Con su hijo Ulises y la pequeña Renata, de apenas un año, comparten con otros viajeros su apasionante vida de mar mientras navegan la costa de Brasil.
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Sabíamos que otros hospedaban a bordo, pero nunca pensamos en hacerlo nosotros. Creíamos que no se podía, no con nuestro barco, no con un bebé. Habían pasado sólo cinco meses desde que dejamos Buenos Aires atrás para embarcarnos en una aventura que no sabíamos a dónde nos iba a llevar ni por cuánto tiempo. “Para bien o para mal, vamos a pasar por lo menos un año en el barco”, nos prometimos con Juan. Habíamos apostado demasiadas fichas como para abandonar el sueño antes de ese plazo: trabajos que nos daban cierto orgullo y en los que podríamos haber hecho carrera; un departamento con vista al cielo cerca del río en Capital Federal; un auto; una vacante en un buen jardín para Ulises.
En esos primeros cinco meses avanzamos a vela, a un promedio de cuatro nudos (ocho kilómetros por hora), desde Florianópolis hasta Angra dos Reis. La anticarrera: hacíamos pan y queso parando en cada bahía que se nos antojaba, aprendiendo a vivir de una forma nueva.
Flotábamos, juntábamos agua de lluvia y lavábamos la ropa en cascadas, pescábamos con caña y con arpón, no teníamos horarios ni jefes, pero intentábamos una rutina; navegábamos de día y navegábamos de noche, hablábamos por radio con barcos vecinos, estábamos juntos las 24 horas de todos los días, en nuestro pequeño velero de 28 pies.
EL MOMENTO PERFECTO
“Si esta gente del Caribe supiera lo que ustedes hicieron con el Tangaroa”, me dijo una amiga navegante hace poco. Ella está con su familia en Saint Martin, en un barco que es modesto en aquellas latitudes, pero enorme para los parámetros de una clase media argentina. Mucho más grande que nuestro barco amarillo. El Tangaroa no era el vehículo ideal para hacer esta travesía en familia, pero era el que teníamos y no quisimos esperar. “Hay que hacer con lo que se tiene”, nos enseñó nuestro maestro en la náutica Jorge Correa, y lo hizo con el ejemplo: Correa ostenta el récord de haber cruzado el océano Atlántico en el velero argentino más chico, de apenas 5,80 metros.
Aclaro: Tangaroa II es el nombre del velero; El Barco Amarillo es el nombre de un proyecto integral que se compone de un modo de vida, de la propuesta de compartirla con huéspedes y de la edición de libros.
Hacer un gran viaje puede ser comparable a tener un hijo: nunca es el momento perfecto, siempre se puede esperar un poco más, estar mejor preparado, tener más recursos, saber más cosas; pero cuando al fin te animás, y tenés tu hijo, o empezás tu viaje, parece obvio que era el momento para hacerlo, o hasta te preguntás por qué no arrancaste antes. Esto mismo sentimos en las primeras millas, y eso que el panorama económico no era el más alentador: nos habíamos ido de Buenos Aires con el dinero de un retiro voluntario y el alquiler de nuestra casa, que originalmente equivalía a 800 dólares, pero que a la semana de soltar amarras se redujo a poco más de la mitad. Ya no nos alcanzaba para vivir.
Nos lanzamos al mar con menos de mil seguidores en Instagram, y para ser sinceros, los únicos que nos seguían de cerca eran nuestros papás y hermanos, preocupados por las piernas de navegación más largas (pierna de navegación: recorrido de punto a punto), por los piratas que pudiera haber en el camino –ya nos habían advertido de los asaltos en la costa paulista–, y especialmente por Ulises, que entonces tenía dos años y medio, todavía usaba pañales.
Los otros seguidores eran amigos, amigos de amigos, y de a poco algunos más se fueron sumando a nuestra red. Entonces, con cinco meses de viaje, llegó un mensaje por privado de una Florencia que no conocíamos: “Nos encanta la vida que llevan. Con mi novio Agustín estamos viajando a Brasil en un mes y quisiéramos pasar unos días con ustedes”. Les respondimos con varias preguntas y aclaraciones, no estábamos seguros de estar entendiendo bien: “Miren que nuestro barco no es de lujo”; “¿Saben que tenemos un nene chiquito, que la ducha es en el mar, que no hay heladera?”; “Puede llover, vieron cómo son los trópicos… ¿se animan igual?”; “¿Tienen problemas con los espacios reducidos?”; “¿Ya navegaron a vela?”; “¿Durmieron alguna vez en barco?”; “¿Se marean?”. Ellos aceptaron la experiencia a pesar de ser primerizos en casi todo lo que atañe a la vida a bordo, y en enero de 2019 se convirtieron en nuestros primeros huéspedes. El éxito fue rotundo, para ellos, para nosotros, y a nivel económico estábamos frente a una posible solución.
