En 2001, los Jascalevich se radicaron en San Javier para iniciar un proyecto de enoturismo que comprende una coqueta hostería y la bodega más antigua de la zona.
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Hace cien años, cuando el abuelo de Alejandro Jascalevich se instaló en el pueblo cordobés de San Javier, el lugar aún no tenía caminos y la naturaleza agreste de las sierras invadía cada rincón. Los Jascalevich se mudaron luego a Buenos Aires, pero el recuerdo de Traslasierra marcó para siempre a la familia, que ya lleva cinco generaciones relacionada con esta zona. El amor por esta tierra los trajo de vuelta a San Javier en 2001, donde Alejandro, su esposa Coca y su hijo Nicolás reciben a los viajeros en su emprendimiento de enoturismo que incluye la hostería Las Jarillas y la bodega El Noble, la más antigua de la zona.
“Mi abuelo era oriundo de Merlo, San Luis, era dentista y militante radical. El partido lo mandó hasta aquí en la década del ‘20, cuando había muy poco en la región, aquí nacieron mi mamá y mis tíos”, cuenta Alejandro Jascalevich, arquitecto, mientras conversamos en el cálido estar comedor con techo de jarilla, muebles rústicos y ventanales con una panorámica del valle, donde desayunan los huéspedes de la hostería.
Cien años en las sierras
En los años ‘20, cuando la familia Jascalevich se instaló en San Javier, el lugar no tenía luz eléctrica ni caminos que se abrieran entre la vegetación. Solo se habían construido algunas casas para los empleados jerárquicos de las empresas inglesas del ferrocarril, que por entonces llegaba hasta Villa Dolores. La familia vivió en la región hasta 1928, cuando decidieron instalarse en Buenos Aires. Pero la memoria de las sierras quedó grabada por generaciones: “Las amigas de la infancia de mi mamá tenían una hostería muy humilde a la que veníamos cada verano de vacaciones. Ese fue un puente para que siguiéramos viniendo todos los años”, cuenta Alejandro.
Su esposa Coca cuenta la misma historia, aunque desde otro ángulo: “Alejandro vino todos los veranos desde que era bebé hasta los 20 años, siempre con los mismos amigos. Salían a la hora de la siesta a hacer sus fechorías y hacían guitarreadas hasta la madrugada. Amaba este lugar porque pasó aquí su infancia y su adolescencia, pero cuando nos casamos, yo no era amante de las sierras, no tenía nada que ver con esto. Vivíamos en Don Torcuato y viajábamos a Brasil de vacaciones para hacer playa y programas acuáticos. La primera vez que vinimos aquí, nuestro hijo Nicolás se aburría y estaba con cara larga, me preguntaba todo el tiempo ¿qué hago yo aquí?”. Nicolás asiente y agrega entre risas: “Nosotros veníamos cada tanto cuando éramos chicos, pero no había nada. ¡Era un embole!”
¿Cómo convenció Alejandro a su familia para que se instalara en este rincón de las sierras? Hacia fines de los ‘90, y luego de décadas sin contacto con la región, le ofrecieron reformar un hotel de la zona como arquitecto. El trabajo hizo que Alejandro viajara cada semana a supervisar las obras, allí comenzó a germinar la idea de comprar un terreno y fue tratando de convencer a la familia, hasta que apareció la oportunidad en 2001: “En el terreno no había nada, era monte, se acababa el pueblo acá, pero tenía la panorámica hacia el valle. La idea era hacer una casa para venir de vacaciones, que es la casa de piedra en la que ahora está la hostería y luego agregamos este quincho, que al principio era descubierto”.
Un homenaje al rancho
Alejandro se inspiró en los ranchos de la región para construir la casa. Las jarillas que dan nombre al complejo son arbustos regionales que tienen diversos usos. De allí tomó las varillas que forman los techos, a los que sumó vigas de quebracho colorado, blanco y algarrobo, todas maderas de la región. El resto de los materiales, incluyendo el grueso adobe de las paredes, fueron reciclados de demoliciones de antiguos ranchos de la zona. Cada objeto cuenta una historia: las mesas de algarrobo hechas con maderas recuperadas, las patas tomadas de los carros que iban hasta Buenos Aires cargados de frutos secos, los marcos de las ventanas armados con antiguos postes de telégrafo. En un rincón se luce un hermoso cristalero de roble reciclado que perteneció a la mamá de Coca.
“Después de haber estado tantos años acá, más que ver y reproducir lo que hay no se puede -explica Alejandro-. Los ranchos de la zona son sencillos y nosotros respetamos ese estilo para no agredir a la naturaleza, usamos adobe para las paredes, jarilla para los techos, así se fue dando la forma y este aspecto telúrico. Una vez alguien me dijo: esto es un homenaje al rancho, pero inmenso”, cuenta entre risas. Nicolás agrega: “Si mirás desde lo alto no se ve, está tan integrado con el paisaje que te cuesta ubicar la construcción”.
