tipos aburridos como yo”. Eso escribió el crítico Tim Hilton cuando la modelo icónica de la vanguardia londinense murió en 1999.
Henrietta Moraes, en realidad Audrey Wendy Abbott, nació en 1931 en India. Abandonada por sus padres, fue criada en Inglaterra por una abuela de temple sádico.
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Una noche de 1953 bailando en The Gargoyle, Henrietta le dijo a un todavía desconocido Lucian Freud que lo deseaba con locura. Al mediodía siguiente, después de “consumar su amistad” contra la mesada de la cocina, empezó a posar para él.
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“Me sentaba en un banco delante de la ventana, envuelta en una manta gris, mientras las hileras de patos pasaban por el canal a mis espaldas”. Lucian la pintó pocas veces y Henrietta lo abandonó por infiel, aunque proclamaba a los cuatro vientos que era el amor de su vida.
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Freud tuvo un ataque de celos cuando, ya muerta Henrietta, un análisis de ADN reveló que él no era, como decía, el padre de uno de sus hijos.
Francis Bacon hizo muchos retratos de Henrietta, su amiga y compañera de copas, y no sólo a partir de fotos como acostumbraba. Con ella hizo una excepción. La quiso desnuda, echada en la cama mientras pintaba. Necesitaba tenerla cercca para poder distorsionarla. Estaba convencido de que la distorsión era la única manera de transformar la apariencia en imagen.
Más de una vez Bacon prometió regalarle un cuadro, pero no cumplió su promesa.
En 2012, ya muertos ambos, Portrait of Henrietta Moraes se vendió en Christie’s por casi 22 millones de libras.
En los años sesenta, Henrietta pasó una temporada en la cárcel de Holloway. Bajo el efecto de las anfetaminas, entraba a robar en las casas cuando todos dormían. “La sensación de que podían despertar de pronto era adrenalina pura para mí. Adoro el peligro”, decía.
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De regreso en Londres conoció a la pintora Maggi Hambling y desde mayo de 1998 posó para ella todos los lunes, hasta dos días antes de su muerte. Habían pasado más de treinta años desde sus encuentros con Freud y Bacon.
En los dibujos de Maggi, los rasgos de Henrietta están en perpetuo movimiento. John Berger comparó esos retratos con los de Rembrandt.
Henrietta no se dejó derrotar por la idea de la vejez. Tampoco por su presencia evidente. Subía a la plataforma con mayor dificultad, pero encaraba la pose con la espontaneidad de siempre. Más de una vez había dicho: “No sé qué es el glamour, pero yo tengo de sobra. Además, solo poso para genios”.
Lisa Gherardini & Leonardo Da Vinci
Lisa Gherardini posó para el retrato más famoso del arte occidental. Su esposo, Francesco del Giocondo, se lo encargó a Leonardo da Vinci en 1503. Leonardo jamás le dio nombre a la pintura de esa mujer que no fue musa, ni modelo, ni amante. Se la conoce como Mona Lisa desde 1550, año en que Giorgio Vasari escribe: “Leonardo hizo para Francesco del Giocondo el retrato de su mujer Mona Lisa y pese a haberle dedicado cuatro años lo dejó inacabado”
[...] Vasari relata que mientras pintaba a Gherardini, Leonardo “tenía gente cantando o tocando y bufones que le hacían estar alegre, para evitar la melancolía que caracteriza a la pintura de retratos.”
[...] Estudios contemporáneos sugieren que (Mona Lisa) pesaba setenta y tres kilos y media un metro setenta y ocho, además de padecer bruxismo y alopecia.
En algún momento se especuló que La Gioconda era en realidad un autorretrato de Leonardo, o quizá un lánguido adolescente travestido. [...] Leonardo dijo que había intentado pintar un sonrisa que desapareciera al ser vista de frente y reapareciera cuando el espectador desviara la mirada.
Leonardo da Vinci conservó a Mona Lisa hasta su muerte, en 1519. Un año después, Francisco I de Francia la colgó en su cuarto de baño. Napoleón Bonaparte mandó que la trasladaran a su dormitorio en Las Tulllerías en 1800, y cada mañana presentaba sus respetos a “Madame Lisa”.
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Vicenzo Peruggia, que había trabajado como carpintero en las salas del museo se llevó a Mona Lisa del Louvre el 22 de agosto de 1911. En un principio, la policía acusó del robo a Pablo Picasso, que ya había comprado estatuillas hurtadas por un ladrón profesional.
Cuando el museo reabrió sus puertas después de una semana de investigaciones y acusaciones, los parisinos escandalizados hicieron fila durante varias horas para ver el vacío que Mona Lisa había dejado en la pared.
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Tras un fallido intento de venderla a la Galería degli Uffizi, Peruggia fue sentenciado a un año y quince días de prisión. El cuadro volvió finalmente al Louvre.
Victorine Meurent & Édouard Manet
Ella se choca a Édouard Manet al salir del estudio de Couture, para quien ha comenzado a posar. Esa misma tarde, él vuelve a verla en la puerta de una café. Ella mastica cerezas, lleva una guitarra bajo el brazo. El artista, tiene debilidad por las pelirrojas y los instrumentos musicales, la sigue. No se le escapa.
