A orillas del Guadalquivir, fusiona su pasado árabe con la fe cristiana como ninguna otra en el Viejo Continente.
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El aroma de las castañas se eleva desde un puesto minúsculo a los pies de la torre de la Calahorra. Es otoño, oscurece y, en el puente romano sobre el Guadalquivir, la penumbra se puebla de luces. Son luces mortecinas, espaciadas, discretas, que permiten la caminata, pero no opacan la belleza de los edificios medievales que, a la distancia, se ven iluminados en el casco viejo de Córdoba.
Cuando se cruza ese puente, uno se sumerge en una compleja ciudad española donde lo moro y lo cristiano, de tan entrelazados, ya están irremediablemente fusionados.
¿Hasta dónde llega el arte islámico y dónde comienza el cristiano?
Los dos conviven, se combinan y se potencian, y así dieron origen hace 500 años al arte mudéjar.
Del otro lado del río adonde lleva ese puente, un San Rafael de mármol encaramado en un pedestal cual monje estilita de Oriente quiere contar sobre sus triunfos; a escasos metros de él, un pórtico monumental engaña a todos por su aspecto de arco romano, aunque es medieval, y unos pasos más allá, un paredón intriga. Tras él una cúpula iluminada es la síntesis perfecta de dos culturas y dos tiempos históricos de la España del Medioevo: la mezquita-catedral, meta de todo viaje a Córdoba.
El casco viejo de esta ciudad, impecablemente restaurado, parece proteger esa obra arquitectónica cumbre de los árabes en la península ibérica, opacada en general por la grandiosidad de La Alhambra, en la cercana Granada.
La mezquita de Córdoba es 70 años más antigua que la de la Roca, en Jerusalén. Comenzó a construirse en el 786, tres décadas después de que llegaran los árabes de la familia real omeya a través del Magreb, destronados de su reino en la lejana Damasco. Han pasado más de 1200 años y sigue deslumbrando como en aquellos días. Durante más de 800 años, hasta que se construyó la mezquita Azul, en Estambul, en 1609, fue la segunda más grande del mundo, lo que muestra las aspiraciones de emires y califas del al-Ándalus.
Su interior es una sucesión infinita de columnas y arcos dobles, con lámparas a mediana altura, cuya iluminación tenue transporta en el espacio y el tiempo.
Sin embargo, su aspecto actual no siempre fue así. El edificio original se situó sobre una antigua basílica visigoda y fue obra del emir Abderramán I. Constaba de 10 naves y 130 columnas, más un patio rectangular. En la medida en que creció la población musulmana y se asentaba políticamente el emirato, comenzaron las ampliaciones de la planta. En el año 833, Abderramán II amplió la nave en ocho tramos, sostenidos por 80 columnas. Años más tarde, ya con el emirato convertido en califato, Alhaquén II añadió 12 tramos más. La tercera ampliación se produjo en el 911 de la mano de Almanzor, y el edificio quedó del tamaño actual, de 23.400 m2 y 850 columnas.
De día, un par de puertas caladas dejan pasar la luz y proyectan en el suelo un entramado inconfundiblemente árabe. De noche, el aire mueve la llama de las lámparas y el juego de penumbras recrea la magia oriental desdibujando las columnas.
Todo el refinamiento del arte y la arquitectura oriental está entre estos muros. Y en el que da al este, hacia La Meca, un exquisito mihrab todavía deja brillar las teselas doradas que mandó el propio basileus desde Bizancio, prueba de la importancia del califato cordobés en el siglo X.
Avanzamos unos metros más, dentro de este entorno musulmán, y el shock es brutal: en medio de esos cientos de columnas antiguas emerge una catedral gótico-renacentista, con bóveda de crucería, púlpitos, coro de sillería y dos grandes órganos a los costados de la nave principal.
Treinta años después de que la espada cristiana acabara con los reinos musulmanes, cuando ya la Inquisición se enseñoreaba por España, un obispo convenció al cabildo y al rey de modificar el edificio. El monarca estaba lejos y dijo que sí. Pero cuando visitó Córdoba se lamentó del resultado. “Habéis destruido lo que era único en el mundo y habéis puesto en su lugar lo que puede verse en cualquier parte”, pronunció Carlos I.
Obviamente ya era tarde. El celo del obispo había derribado 200 columnas para hacer espacio a una iglesia católica en el corazón del templo musulmán. Desde entonces, 1523, el edificio se convirtió en la mezquita-catedral. Y es así que desde hace 500 años conviven un templo dentro del otro, en una extraña simbiosis que hace que a veces se escuche: “Me voy a misa a la mezquita”.
Hamam, gofres y castañas
En Córdoba es difícil despegarse de la mezquita-catedral: termina siendo un imán que atrae una y otra vez. Pero en ese casco viejo de la ciudad magistralmente restaurado son muchos los lugares que se disputan la atención. Aparecen disimulados en estrechas callejas que derivan en plazoletas, de las que salen nuevos laberintos que zigzaguean y conducen –algunas veces– al mismo punto de partida. En ellos hay museos, zocos, bares, restaurantes.
Allí, el museo de la judería; a pocos pasos, una pequeña iglesia que le lleva –por lo menos– mil años de antigüedad, la capilla mudéjar de San Bartolomé. Unos pasadizos más adentro y se abre un hamam, aquellos baños de vapor que los árabes desplegaron en la ciudad durante los 700 años que la habitaron.
