Las relaciones del Reino Unido con el Río de la Plata comenzaron en el siglo XVIII amparadas en un intenso vínculo comercial. Una vez instalados aquí, los ingleses fundaron colegios, clubes, empresas, y dejaron su huella en nuestro país.
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Claro está que la inmigración británica en la Argentina no fue tan numerosa como la de otros orígenes, pero fue probablemente esta una de las comunidades más influyentes, y es por esta razón que nos ha dejado un legado innegable, que merece ser conocido y valorado.
Según Bartolomé Mitre, no hubo ningún acontecimiento trascendental en la epopeya patria en el que no haya intervenido, como actor o testigo, algún británico. Y si bien a veces pareciera ser este un tema tabú, sobre todo después de la Guerra de Malvinas, existe una extensa bibliografía al respecto. El solo repaso de una lista de nuestros líderes históricos nos permite distinguir, entre ellos, a numerosos argentinos descendientes de británicos, como Pueyrredon, Lavalle, Pellegrini, Farrell, Perón, Alfonsín, e incluso el revolucionario Ernesto “Che” Guevara. En el ámbito de la cultura, podemos encontrar a Jorge Luis Borges, Alberto Williams, María Elena Walsh o Gustavo Cerati, entre otros. También a intelectuales como Eduardo Wilde o Belisario Roldán, a científicos como el perito Francisco P. Moreno y a destacados médicos como Juan Pedro Garrahan y Cecilia Grierson.
Pero por sobre todo no debemos olvidar, como rescata Maxine Hanon –importante investigadora de la historia de esta comunidad–, el rol de anónimos inmigrantes británicos que, con no más que su inteligencia y laboriosidad, hicieron su aporte a nuestra nación influyendo en nuestros hábitos, como maestros, sastres, carpinteros, constructores, ovejeros y otros.
En la colonia
Aunque el sistema económico colonial español era, en teoría, hermético y no permitía el comercio con otras naciones ni la radicación de extranjeros, a partir del siglo XVIII algunas autorizaciones excepcionales de ingreso de profesionales y artesanos británicos a los que se consideraba útiles, y a las que se sumó el negocio del contrabando, posibilitaron el comienzo de una relación entre estas tierras y Gran Bretaña que cobraría un creciente protagonismo en años posteriores.
Está claro que fue el comercio el principal motor de este incipiente vínculo. En rigor, la búsqueda por parte de Gran Bretaña de nuevos mercados donde vender los productos de su Revolución Industrial (que resultaban imposibles de ingresar en la Europa dominada por Napoleón) motivó las Invasiones Inglesas a Buenos Aires en 1806 y 1807 y también la toma de Montevideo. Si bien es sabido que esos intentos fracasaron, envalentonaron a los criollos en la búsqueda de su emancipación al descubrir que podían defenderse sin la ayuda de España, a la vez que los impulsaron a considerar ideas como la libertad y el comercio libre que exitosamente les dejó la propaganda británica.
Pero las invasiones no solo dejaron propaganda: por un lado, quedaron en estas tierras una buena cantidad de británicos que, primero como prisioneros, permanecieron aquí, donde entablaron una excelente relación con los criollos. Algunos se establecieron en el interior, y al respecto debemos hacer una mención especial a un grupo de ellos que ayudó a conformar las milicias de británicos residentes en Cuyo que acompañaron a San Martín, conocidas con el nombre de Cazadores Ingleses.
Por otro lado, debemos tener en cuenta otro aspecto que no es menor, y es que, tras la toma de Montevideo, los británicos lograron inundar su mercado de productos manufacturados que no tardaron en infiltrarse en Buenos Aires, y despertaron el apetito de los porteños. Esto contribuyó a que en los años siguientes se afianzara –tras algunas idas y vueltas y gracias a la existencia de permisos transitorios y al contrabando– el ingreso de mercaderías británicas al puerto porteño y la radicación de comerciantes de dicho origen, los que se agruparon en el por entonces llamado Comité de Comerciantes Británicos.
A partir de la Revolución de Mayo
A partir de 1810, las restricciones coloniales cesaron y el comercio entre nuestras tierras y Gran Bretaña comenzó a crecer con otra fuerza. El mencionado Comité de Comerciantes Británicos se convirtió en la British Commercial Rooms, la primera institución británico-argentina, que abrió en 1815 una biblioteca –la British Subscription Library– y hacia 1821 una estafeta postal propia, y que décadas más tarde devendría en la creación del Club de Residentes Extranjeros. Hacia 1817 ya dominaba el comercio exterior de nuestro país. Para tener una cabal idea de la creciente importancia de la relación comercial entre ambos países, vale mencionar que entre 1821 y 1823 arribaron a Buenos Aires el doble de barcos mercantes con bandera británica que de cualquier otro origen.
