En la Quebrada de Huichaira, a cinco kilómetros de Tilcara y a 2.700 metros de altura, el fotógrafo Lucio Boschi creó un singular espacio, dedicado a la fotografía.
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Ya de vuelta, con el beneficio de la distancia, pienso en qué me impactó del Museo en los Cerros (MEC) para poder transmitirlo, y creo que es algo que va más allá de la fotografía, aunque se trate justamente de un museo de fotografía. Intentaré desmenuzar ese algo –una brizna, cierta emoción– que precede a la colección de imágenes y que consiguió retenerme desde que abrió, a las 10 de la mañana, hasta que cerró, a las 14. “Ya me estoy yendo”, dijo la guía con la llave en la mano.
Como indica su nombre, el museo está en los cerros, en la Quebrada de Huichaira, a cinco kilómetros de Tilcara y a 2.700 metros de altura. En la zona, a orillas del río Huichaira, se encontraron ruinas de habitaciones, murallas, sepulcros y restos de construcciones de los tilcaras que habitaron el lugar que hoy constituye un yacimiento arqueológico de estudio.
Desde lejos se distingue una edificación formada por varios módulos. El color tierra, tan similar al de los cerros, recuerda a los pueblos del desierto marroquí, que, igual que acá, se mimetizan con la aridez del entorno. Para llegar se atraviesa un jardín pequeño parecido a un oasis, que es la antítesis de la sequía de este territorio donde crecen cardones y churquis. Al pisar la primera sala me siento a salvo del sol bestial, y es gracias al arquitecto César Rodríguez Marquina. Circula una brisa suave y el techo de este módulo es el cielo que hoy, y la mayoría de los días en la quebrada, se ve azul.
Subo unos escalones, todavía sin techo, y pienso en el desafío de encarar y lograr una construcción en este lugar alejado. El MEC es un museo privado que comenzó hace 12 años con la idea, la fuerza y, me arriesgo a decir, la obstinación de Lucio Boschi, un fotógrafo de Buenos Aires que focalizó su trabajo en la quebrada, las comunidades y los paisajes andinos y, a través del museo, intenta retribuir algo de todo lo que le dio el norte argentino. Pensé que podría encontrarlo, pero cuando visité el MEC, él estaba exponiendo sus fotos en Alemania.
Para erigirlo se respetaron técnicas ancestrales –adobe, piedra y barro– y se aprovecharon los beneficios de la tecnología, por eso la estructura es de hormigón armado, que aporta solidez. En el techo usaron rollitos de eucaliptus y sobre esa base colocaron un entramado de caña hueca tejida con tientos. Esa cobertura crea una trama de luces y sombras que se proyecta en las paredes como una filigrana gruesa. Cuando aparecieron algunos visitantes más, la guía nos reunió para explicar que la colección permanente está distribuida en tres salas. Las 36 obras son donaciones de fotógrafos argentinos, entre otros, Adriana Lestido, Juan Travnik, Alessandra Sanguinetti, Facundo de Zuviría, Julieta Escardó, Alejandro Chaskielberg, Guadalupe Miles, y Marcos López. La curaduría la hizo el investigador y profesor especializado en arte contemporáneo Rodrigo Alonso. Las fotos no tienen epígrafe ni código QR, en parte porque la conexión a internet es limitada y, también, porque están haciendo un experimento visual para ver de qué forma se puede involucrar el visitante con la muestra sin tener la información servida.
Permanezco en la sala, que tiene la puerta abierta y entra el sol como un bloque de luz impetuoso. Aprovecho el banco largo de madera para reflexionar sobre las imágenes en blanco y negro que tengo enfrente. La sensibilidad de la película y de la mirada.
Los turistas entran y salen de las salas, y le dan vida al museo. Me asomo a la biblioteca con sillones cómodos y libros de fotografía. Las puertas están abiertas y corre un aire fresco. Cruzo un patio y paso a otra sala, dedicada a fotógrafos jujeños jóvenes que exploran la belleza y la crudeza del territorio, la identidad. El adentro y el afuera de la construcción están íntimamente relacionados: se encuentran y se repelen en habitaciones aireadas y patios al rayo del mediodía.
“El museo tiene dos partes, cuando terminen la primera me buscan en la tienda”, había dicho la guía. La segunda parte está formada por dos salas. Cruzo otro patio cubierto por cañas superpuestas donde una fotógrafa y un coleccionista, cuadriculados por las sombras, toman un café negro. El piso es de ripio calcáreo traído de Volcán; si fuera de tierra se volaría constantemente, se nos metería en los ojos. Alcanzo a ver un sector de viñedos jóvenes y me cuentan que es un proyecto nuevo de Boschi. Se sumará quizás a la tendencia creciente de los vinos de la Quebrada de Humahuaca, de taninos poderosos, partidas pequeñas y precios altos.
Esta sala es un tributo al músico y compositor de culto Ricardo Vilca, muy querido en la quebrada y fallecido tempranamente a los cincuentipocos años. Al asomarme veo varios almohadones en el piso; a cada uno le corresponde un par de auriculares que se descuelgan del techo. “Pueden escuchar las últimas melodías de Ricardo Vilca, que era amigo y compadre de Lucio. Cada auricular tiene una distinta”, dice la guía antes de volver a la tienda.
Me descalzo, dejo los zapatos en una esquina, tomo asiento sobre un almohadón y me coloco los auriculares para escuchar al maestro. Cierro los ojos y la música viajera, llena del murmullo de los ríos y el ánimo del viento, entra en el cuerpo y en el corazón.
Cuando abro los ojos, la mirada se va por la ventana hacia el molle que despunta los granos rosados de falsa pimienta. En este tramo del museo, las imágenes circulan por paisajes interiores. Antes de salir, tomo una hoja con un comentario de Vilca que habla de las vueltas de la vida, que pasa épocas suaves y fuertes, de las cosas simples, de compartir. “La vida es una oportunidad que uno tiene de hacer algo bueno”, concluye.
Para llegar a la última sala, camino unos 200 metros por el campo inflamado de calor. La Sala del Silencio, la última, expone una paleta cromática de varias tonalidades a partir de amaneceres en el Ganges. Es obra del fotógrafo Sebastián Szyd, que ha viajado muchas veces a la India. El espacio se percibe sereno y fresco, y hay un banco para descansar frente a una escala de colores que parece contener la luz y la sombra a la vez; una suma de combinaciones para describir la maravilla de la aurora. Es temporaria, pero ya lleva un año y dicen que se quedará, anclada al silencio de los cerros.
- Martes a domingo, de 10 a 14. www.museoenloscerros.com.ar