La icónica residencia del legendario cantante de tango Roberto Goyeneche en Saavedra está al borde de perderse para siempre. Su hijo, Roberto Emilio, enfrenta la dura realidad de tener que vender la propiedad que guarda tantos recuerdos familiares y culturales
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“Hoy vas a entrar en mi pasado. En el pasado de mi vida. Tres cosas lleva mi alma herida. Amor, pesar y dolor”, cantaba como poseído Roberto Goyeneche en Los Mareados, el tango compuesto por Juan Carlos Cobián. En el aire estaba la nostalgia de un amor eléctrico y fatal en una noche regada de alcohol, un encuentro que marcaba el principio de un final. Esa letra que hablaba de una mujer “rara, como encendida” que “reía por no llorar”, podría ser el lamento actual de la casa de Saavedra que habitó por siempre la familia Goyeneche: luego de una larga e intensa presencia de artistas que rondaron por sus ambientes, escribiendo, cantando y delirando, está ahora a punto de perderse en el olvido, con un cartel de venta que cuelga de su frente como una sentencia de muerte. Desprovista de toda protección, hasta podría ser demolida, reducida a escombros para convertirse en una torre anodina, sin mística ni ensoñación.
Hay una frase del mismo tango que retumba todavía en el pasillo de entrada de Melián 3167: “¡Qué grande ha sido nuestro amor. Y sin embargo, ¡ay! Mirá lo que quedó”. Quien espera detrás de la puerta es Roberto Emilio Goyeneche, el hijo mayor del Polaco. A punto de cumplir 75 años, camina ayudado por un andador. Está atribulado por lo que le toca vivir en esta etapa, después de una vida de película rodeado de los popes del tango argentino. “Espero que esto tenga una solución o tendré que vender. No le quiero chupar las medias a nadie, tengo dignidad y un nombre que cuidar. No puedo tirar por la borda todo lo que hizo mi viejo durante su carrera. Es lo más sagrado del mundo para mí. Quisiera armar un museo adelante y quedarme acá, en el fondo”, dice, sin mucha esperanza, en el living de una casa que mezcla desorden con una explosiva memorabilia. Detrás suyo hay una pintura con el rostro icónico de su padre, y alrededor se desparraman premios, cuadros, fotos familiares, recordatorios y presentes de un pasado que se va diluyendo, a punto de extinguirse.
Sentado en el sillón dorado adornado con estampado búlgaro, Roberto recrea una escena entrañable. Mira fijo el equipo de música que tiene enfrente y cuenta que este era el ambiente predilecto de su padre para sentarse a escuchar tango. Ponía la mesita ratona de mármol rosado delante, donde dejaba su whisky y el cigarro, y entraba en una especie de trance. “Los días más especiales eran cuando llegaba con algo recién grabado, nos sentábamos todos alrededor y escuchábamos en silencio”, recuerda. Cuando el disco terminaba, el Polaco les preguntaba a cada uno qué les había parecido y recolectaba las opiniones de su familia. Era su primer filtro.
Para Roberto, habitar esta casa es habitar un recuerdo permanente. No sólo el de su padre, que falleció el 27 de agosto de 1994, sino también el de su madre, Luisa, quien murió hace cuatro años. Para él, desde entonces la vida se ha hecho cuesta arriba, a pesar del amor del barrio de Saavedra, que no olvida jamás la presencia inmanente del Polaco. “No es fácil poner esto en venta, no es fácil para nada”, dice, resignado, una y otra vez. La penuria es básicamente económica. Sin recursos, este PH se volvió difícil de sostener. Roberto y su madre cobraban un subsidio otorgado por la Ciudad, pero luego del fallecimiento de Luisa, el pago se discontinuó. En el medio, Roberto tuvo que suspender sus espectáculos por la pandemia, luego se cayó y se fracturó el fémur. Se sometió a tres operaciones y pronto debe hacerse otra cirugía en la rodilla derecha.
“Ahora estoy preparando un espectáculo, me muevo con el andador, hago lo posible, esto es muy grande para mí. Se me está cayendo y es una picardía. Mi primo tiene el departamento de adelante, pero yo soy dueño del 70%. Debo mucha plata y tengo que pagar las deudas”, explica, mirando el techo donde se esparce una enorme mancha de humedad. El peso de la situación es tan grande que se golpea el pecho y achina los ojos llorosos: “¿Vos entendés que yo nací acá y que mis viejos vivieron y murieron acá?”.
“Aquí vivió quien fuera en vida ciudadano ilustre y uno de los intérpretes más populares de nuestra canción ciudadana, Roberto Goyeneche. Homenaje de la Legislatura de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires”, dice la placa en la entrada de la propiedad. Roberto (hijo) reconstruye parte de la historia previa: esta casa era originalmente de sus abuelos maternos y el Polaco se mudó allí en 1948, luego de casarse con Luisa. Por esta residencia fueron pasando distintas partes de la familia -de un lado y de otro- hasta que quedó repartida, actualmente, entre Roberto hijo y su primo hermano. El otro hijo del matrimonio, Jorge, se quedó con una vivienda en Santa Clara del Mar y un departamento. “Hoy comparto la propiedad con mi sobrina, que me ayuda con las cosas de la casa”, cuenta.
