Después de estudiar y trabajar por tres años en Sudáfrica, Zimbabwe y Kenia, Diana Friedrich volvió a la Argentina para instalarse en Camarones, Chubut, desde donde lidera una cruzada para crear un área marina protegida sin precedentes en nuestro país.
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Cuando tenía 25 años, Diana Friedrich subió al altillo de su casa familiar a buscar unas cajas que, a pedido de su mamá, tenía que revisar porque había “bastantes cosas para tirar”. Así fue que Diana dió con un tesoro olvidado de su infancia: una colección de caracoles que, junto a sus cuatro hermanos, habían ido recolectando a lo largo de los años en sus singulares vacaciones por el sur de la Argentina.
Los Friedrich eran una familia poco clásica de San Isidro. Los hijos de Pedro y Betina, por ejemplo, no tenían idea de qué era Disney: en su casa no había televisión. En cambio, pasaban tardes infinitas en el enorme jardín de su hogar, que era como un auténtico parque de diversiones, con sogas atadas a las ramas de los árboles para usar como lianas, peldaños en las paredes para escalar y todo tipo de circuitos construidos con maderas, caños y telas.
Tampoco vivieron jamás las típicas vacaciones de verano en la playa. Es que, cada diciembre, la familia emprendía una aventura nueva a bordo de una Defender blanca. “Nos íbamos dos meses a acampar a la Patagonia y eran viajes de mucha naturaleza, casi salvajes. Una vez, papá construyó él mismo una canoa para navegar el Nahuel Huapi, ¡una locura!”, recuerda Diana.
En esas travesías, bajaban desde Buenos Aires y recorrían la Patagonia atlántica hasta que eventualmente cruzaban el país de este a oeste, llegaban a los Andes y retomaban hacia el norte por la Ruta 40. Y solían pasar por Camarones, una localidad al lado del mar a 200 kilómetros de Trelew con menos de 3.000 habitantes que quedó aislada cuando, en los 80, se inauguró una nueva ruta asfaltada pero a 70 kilómetros de distancia del pueblo. Para los Friedrich, se trataba de una parada ineludible en una región en donde la estepa desértica confluye con el mar austral, creando playas de canto rodado pero también otras de arena blanca y fina, así como bahías y caletas, acantilados y cañadones, arroyos serpenteantes y bosques petrificados. Y fue el lugar elegido por Diana para una misión especial.
“Cuando éramos chicos, nos encantaba buscar caracoles en la arena, pero mi papá nos prohibía llevarnos nada a casa porque decía que eran cosas que tenían que quedar en su lugar. Igual, nosotros contrabandeábamos kilos y kilos de caracoles. Entonces, cuando muchos años después me puse a revisar el altillo y me encontré con esa colección olvidada, supe que no podía terminar en la basura y le pedí a mis papás que me llevaran a Camarones porque tenía que hacer algo muy importante”.
El 31 de diciembre de 2017, en la playa de Camarones, los Friedrich hicieron una “ceremonia de liberación” de todos esos caracoles. Pero Diana nunca se imaginó que, en enero de 2019, regresaría al pueblo para quedarse, esta vez, sin fecha de vencimiento: se enamoró del Atlántico sur y, desde entonces, dedica su vida a conservarlo. “Lo primero que hice cuando volví fue ir a esa misma playa: me senté a tomar mate, a mirar el mar, ¡y me sentí tan agradecida! Era como que el destino me había traído una vez más”.
Con menos del 10% del mar argentino bajo protección y el 90% de las áreas pesqueras del mundo sobreexplotadas, defender el océano nunca fue tan importante, y el Atlántico sur, por su espectacular biodiversidad y su cercanía con la Antártida, es un bastión clave. Además, los océanos actúan como un sumidero natural de dióxido de carbono (CO2): absorben aproximadamente un tercio del CO2 emitido anualmente por actividades humanas. De ahí que su protección sea crucial para hacer frente al calentamiento global.