¡Y los patios! Esos patios de Córdoba tan famosos como los de Sevilla que, año tras año, compiten con sus macetas colgantes y aljibes para ver cuál se destaca más.
Buena parte del casco viejo está rodeado por una muralla musulmana y todavía se conservan algunas puertas de su época medieval. También hay una fortaleza, el Alcázar, donde durante ocho años vivieron Isabel de Castilla y Fernando de Aragón. En sus jardines moriscos se levanta un monumento que recuerda a los monarcas cristianos y a aquel navegante insistente que los convenció de lanzarse a la mar para descubrir un nuevo continente.
Muchos mundos conviven en un casco viejo pequeño, fácilmente caminable, que invita todo el tiempo a minúsculos barcitos o restaurantes mejor puestos.
La sangría fluye conforme sube la temperatura y los muchos platos fríos de una gastronomía apetitosamente diferente seducen no tanto por sus olores como por sus colores. En esta ciudad andaluza, tan importante es recorrer su pasado plasmado en tantos edificios y restos arqueológicos como salir ‘de ronda’ por bares y restaurantes a disfrutar de la vida.
En cualquier café sin pretensiones, los “gofres” (wafles) serán un plan en sí mismo a cualquier hora del día, al igual que los “medios”, un enorme pan cortado a la mitad con un trozo de jamón crudo y una pincelada de tomate. El salmorejo, una adictiva crema de tomate o zapallo fría, es lo que sólo baja la temperatura en las ardientes jornadas andaluzas, cuando el termómetro supera los 35º y la única expectativa es que siga subiendo.
Restos romanos, patios de naranjos, aroma a castañas en invierno y a azahares en primavera; una torre de Calahorra, que recupera con música, luz tenue y personajes habladores la rica historia medieval; los espectáculos de paso de los caballos andaluces, el show nocturno en la mezquita-catedral… Da para todos los gustos en las distintas estaciones del año.
La ciudad palatina
A unos 7 kilómetros al oeste de Córdoba, en los faldeos de la sierra Morena, emergen las ruinas de una ciudad palatina. Durante siglos la llamaron “la ciudad vieja” y se pensaba que era romana, pues Córdoba había sido capital de la provincia de Bética. Hasta que encontraron la verdadera y se confirmó la teoría de unos pocos, que era la ciudad regia construida por el primer califa de Córdoba, Abderramán III.
Medina Azahara (Madinat al-Zahra, según su nombre árabe) comenzó a construirse hace poco más de un milenio, en el año 936, y nueve años más tarde se trasladó a ella toda la corte, por lo que se convirtió en la capital del al-Ándalus, el reino musulmán enclavado en el sur de Europa.
Cuarenta años duró la construcción y apenas 80 toda su existencia.
Las luchas por el poder en el califato acabaron con la ciudad, que fue destruida por los bereberes cuatro siglos antes de que los Reyes Católicos reconquistaran la península ibérica para la fe cristiana. El enclave fue vandalizado en el Medioevo, se fue destruyendo con el paso de los siglos, y del boato que desplegó la corte de Abderramán en aquel lejano siglo X sólo quedaron las memorias de algunos historiadores, y ahora lo que devuelve la tierra.
Medina Azahara ocupó unas 112 hectáreas intramuros y de ellas se ha excavado el 10%. Pero la superficie total supera las 1500 hectáreas, suficiente para imaginarse el poder que irradiaba. La ciudad bajaba por la ladera de la sierra en tres terrazas, y la más elevada correspondía al palacio del califa. En la intermedia vivían los funcionarios públicos y en la inferior el pueblo y los soldados. En la parte baja también estaban los hamams (baños públicos) y una mezquita. Había murallas protectoras, caballerizas, grandes salones para las audiencias y, por supuesto, patios.
Abderramán III quiso mostrar todo su poder y el desarrollo en las artes y las ciencias que tenía su califato al levantar esta ciudad palatina. Para ello, convocó a los mejores arquitectos y decoradores del al-Ándalus y no ahorró en gastos. Así, hoy se considera que la Medina Azahara fue una de las obras cumbres de la arquitectura y el arte islámico por la planta de la ciudad, los materiales utilizados y las soluciones arquitectónicas que le dieron a un terreno en desnivel.
Ahora, la gran expectativa sobre este yacimiento arqueológico –a pesar del expolio de columnas, capiteles, techumbres y muebles que terminaron en castillos, palacios y hasta iglesias– es que no se levantó una nueva ciudad sobre la abandonada, y las estructuras que quedaron no sufrieron ninguna alteración ni modificación. Esto simplifica los estudios y anticipa lo genuino de los descubrimientos.
Un kilómetro antes de llegar, en el centro de interpretación –inaugurado en 2009 por la reina Sofía–, se muestra una animación de cómo se vería la ciudad en su corta época de esplendor, con cientos de criados de turbante y túnica y variopintos visitantes que venían a presentar sus respetos al califa en embajadas diplomáticas de distintos puntos del mundo conocido.
En verano, a las visitas diurnas se les suman actividades nocturnas, ya sea para ver las estructuras iluminadas o espectáculos que unen el canto con diversas expresiones artísticas que remedan el Medioevo. En ellos, se busca traer a la vida el ambiente refinado de aquel fin de milenio de una Córdoba que miraba altiva hacia los reinos islámicos del Oriente Medio, a la lejana Bizancio y a los atrasados feudos europeos.
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