En 1987, la casona de adobe del Restaurador de las Leyes fue trasladada desde la estancia Los Cerrillos a San Miguel del Monte.
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El nombre de Juan Manuel de Rosas se asocia a San Miguel del Monte, a su ejército de Colorados, y a los museos que allí pueden visitarse. Pero no todos saben que su célebre rancho fue protagonista de una hazaña de la ingeniería en 1987. Montado en un carretón de 120 ruedas hidráulicas, el rancho –de 5 m de ancho por 24 m de largo– recorrió 60 km desde su emplazamiento original en la estancia Los Cerrillos hasta su ubicación actual en el corazón de la ciudad. Varios días de viaje, a razón de cinco kilómetros por hora, para arribar al lugar exacto que ocupaba en 1774 el fortín de la Guardia del Monte. Sus paredes de adobe, que el Restaurador mandaba pintar con leche y sangre de vaca para obtener el color rosa que tanto le agradaba, resistieron los embates del tiempo: es el único de su tipo que se mantuvo intacto (o casi). Cinco habitaciones en chorizo, cada una con su entrada independiente, sin cocina y sin baño como mandaba la época. Las dos primeras conservan los techos trenzados por indios pampas con pasto, tacuara y troncos de palmera. Hay que agacharse un poco para entrar: las puertas externas eran bajas para impedir que los indios entraran con caballo y todo cuando atacaban. Las bases de las ventanas están a la altura de las pantorrillas y los aleros permiten ver desde adentro hacia fuera, pero no a la inversa. Antes que rancho, era un atalaya.
En 1987, el Rancho de Rosas fue declarado reliquia histórica y donado a San Miguel del Monte por la familia Bemberg, entonces propietaria de la estancia Los Cerrillos. Los Bemberg pagaron el traslado, pionero en Sudamérica, cuya planificación y ejecución llevó varios meses. El Ing. José Blanco, que intervino en la difícil empresa, dice en un artículo del sitio revisionistas que “la palabra rancho, que se asocia habitualmente a una construcción muy precaria, no debe llamar a engaño. Lo que se erguía ante nosotros tenía una solidez y vocación de permanencia que lo asemejaba más a un monumento que a una casilla”. En el interesantísimo relato cuenta Blanco cómo fue que lo pensaron. “Los norteamericanos ya solían por entonces mover casas enteras, pero en todo lo que conocíamos se manejaban con livianas estructuras de metal yeso y aglomerados, no el mastodonte que teníamos por estas pampas. Además, los recorridos eran cortos, más bien cambios de emplazamiento para despejar espacios”. Y sigue “Hace muchos años que mi madre me enseñó en la entrada de un supermercado que las bolsas pesadas y frágiles se toman desde abajo. Había pues que descartar de plano grúas tomando al rancho desde arriba. Pero introducir elementos por debajo de los cimientos no era fácil. Resultó claro, además, que había que multiplicar los puntos de apoyo, esto es conseguir un elemento intermedio entre los de izaje y la carga a elevar. Esto nos llevó a concebir una especie de chasis de hormigón armado que copiara por debajo la estructura de las paredes del rancho (debían ser entonces dos vigas longitudinales largas y siete transversales cortas). Le estructura debería ser lo bastante rígida como para tomar y elevar el conjunto sin afectar el rancho en la operación… Esto podía lograrse haciendo a las vigas transversales sobresalir un par de metros e introduciendo bajo sus extremos sendos gatos hidráulicos que se encargarían del trabajo”.
Manos a la obra
Una vez que estuvieron de acuerdo en cómo se haría, el primer paso fue excavar por debajo del rancho para deslizar tres vigas de hormigón y poner críquets hidráulicos debajo de las vigas para levantarlo. Hubo que apuntalarlo con tacos, nivelándolo a ojo, para evitar que las paredes se rajaran. Después, lo alzaron un metro y medio y colocaron debajo del carretón, especialmente construido para desplazarlo. Así llegó a pesar 140 toneladas. Y el peso duplicó el trayecto: 30 km por camino de tierra y otros 30 por asfalto para evitar un frágil puente de madera que ya no existe. Cuando por fin arribó a la esquina donde hoy se encuentra, las vigas quedaron enterradas y se convirtieron en cimientos.
Hoy, el rancho guarda dos uniformes de los Colorados del Monte, peones devenidos milicianos que acompañaron a Rosas en su primera expedición al desierto en 1833, un puñado de tierra del saladero de Las Higueritas, también propiedad del Restaurador, marcas de yerra y fotocopias de manuscritos donde se aprecia su letra y su firma, y una divisa punzó que grita desde el fondo de la historia “¡Vivan los Federales! ¡Mueran los salvajes asquerosos unitarios!”. Hombres, mujeres y caballos estaban obligados a lucirla. Y si alguna dama caprichosa se rebelaba… los mazorqueros buscaban un poco de brea y le pegaban la divisa al cabello.
Justo al lado, el Museo Guardia del Monte ofrece un interesante contrapunto al rancho: sus piezas, donadas por familias de la zona, trazan una línea de tiempo que abarca desde la construcción de los fortines hasta los años 70. Inaugurado en 2001, hay cartas de personajes ilustres, una foto autografiada de Perón, capelinas y bombines, cajitas de porcelana china, victrolas, tocadiscos portátiles, grabadores de cinta y hasta una réplica del sable corvo sanmartiniano… con un rulemán adosado a la punta de la vaina para evitar que rozara el suelo.
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