Diana coordina un proyecto de Fundación Rewilding Argentina que se propone crear un nuevo destino de turismo de naturaleza: Patagonia Azul, a lo largo de una ruta de 450 escénicos kilómetros, entre Comodoro Rivadavia y Rawson. En paralelo, impulsa la creación de un área marina protegida que no solo frenaría a la destrucción que sufre el mar por culpa de, en primer lugar, la pesca de arrastre (seguida de la contaminación plástica y la invasión de especies exóticas) sino que, además, brindaría más y mejores oportunidades de desarrollo para la gente local. La iniciativa se alinea con la “meta 30x30″, uno de los pactos globales más relevantes en pos de preservar la biodiversidad y revertir la crisis climática; más de cien países se comprometieron a proteger el 30% de sus áreas terrestres y marinas para 2030.
A los 33 años, Diana es una referente argentina indiscutida del movimiento de jóvenes naturalistas y ambientalistas que, alrededor del globo, están dedicando su vida entera a una causa más grande que ellos mismos: salvar el planeta a partir de que la humanidad restablezca una relación más armoniosa y equilibrada con la naturaleza que lo sustenta todo.
-¿Cómo encontraste tu vocación?
-De chica, no sabía muy bien qué quería hacer cuando fuese grande, pero tenía algunos sueños: ser activista de Greenpeace, ser escritora, viajar por el mundo. Pero no había dónde aprender a hacer todo eso junto. Después, me encontré con la carrera de Ciencias Ambientales de la UBA y cursé tres años mientras que, en paralelo, era voluntaria de Greenpeace y Aves Argentinas. En 2012, me fui con mi familia a vivir una temporada a Iberá y ahí conocí a Douglas y Kris Tompkins y a Sofía Heinonen, de Rewilding. Yo era muy chiquitita, pero me incluían en todas las reuniones, y me encantaba ir a la biblioteca de Doug en donde podía leer todos sus libros revolucionarios. Así me di cuenta de que no podía seguir estudiando Ciencias Ambientales, donde todos los profesores eran agrónomos y enseñaban todo lo que estos libros decían que estaba mal. Me frustré tanto que Sofía me dijo: “Bueno, andate a Sudáfrica, ahí tienen otra cabeza y te van a enseñar”. Al año siguiente, empecé a estudiar allá Conservación de Naturaleza. Me explotó el cerebro: por fin supe lo que quería.
-¿Qué te aportó esa experiencia?
-La carrera está muy enfocada en Sudáfrica, pero como en realidad el país está muy cerca de Argentina (hace millones de años, eran tierras literalmente pegadas), se me prendió una lamparita: ¡qué interesante estudiar un país que no era el mío, para compararlo con Argentina! La carrera era muy práctica: íbamos al mar a estudiar las especies, al bosque para aprender todos los nombres científicos de árboles y plantas. El tercer año hice pasantías en Zimbabue y Kenia, donde viví en hogares rurales con gente muy humilde, que vivían del campo y de cazar animales. Me encontré con todo ese conflicto tan real allá entre el humano y una naturaleza salvaje que, literalmente, te quiere matar. O sea, si te cruzas un elefante es peligroso en serio y un león te quiere comer de verdad, no es como acá que un puma no te hace nada. Pensaba: “¡Mi país es un paraíso, si supieran los ganaderos y agricultores argentinos lo que es estar en África…!”.
-Y decidiste volver a Argentina
-Quería hacer algo por mi país. Cuando me ofrecieron venir a Camarones y arrancar de cero un proyecto, no lo dudé. Me habían dicho un montón de cosas del pueblo: que era difícil, cerrado, que la gente no tenía ganas de trabajar y que yo no iba a encajar. Los típicos prejuicios que sufre cualquier localidad chica. Pero yo estaba decidida a demostrar lo contrario. El primer año, me dediqué a explorar la zona: trackeaba todos los caminos, marcaba en el GPS los lugares que me gustaban y dónde pensaba que, a futuro, podíamos armar un camping (¡hoy tenemos tres campings, un glamping, un refugio y hasta un centro de interpretación!). Pero mi principal objetivo era conocer a la gente local.