La casona que construyeron como vivienda hoy se convirtió en una cálida hostería con siete habitaciones, ventanales sobre el jardín, pisos de madera, adornos, tejidos regionales y una galería con reposeras hechas con madera de las barricas. A las habitaciones de la casona se agregaron departamentos tipo apart en antiguas caballerizas con decks de madera que balconean sobre el valle, igual que la piscina, que parece suspendida sobre el paisaje.
El complejo se completa con la bodega construida en 2010 a pocos metros de la hostería, sobre el amplio jardín en el que se huelen las plantas aromáticas y se escuchan pájaros con decenas de cantos diferentes.
Regreso a los orígenes
La historia de Nicolás, el adolescente que se aburría en las sierras, también quedó ligada a este paisaje. A comienzos del 2000, mientras su padre construía la casa, se recibió de Licenciado en Alimentos y fue a trabajar a Italia y a Francia, mecas del enoturismo, donde los productores reciben a los viajeros en pequeños emprendimientos familiares. Con aquella experiencia regresó a la Argentina: “Empecé a probar lo que había aprendido en Francia, no la producción vitivinícola en grandes volúmenes como en Mendoza, sino algo más chico y local, donde hay pequeños productores con alojamiento y bodega en los que la familia trabaja y hace de todo”.
Traslasierra tenía una antigua tradición vitivinícola que se había perdido. Las excelentes condiciones del suelo y el clima hicieron que entre 1870 y 1990 se explotaran en la región más de 500 hectáreas de viñedos que quedaron abandonadas cuando se cerró el ferrocarril que llegaba hasta Villa Dolores. Nicolás conocía muy bien esa historia: “Esta era una zona de producción de viñedos y de olivos. Los olivos todavía quedan porque es una planta que no muere cuando se abandona, pero los viñedos murieron todos, de las 500 hectáreas hoy solo quedan 15.”
En 2002, a su regreso de Francia, Nicolás decidió retomar aquella antigua tradición vitivinícola y comenzar a plantar distintas cepas que dieron el primer vino en 2008. “Hacíamos el vino en el sótano de la casa –recuerda- hicimos tres cosechas chicas de 1000 botellas mientras comenzábamos a armar la hostería. Remontar la vitivinicultura acá costó, comenzamos con la hostería porque no era una zona enoturística, ahora la provincia empezó a promocionar el Camino del Vino, pero es un proceso largo y que lleva tiempo. Nosotros fuimos los primeros que retomamos la actividad en la región después de años de abandono, nuestra marca El Noble lleva ya un proceso de veinte años y quince embotelladas, que para Córdoba es un montón, pero todavía falta muchísimo trabajo. "
Nicolás cuenta que ya tienen dos hectáreas de cultivos orgánicos y lleva a recorrer la bodega, donde caminamos entre los tanques, las barricas, la cava y la sala de exhibición. La bodega produce 18 mil botellas por año de Malbec, Merlot, Syrah y Cabernet, que recibieron múltiples premios. Tiene una línea de vinos jóvenes que se guardan seis meses en tanques de acero inoxidable para luego ser embotellados; también produce vinos reserva que pasan por barricas de roble durante un año, y gran reserva, que pasan dos años en barrica.
El adolescente que renegaba de la tranquilidad de las sierras ahora es un adulto que transmite con entusiasmo las ventajas de la vida en San Javier: “El pueblo vive del turismo y vino a vivir mucha gente de entre 30 y 45 años con sus hijos, cambiaron las escuelas, hay muchas actividades y es muy divertido para los chicos. Aquí crecen libres, está todo abierto, sin rejas, van y vienen en bicicleta y eso tiene un valor enorme. Faltan algunas cosas, porque el lugar perfecto no existe: la salud es floja, pero estás a dos horas de Córdoba. La ciudad es un loquero y la diferencia en la forma de vida es abismal, aquí podés vivir tranquilo. "
Mientras salimos de la bodega notamos entre el brillo de los enormes tanques de acero varios dibujos hechos con marcador: “Micaela es una artista”, dice una de las inscripciones que dejó la pequeña hija de Nicolás. Entre dibujos y palabras queda la impronta indeleble de la quinta generación de una familia que lleva más de cien años enamorada de las sierras.
Las Jarillas Hosteria & Bodega Calle pública s/n, San Javier . T: (011) 3368-2445. nfo@hosterialasjarillas.com.ar IG: @hosterialasjarillas
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