Graciela Taylor llegó a la localidad entrerriana La Criolla hace 23 años. Quedó cautivada con el viejo roble de una gran chacra de frutales y desde entonces se dedica a criar varias frutas tradicionales, pero también se animó con los arándanos.
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Una foto aérea de La Criolla muestra un prolijo ejido en forma de V, con casas anchas y bajas rodeadas de campos cultivados igualmente prolijos. Cuentan los que saben que el paraje recibió ese nombre por Flora, una hija de Justo José de Urquiza. Al pueblo, que hoy tiene unos 2300 habitantes, fue declarado “capital nacional del arándano”, y es probable que Graciela Taylor haya aportado su granito de arena al respecto. Bajo el lema “Haga su propia cosecha”, la titular de la finca El viejo roble ofrece esta experiencia a solo 22 km de Concordia.
El roble protector
“Este roble hermoso, que así como lo ves tiene casi dos siglos, nos enamoró a primera vista. Y ahí nomás decidimos con mi esposo construir la casa bajo su sombra.” Vestida con jeans, camisa y botas de cuero, la mujer apoya una mano firme sobre la corteza arrugada. Su mirada se pierde en lo alto del follaje, que proyecta una filigrana de claroscuros bajo la ardiente luz del mediodía. Después nos invita a medir la circunferencia del tronco tomándonos de las manos: “Si usaras el centímetro, verías que tiene cuatro metros de contorno”. Pasaron 23 años desde que Graciela Manzanelli y Mike Taylor (ya fallecido) compraron esta quinta frutal de 55 hectáreas a la que bautizaron, como cabía esperar, El viejo roble. Y desde hace al menos diez, Graciela —entrerriana por adopción— es referente del turismo rural en estos parajes.
“Abrí las puertas de mi quinta porque quería que la gente aprendiera in situ cómo se cultiva y se cosecha la fruta que come”, dice entusiasmada. “La idea es mostrar por qué podemos producir, en esta zona, estos cultivos”. A Graciela le gusta compartir su tiempo y enseñar lo que sabe. “Ha de ser porque fui maestra de primaria y ciertas costumbres no se olvidan”, sonríe. Antes de la pandemia, a toda hora se veían ómnibus que trasladaban escolares y contingentes de turistas en la entrada de su establecimiento.
Y poco a poco, está recuperando el ritmo de visitas. “Los chicos son excelentes alumnos, no paran de hacer preguntas y quieren probarlo todo. Pero los adultos también, se alegran como niños cuando se animan a probar la fruta y la cosechan”. Porque de eso se trata: en El viejo roble, amén de aprender unas cuantas cosas, cada quien hace su propia cosecha. Según la época del año, serán arándanos (la estrella de la casa), boysenberries, zarzamoras, limones o naranjas, los frutos que mejor se dan en estos campos aireados.
De nueces y abejas
“Las nueces pecán empiezan a abrirse cuando llega el otoño, y hay que esperar que se emparejen para poder cosecharlas y pelarlas. Hacia fines de abril ya están listas para comer”, dice Graciela cuando iniciamos la caminata al generoso amparo de los lapachos y su enjambre de flores rosadas. “Acá cultivamos todo lo que podemos cuidar bien. Y en noviembre brotan los hongos de pino, que son un regalo de la naturaleza”. Las plantas de boysenberry (una baya deliciosa que podría definirse, a grosso modo, como mitad zarzamora y mitad frambuesa) están en plena floración y las abejas no paran de libar. Vienen de las colmenas de Eduardo, mano derecha de Graciela, que es también apicultor. “A las abejitas también les encantan las flores del arándano, que son de un blanco medio opaco y tienen una especie de trompetilla”.
Pocos años después de comprar la quinta, los Taylor sumaron los arándanos y boysenberries (que se cosechan de octubre a diciembre) a los cítricos (que se cosechan de marzo a octubre). Cultivos que se complementaban tan bien como lo hacían ellos: mientras Mike se dedicaba a los asuntos contables y el mantenimiento de las maquinarias, Graciela contrataba las cuadrillas y acompañaba las cosechas, además de organizar la poda y la desmalezada. Las bayas orgánicas, con su correspondiente certificación, hoy se exportan a los Estados Unidos y la Unión Europea. “El resto de la fruta —duraznos, ciruelas, peras, membrillos, higos— se vende en el mercado interno y también la usamos para los licores y las mermeladas caseras”.