-¿Con quiénes te encontraste en ese pueblito patagónico casi olvidado?
-La gente de Camarones sí quiere trabajar y conocí gente súper valiosa. Me hice muy buenos amigos y hasta armamos un grupo de personas con las que, en medio de la pandemia, logramos armar una huerta para ayudar a abastecer al pueblo en ese momento tan crítico, y que funciona hasta hoy. Pero es verdad que, a veces, es muy difícil avanzar con un proyecto como el de Rewilding. El cambio asusta. Cuando viene una pesquera a poner una planta, todo el mundo aplaude; en cambio, venimos nosotros a crear un destino turístico basado en naturaleza y no convence de la misma forma. Algo tan conocido para la gente como una planta pesquera industrial, que abre de un día para el otro y da 70 empleos, se acepta sin pensar. Pero algo como lo nuestro, que es como una revolución, cuesta mucho más, porque es más complejo y los resultados se ven a largo plazo.
-La pesca es, según los científicos, la principal amenaza del océano.
-La pesca industrial destruye el mar tanto como el desmonte destruye la tierra. Si seguimos así, nos vamos a quedar sin océano en menos de 20 años. En Argentina, desde hace medio siglo, el principal método de pesca es el arrastre, que destruye los fondos marinos. Ya colapsaron un montón de especies, se están desequilibrando los ecosistemas marinos y no hay vuelta atrás. Y algo más: cuando vivís en una comunidad costera, las actividades industriales te quitan autonomía. Si la industria pesquera decide descargar el pescado en tu puerto, tenés suerte y podés ganarte unos pesos. Si no, no. ¿Cómo puede la gente del lugar recuperar el poder sobre sus vidas? Hay un movimiento, la localización, que propone que los pueblos reaprendan lo que antes sabían hacer, como tejer, cocinar, cultivar su propia comida, para depender menos del resto del mundo. Es lo que queremos lograr acá. Por ejemplo, en nuestro glamping solo servimos el pescado que queremos que se pesque. Para eso, estamos educando al pescador: no le compramos langostinos, sino solamente los pescados que son los más sustentables, es decir, los que más rápido se reproducen y los que se pescan de costa. Al mismo tiempo, también educamos a los turistas, explicándoles cómo se pescan los langostinos y para que, con esa información, elijan no comerlos.
-Lo perdido parece inconmensurable…
-Lo que perdimos, primero, es nuestra conexión con la naturaleza y, por ende, con nosotros mismos. Tiene que haber lugares que sean 100% naturales, es hasta una necesidad espiritual. Hoy, no sabemos bien quiénes somos y por qué la naturaleza nos es esencial. Eso impacta sobre cómo nos organizamos y cómo dejamos que pasen cosas que no deberían suceder. Si nos reconectamos con la naturaleza, vamos a encontrar la fuerza para enfrentar esta crisis planetaria. Para mí, una de las cosas más grandes que estamos logrando es ir abriendo estos lugares para que las personas (no solo turistas sino también locales) puedan venir a ver lo maravillosos que son. Esta temporada estuvimos enfocados en traer al mayor número de gente posible, ofreciendo actividades para conectarse con el mar: clases de dibujo, encuentros de baile, snorkel, kayak, meditación, todo en la playa, con niños, con adultos, con jóvenes. Si queremos crear un área marina protegida, la comunidad local tiene que apoyar la idea y, después, convertirse en su principal “guardiana”.
-¿Qué chances hay de que Argentina llegue a cumplir la meta 30x30?
-Nuestro país necesita crear 200.000 kilómetros cuadrados de área protegida para llegar al 30%, así que el desafío es grande. Pero no es imposible.
-¿Qué te pasa cuando pensás en el futuro?
-Desde muy chica tuve miedo y hoy también. A veces, me frustro cuando me piden que tenga paciencia: nos enfrentamos a una situación extrema y yo soy joven, quiero promover una transformación necesaria, ¡déjenme avanzar! Pero me da muchísima alegría ver cómo, de a poco, la gente se contagia y tiene ganas de cambiar las cosas.
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