Desde su infancia hasta el descubrimiento de su vocación artística, su encuentro fortuito con un reconocido artista argentino y los desafíos que enfrentó en el camino este artista que desde Sierra de los Padres realiza muestras en distintas partes del mundo.
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Felipe Giménez se mueve con soltura en su atelier de Sierra de los Padres. Suena música funk de los años 60 y el ritmo se esparce armónicamente entre cientos de cuadros y cuadritos desparramados en cada rincón. Sobre dos largos tablones se despliega un auténtico desorden creativo y desde el techo cuelgan esculturas hechas con alambre. El sol que entra por uno de los ventanales atempera el ambiente, ayudado por una estufa rusa. Felipe habla, siempre, sin perder la sonrisa y es capaz de lanzar reflexiones profundas sin adquirir, nunca, una mueca de severidad. Y eso que la vida lo ha zamarreado: de un niño frágil e introspectivo que encontró en la pintura un refugio, el encuentro fortuito con un consagrado artista argentino, su trabajo como psicólogo, el asesinato de su padre y su transformación final en un artista expresivo que vende cuadros en todo el mundo.
La decisión de volcarse totalmente a su costado artístico estuvo precedida de una historia fascinante y trágica. Marplatense de pura cepa, Felipe recuerda el pasaje del jardín de infantes a la primaria como un proceso tortuoso, matizado por el temprano descubrimiento de la pintura como un elemento de “sanación y rescate”.
“Y así se mantuvo siempre, como una zona amable, aunque no como algo artístico, sino como un canal de expresión”, explica. Y aclara que esos dibujos estaban lejos de buscar una pretensión estética. “Nadie me pedía que le dibujara nada”, ríe. “Era art brut, netamente expresivo, no buscaba generar un efecto en el otro, ni seducirlo, sino evacuar”, completa.
La llegada de los primeros referentes
Así arribó a la adolescencia, con ese arte escondido en sus oscuridades y sin referencia alguna. Hasta que un amigo suyo regresó de un viaje a Barcelona con una remera que contenía un dibujo de Joan Miró. El deslumbramiento fue inmediato y se dijo a sí mismo: “Yo quiero hacer eso”. De alguna forma, comprendió que aquellos clásicos de la pintura –perfectos, impolutos- que enseñaban en la escuela, no eran la única forma de hacer arte. “Fue una sensación muy punk... de ahí pasé a Picasso, Modigliani, Giacometti, Kandinsky; y también me empecé a interiorizar en sus vidas, me encantaban. Idealizaba esa vida sin horarios, las playas, los viajes. Todo eso te hace meterte en una”, dice.
Felipe buscaba imágenes en revistas y libros de estos artistas y trataba de imitarlos, aunque su otra mitad del cerebro le marcaba la cancha y le repetía, una y otra vez, que era imposible vivir del arte. Hasta que sucedió un hecho que él califica como “absolutamente increíble e impensado”. De repente, en Mar del Plata apareció el reconocido pintor Alberto Bruzzone, que había elegido esta ciudad para pasar sus últimos años de vida. “Fue un meteorito que cayó para cambiarme la vida”, dice.
El encuentro con un consagrado artista argentino
Felipe ya estaba cursando la carrera de Psicología y, en ese momento, estaba enganchado con las terapias corporales. Por esas cosas de la vida que adquieren significado mucho tiempo después, llegó al taller de Bruzzone de una manera completamente ridícula. El pintor se había quebrado un brazo y su esposa estaba desesperada, buscando a alguien que lo estimulara para hacer una rehabilitación.
De repente, Felipe estaba sentado en el taller de un artista que había conocido a Pablo Neruda, Álvaro Yunque, Raúl González Tuñón, Lino Enea Spilimbergo y a toda la elite de la cultura argentina de los 40 y 50. “Él no quería saber nada con que lo tocara... imaginate, era del palo del arrabal. En vez de masajes, me propuso que durante esa hora tomáramos un té”, recuerda. Y agrega: “Yo no podía creer lo que estaba viviendo, estaba flasheado. Estaba sentado con un tipo de la cultura, con una vida increíble y un montón de anécdotas”.