En plena cosecha
Cuando entramos al “mundo de los arándanos”, los ojos se pierden en un entrevero verde moteado de pequeñas esferas de un azul oscurísimo, casi violáceo. Son cinco hectáreas de plantas perfectamente alineadas, un laberinto hospitalario diría Borges, y hoy es día de cosecha. “La mano de obra es fundamental y la valoramos como se debe”, acota Graciela.
Los cosecheros, en su mayoría mujeres, llevan las cabezas cubiertas con sombreros, pañuelos, gorras de visera ancha: el calor arrecia y hay que tener buen ojo y dedos ágiles y a la vez pacientes para retirar las bayas. Porque los arándanos no se cortan ni se arrancan: hay que desprenderlos con cuidado, haciéndolos girar despacio para que no revienten. Con prisa y sin pausa, cada quien va juntando su cosecha en tarritos, cuyo contenido se vierte en bandejas. Mariana Corrado es una de las encargadas de supervisar las bandejas de su cuadrilla, que antes de ingresar al galpón de refrigerado pasan por la exigente revisión de Graciela. “Hay que descartar las frutas picadas o golpeadas y también las desgarradas, que se han cosechado a los tirones y les decimos ‘fruta jugosa’ porque largan el juguito antes de tiempo”, explica Mariana. “La Misty, una de las variedades más vigorosas y de alto rendimiento, es engañosa en ese aspecto. Hay que conocerle los caprichos para descifrarla”, acota Graciela.
La propuesta es sencilla. Primero, se les cuenta a los visitantes la historia del establecimiento, qué frutales cultivan, cómo los cuidan. Luego se les muestran las plantas y Graciela les enseña a ver cuáles frutos están a punto y cómo retirarlos impecables. “Y allá se quedan en las plantaciones, con sus tarritos, cosechando. Mientras cosechan, prueban y comen a su antojo. Después se llevan lo que juntaron, pagando según el peso”, se explaya. Y nos revela un truco: los arándanos no se prueban de a uno sino de a tres, “para sentir cómo les cambia el sabor”.
Una helada que casi cambia la historia
Hay limoneros en El viejo roble y también hileras de naranja Valencia, una de las más jugosas. “Estos naranjos tienen, como mínimo, 45 años. Estaban antes de que llegáramos nosotros. Y no sabés lo hermosos que eran los limoneros. Teníamos ocho hectáreas plantadas y exportábamos a Rusia. Pero la helada nos mató más de siete mil árboles. Fue un golpe tan duro que casi pensamos en abandonar... Pero seguimos”.
Donde comienzan las hileras de cítricos, un cartel acompañado por una foto en blanco y negro recuerda los efectos devastadores de las tres heladas sucesivas arrasaron las costas del río Uruguay el 7, 8 y 9 de junio de 2012. Por eso, en las noches frías del invierno se riega por aspersión hasta la mañana siguiente, cuando el termómetro por fin marca un grado sobre cero. Graciela, que no baja los brazos ante ningún contratiempo, camina hacia unas naranjitas que solo ella detecta, porque apenas superan el tamaño de una uña. “Hasta hace poco, esto era un racimo de azahares y tenía un perfume dulzón que embriagaba... Pero si las olés ahora, ya sentís ese dejo agridulce de la piel de la naranja.”
Los cosecheros -en su mayoría trabajadores golondrina de la zona- siguen con lo suyo, el perro labrador amarillo nos sigue el tranco con paciencia mientras recolectamos nuestras bayas, y una hora más tarde el recorrido termina exactamente donde empezó: en la casa resguardada por el roble, tomando jugo de naranja y degustando lo que hay para picar. Novatos en estas lides, nos vamos con una bandeja generosamente colmada de arándanos perfumados y perfectos.
El Viejo Roble. Paraje La Criolla. T: (0345) 625-5154. Visita guiada de una hora y media, con reserva previa: $5.000 (hasta 6 personas).
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