VACACIONES EN BARCO
Entonces decidimos abrir la escotilla, oficialmente, a todos los amigos de las redes que quisieran darle una probadita a la vida en el mar. Desde ese primer posteo hasta el día de hoy, donde sea que estemos con el barco, la propuesta es compartir los días, salir a recorrer islas y bahías, aprender a navegar con Juan, que es profesor de vela hace ocho años; pescar el almuerzo, cocinar juntos con productos locales como leche de coco, mejillones, mangas y paltas, hojas y flores del mato; nadar, flotar, caminar por la selva hasta alguna playa o salto de agua; tocar la guitarra, hacer yoga, leer un libro o tomar sol en la cubierta, ver los cielos más estrellados. No hay que saber navegar ni tener experiencia previa en barcos, y la estadía es con todo incluido, para poder zarpar a esta otra vida y no tener la obligación de volver a tierra salvo que lo elijamos. Un viaje a la dimensión del mar, donde todo es absolutamente diferente a como se hace en una casa. Por ejemplo, para bañarnos nos zambullimos en agua salada, nos enjabonamos con champú y jabones orgánicos, y nos enjuagamos con apenas dos litros de agua dulce; cuidamos mucho el consumo de energía, separamos los residuos, usamos el sol y el viento para cargar baterías; dormimos en camas que se mecen con las olas, estamos atentos al clima, a los vientos fuertes, a las tormentas tropicales; aprovechamos si llueve para cargar tanques y lavar lo que haga falta; compramos sólo lo absolutamente necesario; no usamos heladera; muchas veces no tenemos señal de internet o nos desconectamos a propósito para que surjan otras cosas: juegos, confesiones, zapadas.
“Voy a rezar por ustedes, Coni. ¿Reciben a cualquiera? ¿Cómo sabés que no es una persona violenta? Pensá en Ulises”, me dijo mi tía Catalina en un audio por WhatsApp, apenas leyó el posteo que invitaba a los curiosos a sumarse unos días a bordo. Nunca tuvimos miedo ni pasamos malos tragos, y eso que ya recibimos a más de cien personas, de lo más diversas. Argentinos, europeos, colombianos, brasileños, uruguayos, chilenos; parejas de larga data con las mejores anécdotas y otras tan recientes que, suponemos, eligen el barco para tener chaperones de charla y rutinas novedosas con las que entretenerse; solteros con y sin hijos; grupitos de amigos o amigas; alumnos que quieren aprender a navegar de una manera más o menos intensiva; familias con bebés o con adolescentes que se entusiasman con un plan así de diferente. Creemos que la clave para que funcione siempre bien radica en que nos contactan por las redes sociales; ya saben a dónde vienen y con quiénes van a estar, gracias a los posteos y las historias que subimos cada día; nos conocen como pareja y como tripulantes; saben que adoptamos una cachorra en el camino, que tenemos un nene y una bebé que, al momento de publicarse esta nota, recién cumple su primer año: Renata fue concebida en Salvador de Bahía y nacida mil millas náuticas después, en Río de Janeiro, en plena pandemia por coronavirus.
NADA ES POR ACASO
La experiencia en el barco amarillo es tan particular que hace un filtro preciso y atrae a personas que están buscando exactamente lo que ofrecemos. En Brasil se usa la expresión “nada es por acaso”, y aplica para nuestros huéspedes: muchos vienen buscando un cambio de vida, y acá pueden ver, de primera mano, que sí se puede, incluso con chicos, con mascota, y sin una cuenta abultada en el banco. “Son hijos de ricos” o “son hippies con prepaga”, nos han escrito en comentarios, pero lo cierto es que somos muy austeros, y aunque no parezca, sí trabajamos; de hecho, a nosotros mismos nos cuesta llamar “trabajo” a lo que hacemos: en la intimidad y la estrechez del velero, muchos huéspedes se convierten en verdaderos amigos. En todo caso, los días a bordo son transformadores, porque abrimos el juego y resulta que es un juego muy contagioso.
Hubo quienes volvieron y compraron un velero, o se anotaron en un curso de vela, o se mudaron a lugares de mayor contacto con la naturaleza; muchos que nos mandan fotos de nuestras recetas en sus mesas, que tratan de hacer más y comprar menos hecho; algunos que dejaron sus trabajos en relación de dependencia para montar un emprendimiento personal y poder compartir más tiempo con sus parejas o hijos. “Quiero que sean los primeros en saber que tomé la decisión de renunciar a la pesquera, quiero pasar más tiempo con Paulina y estos días en el barco me dieron una buena idea”, nos contó Guadalupe desde el bus, y hoy tiene una pequeña empresa de productos orgánicos de salud y belleza en Mar del Plata.