Entonces Felipe tuvo una idea que, sin saberlo, cambiaría para siempre el destino de su vida. Le propuso hacer un intercambio de sesiones por clases de pintura. Y desde ese momento, fue discípulo de Bruzzone: “Teníamos una relación excepcional, pero cuando pasé a ser su alumno, apareció otro personaje severo, de la vieja escuela: el arte no es joda, es buscar la verdad. Me puso a prueba”.
De la psicología al arte: la transformación de Felipe Giménez
Felipe dice que todavía no sabe qué vio Bruzzone en él. No tenía técnica y se consideraba “malísimo” pintando. Pero el maestro apostó. Algo vio, a pesar de que no le gustaba nada su otra vida, la de estudiante de psicología. “Para él hacer ambas cosas era incompatible”, dice. Tanto era así que el día en que se recibió, no pudo contener su alegría y soltó en la clase: “Bruzzone, hoy me recibí de psicólogo”. El pintor no acusó recibo, lo ignoró. Y sin mediar palabra, les dio a sus alumnos un ejercicio para descular cómo estaban compuestos tres blancos distintos.
Felipe consiguió resolverlo. “Hoy Felipe, usted se recibió de pintor”, le dijo Bruzzone, quitándole toda relevancia a su título como psicoanalista. Sintió que tocaba el cielo con las manos. “No sabés lo que me ayudó esa frase... Fue un espaldarazo enorme haber tenido un maestro que me haya aprobado. Me puso en un lugar en el que no busco otro tipo de aprobación: Bruzzone me dijo que ya soy pintor”, explica. Y aprovecha para recuperar la idea de los “rituales de iniciación” y de los maestros: “Aunque estén fuera de moda, aunque haya cada vez menos, los maestros siguen siendo necesarios”.
A pesar de este torbellino de creatividad y reafirmación, él todavía seguía pensando que no se podía vivir del arte. Básicamente porque en Mar del Plata no había una sola persona que viviera de la pintura. “Además, fue una etapa de fascinación con el psicoanálisis”, revela. La psicología le brindó un “lugar en el mundo” desde donde ayudar al prójimo, de escucha y de entendimiento. La pintura ocupó entonces un lugar al margen, siempre catártico. “Al monstruo que todo tenemos adentro lo entretuve con cuadros bien salvajes, pintados con óleos”, cuenta. De día era un tipo medido, silencioso, preguntaba, escuchaba e intervenía con cuidado. De noche, le daba con todo a la pintura.
Sin embargo, en un momento comenzó a saturarse con la psicología. Tenía muchos pacientes, también trabajaba con instituciones y daba cursos de formación. En paralelo, su expresividad artística seguía expandiéndose y crecía, desde adentro, una tensión irresuelta. “Ahora quiero pintar todo el día”, pensaba.
La tragedia como motor
Entonces llegó el 2001. Felipe ya vivía en Sierras del Padres, adonde se había mudado junto a compañera, Claudia, y sus dos hijos. Una decisión que había surgido de la necesidad de estar más aislado, menos en la ciudad y vivir en la naturaleza. Primero llegó la crisis económica y creyó que iba a quedarse sin pacientes. Pero fue al revés: los pacientes hacían lo imposible por pagar, no querían dejar de atenderse. Pero entonces sucedió un hecho “muy jodido”, de esos que frenan en seco todo alrededor. En un asalto, asesinaron a su padre, que también se llamaba Felipe Giménez. “Mi viejo era agrónomo, talabartero, un amigazo, muy compañero... fue un hecho increíble”, rememora.