La idea de crear un museo con la historia del Polaco no es nueva. Durante la jefatura de Gobierno de Aníbal Ibarra, la Legislatura aprobó un proyecto de ley para crear el Museo Roberto Goyeneche. Luego de varias idas y vueltas, la iniciativa nunca se concretó. Fue el principio de una relación repleta de sinsabores para los descendientes de esta familia que encarna parte esencial de la cultura porteña.
“Acá adentro era simplemente ‘papá’, de la puerta para afuera, éramos representante y artista”, advierte con severidad. Desde finales de los 70 hasta su muerte, Roberto le dirigió la carrera a su padre. “Era muy querido… y lo sigue siendo, ¿sabés por qué? El tipo tenía un ángel”, dice, abriendo bien grandes sus ojos celestes, herencia incontrastable. Para confirmar su vigencia, Roberto cuenta que hace poco, durante una proyección en la Academia Nacional del Tango, cada vez que su padre aparecía en pantalla, la gente lo aplaudía. “Más que viejo e hijo, éramos amigos. Yo le contaba todo, éramos muy compinches”.
Roberto tiene, sobre todo, anécdotas. ¿Cómo no tenerlas? “Para empezar, mi padrino era Aníbal Troilo, así que imaginate”, acota. En un cuartito del fondo, casi escondido, hay otro cúmulo de recuerdos: placas, diplomas, fotos borrosas, camisetas del querido e infaltable Platense -que tiene una tribuna con su apellido- y un enorme cuadro donde el Polaco se abraza con Gardel, custodiados por Pichuco y Piazzolla, asomados desde un telón. “Tuve la suerte y la dicha de conocerlos a casi todos, eran uno más lindo que el otro. Me crié entre esos monstruos. Muchos personajes, tipos de oro, que te apoyaban y alentaban”, arranca. “Troilo me trataba de usted, me veía y siempre me decía: ‘mi gordo qué necesita’... He conocido a los buenos, a los malos, al chorro y al inteligente. He conocido a quienes para la sociedad eran una lacra, pero a mí me enseñaron tanto”.
Y sigue: “Yo era un pollito que estaba rompiendo el huevo, tenía 15 años. Había cinco piernas pesadas, estábamos en un boliche de Córdoba y Uruguay, en las mesas que están alineadas con la ventana. ‘Mocito, ¿usted quiere salir de noche? Ojo por donde camina, ¿ve esta línea? Camine siempre sobre esa línea, ni un pie para la izquierda, ni un pie para la derecha. Si se cae, lo vamos a enderezar a cachetazos’ me dice uno que tenía la mano como una bolsa de agua caliente. Le decíamos Roscazo y era muy amigo del viejo. ‘Así nos va a tener de amigos siempre’.”
Para Roberto, es inevitable asociar esta casa con esos momentos que fueron conformando su propia vida. El Polaco era el sol de un universo que giraba en torno a su magnetismo. Tan presente lo tiene que, incluso, cree que cada tanto le “manda señales”. Hace unos años, estaba caminando con su madre en el cementerio de la Chacarita. Era un día nublado, bien cerrado. Roberto había comprado un auto, pero no se lo entregaban. Se estaba arrepintiendo. Se sentó al lado de la estatua de su padre y, en complicidad, le preguntó si no se había mandado una macana. De repente se abrió una hendija entre las nubes y brotó un rayito de sol que dio justo en la frente del busto. Al otro día, la operación se destrabó. “Me temblaban las patas, no sé si fue casualidad o qué cosa”, dice.
Sin embargo, ahora Roberto sabe que, más que señales, necesita un verdadero milagro. Queda poco tiempo para salvar lo que queda del Polaco. Durante años, luego de las tertulias, algún que otro objeto se fue de la casa en manos ajenas. Por eso, hace tiempo decidió mudar algunas cosas -como el Martín Fierro que ganó en 1968 como mejor cantante- a la Academia Nacional del Tango. “Acá no sirve la presencia del Polaco en la cultura argentina, no sirve de nada”, protesta. “Con este señor (Milei) que no le interesa la cultura, menos que menos. Ojo, no tengo bandería política. Mi única bandera es si llego a fin de mes. Conocí a todos los presidentes, pero nadie me regaló nada. Los únicos que me hacían regalos eran mis viejos”, añade.
Roberto asegura que mucha gente lo llama con ganas de reprocharle su decisión. “Me dicen ‘¡cómo vas a vender esa casa!’, pero no saben lo que hay detrás… estoy esperando que venga algún político a decirme algo en la cara”, rezonga. “Tenemos una avenida Goyeneche, un viaducto Goyeneche, todos se golpean el pecho, pero para cuidar el patrimonio no hay plata… ¿no hay plata pero se compran 24 aviones de guerra usados? Perdón, soy así, soy frontal como me enseñó mi viejo”, avisa.
“Yo no quiero vender, quisiera encontrar otra solución para que esta siga siendo la casa del Polaco”, insiste. Por ahora, su deseo -y seguramente, el de muchos en esta ciudad- parece lejano, tan lejano como esa voz que se apaga, casi sin retumbar, en el pasillo de Melián 3167: “¡Qué grande ha sido nuestro amor. Y sin embargo, ¡ay! Mirá lo que quedó”.
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