Mientras se acentuaba la radicación de comerciantes de dicha nacionalidad en nuestro país, en las islas británicas se iba corriendo rápidamente la voz y pronto comenzaron a llegar carpinteros, herreros, sastres, relojeros, periodistas, médicos, maestros, e incluso militares y marinos, que en poco tiempo predominaron en la joven Armada argentina.
En 1824 sucedieron dos hechos trascendentales en la historia de la comunidad argentino-británica: se estableció en Buenos Aires el primer cónsul oficial del Gobierno británico, Woodbine Parish, con el auspicio del ministro de Asuntos Exteriores George Canning, y tras la derrota de las tropas españolas en Ayacucho, la corona británica reconoció formalmente la independencia de los nuevos estados sudamericanos.
Se completan estos importantes sucesos en 1825 con la firma del tratado de amistad, comercio y navegación entre Argentina y Gran Bretaña, que dejó asentado el reconocimiento de nuestra independencia, estableció definitivamente la libertad de culto en nuestro país –permitiendo a los inmigrantes construir sus templos y cementerios–, les otorgó a los residentes derechos y garantías con los que antes no contaban, e impulsó diversos proyectos de inmigración, comercio, minería y agricultura que venían gestándose desde tiempo antes.
Tras la toma de Montevideo, los británicos lograron inundar su mercado de productos manufacturados que no tardaron en infiltrarse en Buenos Aires, y despertaron el apetito de los porteños.
Es así como, en este contexto, entre 1825 y 1826 se sucedió la primera y única inmigración organizada de británicos en la Argentina, que se conforma de los proyectos de colonias agrícolas de Beaumont en Entre Ríos y San Pedro, los inmigrantes llegados en los barcos de la Agricultural Company of the River Plate, la colonia agrícola de Santa Catalina-Monte Grande en Lomas de Zamora –proyectada por los hermanos John y William Parish Robertson–, los emprendimientos mineros de la Famatina Mining Company y la River Plate Mining Association, y numerosos inmigrantes y aventureros que vinieron por su cuenta, a los que se sumaron los profesionales contratados por el Gobierno argentino para la realización de obras públicas.
De los proyectos de colonias agrícolas, el único que prosperó varios años fue el de Santa Catalina-Monte Grande, al cual se incorporaron luego muchos inmigrantes de los proyectos que habían fracasado, y el resto se estableció en Buenos Aires, en algunas estancias de dueños británicos, e incluso otros se embarcaron en la escuadra del almirante Brown.
La colonia de Santa Catalina estaba formada no solo por granjeros –entre los que se encontraba William Grierson, abuelo de la primera médica argentina Cecilia Grierson–, sino también por el arquitecto y pintor Richard Adams –reconocido posteriormente por obras como la Iglesia Anglicana St. Johnʼs y la demolida Iglesia Presbiteriana de San Andrés y por sus pinturas de Buenos Aires–, el prestigioso botánico y paisajista John Tweedie –quien proyectó en este sitio el primer bosque implantado del país, cercó potreros productivos con talas nativos y, posteriormente, se convirtió en un explorador y difusor a nivel mundial de la flora nativa argentina–, un médico, una institutriz, herreros, carpinteros, albañiles y personas de otros oficios. La mayoría de los colonos provenían de Escocia (por eso se construyó allí la primera capilla presbiteriana del país), pero vale aclarar que el arquitecto y los trabajadores de la construcción eran londinenses.
La importancia del comercio fue tanta que, en 1889, la Argentina absorbió entre el 40 y el 50% de sus inversiones fuera del Reino Unido, por lo que se convirtió en el país no anglófono más vinculado económica y financieramente con Gran Bretaña.
Esta colonia se dispersó hacia 1830 y la mayoría de sus miembros se establecieron en Buenos Aires, Lomas de Zamora, Quilmes (actual Florencio Varela), el antiguo Monte Chingolo (hoy cercanías de Ministro Rivadavia), San Vicente y Chascomús. La mayoría de ellos se convirtieron en prósperos estancieros. Pero Santa Catalina, la primera colonia agraria y de inmigrantes de la Argentina, fue un hito en la historia del agro nacional por los adelantos tecnológicos que incorporó. Allí se produjo, por ejemplo, la primera manteca en panes del país. Probablemente por estos antecedentes, el sitio fue elegido en 1868 por la Sociedad Rural Argentina y el Gobierno de la Provincia de Buenos Aires para instalar la primera institución de enseñanza agraria de la Argentina, donde años después se recibieron los primeros ingenieros agrónomos y veterinarios del país. Por todos estos motivos, las 700 hectáreas aún rurales de Santa Catalina en pleno conurbano bonaerense se declararon Lugar Histórico Nacional.