Hay casos que atesoramos especialmente, como el de Luján, uruguaya, que llegó al barco con el objetivo de combatir su miedo al mar, y lo consiguió. O Esteban, dueño de un kiosco de revistas cerca del Hospital Italiano, que se animó a todo lo que le propusimos, desde pescar con arpón hasta limpiar el fondo del barco, y bañarse como nosotros: “Esta fue la mejor ducha que me di en los últimos 70 años”. O Alfred, que se había prometido no navegar nunca más tras una mala experiencia, y confió en nosotros para hacer 120 millas desde Búzios hasta Ilha Grande, dos días enteros en altamar.
WIN-WIN, GANAMOS TODOS
Como viajes dentro del viaje, los planes, las charlas, las comidas, la energía, todo se configura de formas distintas según las personas que llegan al barco. Juan y Ulises los buscan en la playa con el bote auxiliar, y con Renata los recibimos en el cockpit. Siempre nos genera nervios, un poco de ansiedad, curiosidad. De este lado, es una exposición total: no hay cómo esconder nada en un velero. Si la ecuación da positivo para los huéspedes, entonces es un win-win: recibir personas nos hace salir a pasear y a navegar, incluso en días de lluvia, aprovechar cada día al máximo; cocinar diferente, más elaborado de lo que haríamos sólo por nosotros; poner siempre la mejor cara, hacer un esfuerzo extra por ser mejores. Hospedar también nos ofrece compañías que se renuevan y que nos enseñan cosas diferentes. Charlamos con científicos, maestros, artistas plásticos, abogados, músicos, empleados, periodistas, contadores, médicos, y esto nos salva de convertirnos en navegantes ermitaños, sólo preocupados por barcos, pronósticos, derroteros y fondeaderos. Ganamos todos. Walter, por ejemplo, que es peluquero, formado en Europa y con un salón de belleza muy prestigioso en Argentina, durante su estadía nos enseñó a cortarnos el pelo entre nosotros y a Ulises. Desde su paso por el barco nunca más volvimos a una peluquería.
Con Ulises, el intercambio es todavía más intenso porque no tiene vergüenza y sabe exprimir lo mejor de cada encuentro con los otros. “¿Cuándo vienen más huéspedes?”, nos pregunta en las temporadas bajas. Un profesor de educación física le enseñó la brazada de pecho: “Tenés que abrir la ventana y después pedir caramelos”; una maestra de arte lo introdujo en la pintura con acuarelas, pasatiempo que mantenemos hasta el día de hoy; un guía del Museo de Ciencias Naturales de La Plata le enseñó todos los nombres y características de los dinosaurios; un dibujante que hacía cómics le regaló retratos de sus personajes favoritos con globitos que le hablaban a él; hubo niños y niñas huéspedes más chicos y más grandes con los que jugó y compartió aventuras. Ni hablar de Renata, que gana mimos, upas, besos y carcajadas por parte de “extraños” desde que nació. De nosotros se despiden a los abrazos, pero a la hora de saludar a Ulises y a Renata puede haber hasta lágrimas.
Ahora que la familia creció, decidimos cambiar de barco por uno mayor, para poder seguir viajando y recibiendo a personas donde sea que estemos navegando. Desde que esta aventura empezó hasta el presente, cubrimos de Florianópolis a Salvador de Bahía. El plan pospandemia se llama Caribe.
DATOS ÚTILES
IG: el_barco_amarillo o WhatsApp (Coni): (+54 9 11) 4050-2597.
El barco se encuentra en Ilha Grande, Angra dos Reis. Desde Río de Janeiro son tres horas hasta la isla. Los anfitriones se ocupan de reservar los traslados, de recibir en el muelle y de abastecer el barco con víveres, agua y diésel. Por medio de ellos también se pueden coordinar estadías complementarias en tierra, en Isla Grande, Río de Janeiro, Paraty o Búzios.
El barco tiene tres camarotes dobles, con ventana, ventilador y cargador de celular + dos cuchetas simples en la cabina. Alojan hasta cinco personas. Por día, R$ 600 para personas que viajan solas y R$ 850 para dos. Consultar por grupos. Estadía mínima, 3 noches. Incluye: todas las comidas y bebidas (sin alcohol) a bordo + uso de máscaras de snorkel, tabla de stand up paddle y skimboard, flota-flotas, bote a remo, sombreros, pareos, mat de yoga, clases de vela y paseos.
En pandemia, el barco es la opción ideal. Una vez embarcados, adiós peligro: no hay que usar más máscaras ni alcohol en gel; se puede navegar, pasear, conocer y disfrutar sin riesgo.
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