Se llama El Faro de Vigo y funciona en un club de residentes gallegos. Comenzó a funcionar en los 90, con los arroces y pescados como gran especialidad.
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De afuera no parece un restaurante. No da a la calle y en la pared de la casona apenas hay un cartel que lo anuncia. Así, a secas, sin demasiadas explicaciones: “El Faro de Vigo”. Arriba, más grande y visible, el nombre de la institución que lo alberga: Asociación Gallega Residentes de Vigo. Sin necesidad de tantos anuncios y basado en la vieja estrategia del marketing de boca en boca, el restaurante es un clásico de Almagro desde la década del 90.
La asociación, que reúne a los inmigrantes gallegos y sus familias, tiene 106 años de vida. El restaurante ocupa el lugar del viejo buffet del club, con una carta que tiene parte del ADN de la cocina española: jamón serrano, tortilla de papas, raxo gallego, pulpo, pescados y, principalmente, la estrella de la casa: las paellas.
Sirven de mariscos y pollo, de langostinos, de calamar y de garbanzos. Acá se hace ley el famoso lema que indica: “El que sabe comer, sabe esperar”. Las paellas se hacen en el momento y pueden demorar unos 40 minutos. Manuel Sánchez de la Rosa, inmigrante español, fue quien llevó adelante el restaurante por décadas junto a su mujer; ahora que supera los 90 años sólo va de visita y la administración está a cargo de su hija Rosario Sánchez y de su marido.
“Mis papás comenzaron con el restaurante en el 92, sin un historial en el mundo de la gastronomía. Él tenía una fábrica de cuero y mi mamá era contadora. Él andaluz y ella de familia italiana. Cuando llegaron al buffet de la asociación, había una cocinera que pasó muchos años en el Club Español. Con ella y con los detalles que iba agregando mi mamá, armaron la nueva propuesta; antes se servían principalmente minutas”, cuenta Rosario Sánchez, actual propietaria, que divide sus días entre el restaurante y su trabajo como abogada. Su esposo, descendiente de catalanes, también trabaja en el lugar, que tiene una capacidad para 50 cubiertos.
La historia de la paella que hace este restaurante es, de alguna forma, un botón de muestra de las corrientes migratorias en Argentina. Y de cómo los platos cambian cuando pasan las fronteras y se adaptan al gusto de los comensales. “Mi mamá, de familia italiana, hacía paellas. De hecho, papá decía: ‘La tana me conquistó con la comida’. Con el tiempo, fuimos adaptando la receta al paladar argentino. Por ejemplo, no la hacemos con conejo; antes teníamos en la carta una exclusivamente con esa carne, pero a mucha gente le impresiona. Tenemos una paella de langostinos, una de mariscos y una con pollo y mariscos. Hay muchos clientes que vienen y me dicen: ‘Fui a comer paella en España y no me gustó. Prefiero la de ustedes”, agrega.
El caldo, los condimentos, el punto del arroz y el uso del fuego son sólo algunos de los secretos de la paella. Muchos de los ingredientes se consiguen en Argentina y otros son traídos desde España. “Aunque una gran mayoría de los proveedores son locales, nosotros seguimos usando los condimentos de allá. Cuesta más conseguirlos y son más caros, pero los preferimos. Cuando alguien viaja, sabe que el mejor regalo que puede hacernos es condimento. El pulpo también es español. No nos gusta el pulpo chileno y el de la Patagonia es chiquito. Son productos caros que tenés que saber tratar”, apunta.
Sánchez nombra con frecuencia a los clientes y a los cocineros y mozos: Cristian, Tito y Oscar, que llevan años en el lugar. Dice que le gustaría una carta más “corta”, pero los clientes reclaman cuando saca algún plato y buscan “volver a lo tradicional”. Y que buena parte de los objetos que decoran el salón fueron donados por los habitués. El Faro de Vigo es una oda a la sencillez: manteles de hule, una colección de platos en la pared, un cuadro de la ciudad española con el mar de fondo y una pequeña -y curiosa- escultura de Napoleón. “No tiene mucho que ver con el lugar, pero fue también regalo de un cliente. A veces, mi papá lo pone mirando a la pared, como de penitencia”, se ríe Rosario.
El clima siempre es familiar, con grupo, matrimonios y amigos que tienen al lugar como una fija a lo largo de los años. “Vienen parejas a las que conocimos acá y luego llegan los hijos. El lugar es chico y se fue haciendo conocido de boca en boca. Cuando comenzamos, no existían las redes”, dice.
Rosario y su esposo hacen malabares para atender el restaurante, sus otros trabajos y la vida familiar. Cuando habla de lo que le gusta de El Faro de Vigo, se le pinta una sonrisa y sus palabras van mucho más allá de la gestión de un restaurante. “Acá hay algo de directa representación familiar. Yo siempre estuve muy involucrada con los centros y clubes españoles. Me gusta sentirlos cerca y escuchar cómo hablan, principalmente cuando vienen y se acuerdan de sus abuelos. A mí me encanta. Nosotros estamos acá para charlar y atender a la gente. Queremos asegurarnos de que estén contentos y cómodos. Y que entiendan que este es el comedor de una casa. Acá no se come por turnos. Podés quedarte todo el tiempo que quieras”.
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