Los quesos de Gustavo Schiavi recibieron el premio a los mejores en la última edición de Mappa. Sin embargo, este abogado devenido en productor insiste en que lo que más le gusta de los quesos es hacerlos, y que cuando los vende, siente dolor, como si se le fuera un hijo.
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Cualquier parecido es pura casualidad. Su cava subterránea tiene algo del camión de Breaking Bad: es el lugar donde ocurre la alquimia. Sólo que en el caso de Gustavo Schiavi, a diferencia de Walter White, su producto es legal. Muy legal. Primero, porque se trata de quesos. Y segundo, porque él es abogado.
“En Lincoln, donde nací, me decían ratón porque le robaba los quesos a mi abuela. Aprendí a hacerlos cuando era muy chico con mi viejo y mi tío que tenían vacas. Toda la vida fui un turófilo. Después, el campo se vino a pique y yo hice mi vida estudiando derecho en Buenos Aires. Siguiendo a una novia de esa época terminé en Mendoza ejerciendo y hasta puse mi estudio de abogados. Pero algo no andaba bien, el derecho nunca fue mi pasión”, reconoce. Un día, Eli –su pareja actual con la que tienen dos hijas y viven en Lunlunta–, que también es abogada, le acercó una receta de un queso cremoso. “Gracias a ella, que me insistió en que la hiciera, algo se prendió en mí y no pude parar, después de ese queso vinieron todos los demás”.
Así nació La Linqueñita y terminó una etapa de 26 años de abogado civil. Y lo que comenzó como un simple hobbie, se convirtió rápidamente en un éxito y en el entusiasmo diario que lo hace acostarse pensando en quesos y levantarse a las cinco de la mañana en busca de la leche para sus piezas.
Éxito meteórico
Para Schiavi el queso no es solo una comida. Se trata de un arte tan importante como la de hacer buenos vinos o buenos cuadros. La paciencia, el entrenamiento del ojo, la creatividad, todo eso hace que un queso sea único. Hay que crearlos en una combinación perfecta de buena leche, fermentos y bacterias que luego atraviesan la difícil prueba de la guarda. Sus sabores no se asemejan en nada a los que se compran en un supermercado, porque ya desde las variedades y el tratamiento artesanal en el tambo, las bacterias y el afinado del producto, requieren un detalle minucioso que repercute en un resultado imposible de elaborar en serie. Son quesos que no fueron estandarizados de ninguna manera, cada pieza que hace Gustavo es única y diferente a las demás, si bien consigue tener los estilos clásicos (gruyere, gorgonzola, caciocavallo, pepato, cheddar, stilton, entre muchos otros), él mismo hace hincapié en que todo queso tiene una trayectoria que no puede replicarse en otro.
Europa tiene sobrados ejemplos de este tipo de productores celosos de sus recetas y de a quién le venden su producto; pero Mendoza, que tan solo tenía unos pocos productores de queso de cabra, de golpe vio crecer a este profesional que produce especialmente para amigos y allegados por fuera de toda lógica de negocios y que, sin embargo, no pudo detener el tsunami de pedidos provocado por el boca a boca de las personas que probaron sus productos.
“A mí lo que más me gusta es hacer los quesos, estar en el proceso, curarlos. Yo tengo la función de elaborar y afinar. En Europa el afinador es un profesional, alguien muy respetado en el ambiente. Hay personas muy famosas allá por esa profesión. Amo ver cómo el queso se va transformando a través de los días. Curarlos es la parte más linda, me mata la ansiedad, voy como un tonto a ver todos los días cómo van cambiando. Después es gratificante verle la cara a alguien que come un queso que pensé y elaboré con tanto cuidado y comprobar que le gusta. Cuando te dicen que está rico ya no necesitas ir al psicólogo”.
Un modo de vida
Gustavo no tiene aspecto de abogado, ni de maestro quesero. Ama que la gente le toque el timbre (aunque no le da su dirección a cualquiera) y llegue con ganas de charlar porque es un estudioso y un obsesivo del tema. Tiene una biblioteca entera, y además está cursando de forma virtual la diplomatura en Fromagelier, un diplomado especializado en quesos que lleva adelante la Universidad de Entre Ríos y que tiene a la reconocida Betty Coste como docente, entre otros maestros del rubro.
Su motivación, sin embargo, no es común. Es consciente de que podría hacer crecer la escala de su negocio, pero se niega para no renegar con los clásicos laberintos del mercado. “Aunque pueda, mi idea no es industrializarme, o instalar una quesería grande, porque después la arruinás, empezás a perder el juego y terminás estresado porque el contador, los empleados o las ventas. A mí lo que me gusta es hacer quesos, si quisiera ganar dinero me habría quedado con la profesión de abogado que me dio todo. Pero a mis 50 años encontrar lo que me gusta hacer me devolvió las ganas de vivir. Mi idea para el futuro es agrandar un poco la sala de elaboración, hoy uso un tacho de 100 litros. También quiero poner una cocina pequeña y una cámara al lado de la cava. Y después poner una cabañita para los amigos, atender en el fondo con algunas mesitas, muy bajo perfil, como es ahora, para conocidos que llegan de boca en boca”.
En efecto, no cualquier entra en el universo de Schiavi. A él le gusta tener la trazabilidad de todos sus productos. Saca sus quesos de la cava como quien despierta a un hijo de la cuna, los trae a la mesa, los abre, los degusta, los da a probar. Para ser recibido, es preciso entablar una relación, entender de dónde vienen. “Se trata casi de una adopción responsable”, bromean algunos.
La cueva
La cava es conocida como “la cueva”. Está en el fondo del patio, hundida en la tierra. Allí maduran los quesos como en una incubadora de bebés. Gustavo trabaja a cada uno con una bacteria en especial y así se van generando los estilos. Inconformista y curioso, los llama quesos “de autor”.
Entre sus preferidos está el Stilton y los azules como el gorgonzola, y disfruta mucho las creaciones como el “Madame Curtuá” o el “Caciocavallo en vasija de barro”, creados especialmente con la reconocida cocinera Patricia Courtois del restaurante Cinco Suelos de la bodega Durigutti. También sus quesos están en Fogón y Zonda de Lagarde, en los restaurantes de Susana Balbo, en Achaval Ferrer, en los restaurantes de Alejandro Vigil y Catena Zapata, entre otros que ya lo han descubierto. El futuro es impredecible, la potencia de lo que hace es grande, pero sabe bien que la cuestión es no delegar. “Los quesos los hago yo, si no no hay quesos”. Gustavo se emociona al contar que le hubiera gustado que su papá los probara, y cuenta que hoy le enseña a su tío y sueña con volver alguna vez a Lincoln.
“Yo tengo mucho amor por la querencia. Volvería a mi pueblo porque me encanta, pero acá estamos muy bien y en Mendoza hay mucha movida. Parece que fuera un charlatán que te vende quesos, pero a la gente le gusta venir, hablar, saber por qué un queso tiene un sabor y con qué combinarlo, eso es lo lindo. Eli me reta porque dice que me la paso hablando. ¿Cuál es la diferencia con el almacén de la esquina? Que vos a ese almacén le comprás un pedacito de mantecoso para la pizza y ya que estas te llevás un poco para la picada. En cambio acá te llevás todos los quesos que vas viendo, porque el almacenero no se te va a poner a explicar de qué se trata. Yo amo justamente hacer eso, cada uno de mis quesos es como un hijo para mí, y me duele cuando se van”.
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