Felipe padre vivía en un campo, cerca de Sierra de los Padres. Los delincuentes lo interceptaron entrando a la casa y lo mataron a golpes. Fue un hecho muy traumático. “Se me cayó toda la estantería, entré en un túnel... entonces dije, basta, arranco con la pintura”, cuenta. La tragedia convertida en un motor existencial, casi urgente, imparable.
El reconocimiento internacional y el éxito en Europa
Justo antes de este episodio, Felipe había mandado una carpeta con sus trabajos al Centro Cultural Recoleta. En medio de todo ese caos, le llegó la noticia de que lo habían aceptado. Entonces sucedió algo bien de película, como si se confirmara eso de que la vida te quita y después te da. Así lo cuenta: “Al Recoleta llegaron unos suizos a los que les gustó mi obra y me invitaron a hacer una muestra en Lugano, Suiza. Y un francés me compró otra obra, y resulta que era el director del Museo de Arte Digital de París, que lo estaban por inaugurar”. Cuando concluyó la muestra en Buenos Aires, ya tenía la invitación para ir a Suiza y otra posibilidad de ir a Barcelona. Mientras tanto, el país se prendía fuego. “Así que hablé con Claudia, para ver si estaban las condiciones para irme para Europa... ¿y por qué no?”.
Luego de la mágica gira europea, Felipe regresó al país extasiado, aunque prácticamente seguro de que el sueño había terminado. Que iba a tener que volver a trabajar como psicólogo, que aquello de vivir del arte había sido un aliciente ante semejante sacudón de la vida. Pero algo estaba creciendo por fuera. Su éxito en Europa había despertado el interés de otras galerías en Buenos Aires. Sus obras se empezaron a vender. El público conectó con su arte. “Dije, bueno, me tomo un año sabático y vemos... siempre puedo volver al consultorio”, dice. Más de 20 años después, el año sabático sigue en curso.
Desde ese momento, nunca dejó de ir a Lugano, hace 21 años que trabaja con la misma galería. Desde Sierra de los Padres pudo hacer muestras en Nueva York, Washington, Colombia, Sao Paulo, Porto Alegre, Hamburgo. “De repente comenzaron a aparecer historias en mis pinturas, historias de relaciones humanas, un nexo muy claro con la psicología: mi pintura es una narrativa de los vínculos, con algo que pasa entre personas”, explica.
La importancia de la expresión personal en la era digital
Y el último descubrimiento fueron las redes sociales. Poder tener su propio medio de comunicación fue toda una revelación, no sólo para exponer cuestiones comerciales, sino su mirada del mundo. “Como artista, es muy lindo compartir el brote y eso es algo que antes no se hacía... no todo es negocio, está bueno ponerle un punto al profesionalismo remunerado, ponerle un límite a la especulación en la que todos hacemos algo sólo si nos conviene económicamente”, reflexiona.
Felipe no puede ocultar el deslumbramiento que le produce hacer un recorrido por su propia vida. Como si todo esto, su taller, su estancia en Sierra de los Padres, su llegada a un público que conforma una comunidad fiel alrededor de sus redes sociales, su galería en Mar del Plata, y el arte casi urgente que brota de sus manos, todavía surgiera de los sueños de aquel pequeño que encontró en la pintura un refugio para su expresividad.
“Yo le recomiendo mucho a la gente que pinte, pero no para llegar a una galería, sino para recuperar un medio de expresión: agarrá unas acuarelas, unos crayones, a ver qué sale”, interpela. “Y más que nada hoy, en una era dominada por los algoritmos, es imperioso volver a encontrarnos a nosotros mismos para no alienarnos en lo mismo: todo el día mirando reels, la vida de los otros. Hay que mirar un poco hacia adentro”.
Datos Útiles
Para visitar la galería de Felipe en Mar del Plata, hay que concertar una cita previa con Agustina, su colaboradora, vía WhatsApp al (2236) 56-5330. La galería está ubicada en La Rioja 2065.
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