Posa muchas veces para él, y cuando aparece en Almuerzo sobre la hierba, vestida apenas con la sombra de las hojas, su mirada franca y directa provoca indignación y desmayos entre los espectadores. La misma mirada que causará estragos como Olympia en el Salón de 1863.
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Victorine Meurent, la mal llamada “musa” de Manet, revolucionó la pintura de desnudos con su desparpajo, también fue su rival y se sospecha que se distanciaron por desavenencias creativas. Pero tampoco hay que descartar los celos: ella logró exponer su autorretrato en 1876, mientras él era excluido, y en 1879 las pinturas de Manet y Meurent convivieron en una misma sala.
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Cuando Manet muere, Victorine le escribe una carta a su viuda, donde aduce que el pintor le había prometido parte de las ganancias obtenidas sobre los cuadros para los que posó, en especial Olympia. Madame Manet desoye el pedido.
Romualda Lisboa Cané & Prilidiano Pueyrredon
A Romualda Lisboa Cané le decían La Mulata y Prilidiano Pueyrredon (que firmaba PPP) la pintó con picardía, procacidad y placer. Ella fue su amante y ama de llaves y vivieron en concubinato en la Quinta Cinco Esquinas, que le fue legada en 1870 y Romualda loteó y vendió con buen rédito. Un edificio de dos plantas con invernadero y palomares situado en el mismo lugar que hoy ocupa el Jockey Club en la ciudad de Buenos Aires.
Lo único que se conoce de Romualda es lo que cuentan las pinturas de Prilidiano. Por él sabemos que es una mujer de carne firme y piel tersa, con cabello negro, que sonríe distendida en una bañera. Sus ojos se dirigen a alguien que no vemos, y que le agrada. Bañarse para ella es un acto íntimo y naturalmente compartido. Contempla a su amante mientras él la pinta.
El Baño no estaba destinado a la vista pública y, se supone, integra una serie de pinturas solo aptas para amigos. Lo único seguro es que fue un juego entre pintor y modelo, una conversación que continúa hasta hoy.
Cuando Prilidiano se autorretrata pintando, sus ojos no se enfocan al espectador. Están buscando, y encuentran, esa desnudez risueña para la que no existen palabras.
Teresa Arijón & Juan Lascano
“Fui una modelo trabajadora, de clase trabajadora, que usaba el tiempo que me regalaba la pose … para escribir poemas en el aire. Quince minutos de escritura contra treinta de inmovilidad. Un cuadro vivo que pensaba”, así se define Teresa, que comenzó a trabajar como modelo vivo casi por casualidad, en lugar de vender libros por las calles de Buenos Aires. Lo hizo para varios artistas hasta que conoció a Juan Lascano y en adelante posó solo para él. De esa relación surgieron innumerables cuadros y una relación entrañable. “Los dos amábamos la poesía. Él leía a Dickinson y yo a Li Bo”, recuerda Arijón en su libro.
“En la primera sesión dibujé más que pinté, porque no la conocía. Pero el primer trabajo importante al óleo que hice con ella fue un cuadro bastante grande, una espalda. Teresa estaba con un paño blanco, sobre un fondo negro. Sobre la mesa había una caja de la que asomaba un caracol y un reloj al lado“, señala Lascano.
Desde entonces, Teresa posó para él a lo largo de veinte años. Incluso, durante un tiempo habitó el primer estudio del artista : “Yo vivía en el estudio de San Telmo, que él quería conservar, y a cambio posaba. Al principio convivía con sus pinturas, que ocupaban todas las paredes y me hacían compañía”.
Entre 1990 y 2005, la relación modelo/artista se consolidó y de ella nacieron más de setecientas obras, entre óleos, acuarelas y dibujos. Mientras escribía La mujer pintada, Teresa viajó al sur dos veces para visitar a su amigo, que se había mudado a las afueras de Bariloche. Recién en el segundo viaje, en diciembre de 2020, se animó a posar nuevamente para él después de 15 años.
Así retrata ese encuentro:
Yo me recojo el cabello y me siento, como solía, en la silla tapizada de cuero rojo. Tengo la sensación, clarísima, de estar retomando la pose de la semana anterior.
–No cambiaste prácticamente nada –casi exclama Juan.
– Decís eso porque estoy de espaldas –respondo riendo.
Cuando me levanto a mirar la pintura, un boceto rápido al óleo, lo veo: el paso del tiempo está ahí. En la espalda ligeramente vencida y en ese leve engrosamiento. El tiempo pesa. Los omóplatos resisten.
A lo largo de las páginas de La mujer pintada es posible encontrar otras muchas historias que signaron la vida y la obra de artistas de la talla de Rafael Sanzio, Mary Cassatt, Henri de Toulouse de Lautrec, Man Ray, Eduardo Sívori, Jean -Auguste-Dominique Ingres, Diego de Velázquez, Katsushiska Hokusai, Alberto Giacometti, Clio Newton, Andrew Wyeth, Yves Klein, Aleah Chapin, y Amedeo Modigliani, entre otros, y las musas o antimusas que los insipiraron. Cada una es un bello pasaje magistralmente escrito.
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