Las instituciones y la consolidación de la comunidad
Entre 1820 y 1830, ya existían en Buenos Aires diversas entidades educativas, religiosas, deportivas, de salud, bancarias y periodísticas de la comunidad argentino-británica, que fueron predecesoras de muchas de las que todavía existen.
Ya en 1821 se había instalado el pequeño cementerio protestante del Socorro, el cual fue reemplazado en 1833 por el de Victoria (actual Plaza 1º de Mayo), que a finales de siglo fue desmantelado al cederse una sección de Chacarita para cementerio protestante.
En cuanto a las iglesias, en 1825 abrió la primera capilla anglicana –reemplazada en 1831 por la actual St. Johnʼs–; en 1829, la presbiteriana escocesa –St. Andrewʼs se inauguró en 1835–, y en 1842, la metodista, relacionada con la comunidad norteamericana.
Gracias a la tarea del educador y pastor bautista escocés James Thompson, llegado en 1818 para difundir el sistema lancasteriano de enseñanza pública, y posteriormente de John Armstrong, en 1825 se concreta la fundación de la Sociedad Bíblica Argentina. Pero recién a finales de siglo, el rol en la educación argentina de otro británico, el pastor y filántropo inglés William C. Morris, tendrá un nivel diferente de reconocimiento por su destacable labor.
En 1826 se fundaron la Buenos Ayres British and Foreign Society, el British Packet, and Argentine News (primer medio de prensa de la colectividad, que más tarde sería seguido por The Standard y Buenos Aires Herald) y el Buenos Aires Race Club. En 1827 fue el turno de la British Friendly Society –luego Hospital Británico, fundado en 1844– y de la British Philanthropic Society, que devino en el siglo XX en The League of the Empire y The British Society in the Argentine Republic. Algunas de estas instituciones son las antecesoras del actual ABCC (Consejo de la Comunidad Argentino Británica).
En la década de 1830 se fundaron el Buenos Aires Cricket Club (pionero en el deporte argentino), la Union Subscription Library and Reading Room, el Committee of British Merchants, el Permanent Committee of British Subjects, la Escuela Escocesa San Andrés, la British Episcopal School y la Escuela de Primeras Letras de la Iglesia Metodista. Paralelamente, Charles Darwin recorría extensamente el país, tomando nota y dando difusión no solo a la naturaleza argentina, sino también a diferentes aspectos de la vida local.
La primera logia masónica inglesa de la Argentina, llamada Excelsior, se consagró en 1853 y fue más tarde seguida por otras, algunas de las cuales siguen existiendo. Dos años después se comenzó la construcción de la Aduana de Taylor, parte de cuyas ruinas hoy integran el Museo del Bicentenario, proyecto del arquitecto inglés Edward Taylor, quien había llegado en 1825 y se había sumado a la colonia Santa Catalina.
Además de los ferrocarriles, los ingleses hicieron inversiones en puertos; en compañías de tranvías, de electricidad, gas, aguas corrientes; en frigoríficos; en actividades industriales, agropecuarias, forestales, comerciales, financieras, aseguradoras y de importación.
Para cerrar el tema institucional, no debemos olvidar mencionar a aquellas entidades nacionales que si bien no fueron creadas para agrupar a personas de la comunidad británica, contaron con ellas entre sus miembros relevantes o fundadores, por ejemplo, el Banco de la Provincia de Buenos Aires, el primero de Hispanoamérica, fundado en 1822 como Banco de Descuentos; la Sociedad El Camoatí (primera Bolsa de Comercio de Buenos Aires, en 1846); la Sociedad Rural Argentina (1866), o la Sociedad Argentina Protectora de Animales (1879).
Décadas de apogeo
Hacia mediados del siglo XIX, las nuevas tecnologías habían permitido en Gran Bretaña la producción de bienes que debían ser ubicados en el extranjero, a la vez que surgía allí cada vez más la necesidad de importar materias primas que la Argentina podía proveer.
En este contexto, se dio en nuestro país la llegada del ferrocarril en 1857 y la posterior apertura de los diversos ramales en las décadas siguientes, a lo que se sumaron inversiones de capitales británicos en puertos; en compañías de tranvías, de electricidad, gas, aguas corrientes; en frigoríficos; en actividades industriales, agropecuarias, forestales, comerciales, financieras, aseguradoras y de importación (de maquinarias agrícolas y materiales de construcción, por ejemplo), entre otros rubros fundamentales para esta etapa de la historia argentina.
De esta forma se consolidaba aquello que se venía gestando desde las décadas anteriores, y a partir de 1880 nuestro país se convertía en el país no anglófono más vinculado económica y financieramente con Gran Bretaña. Para dar una idea de esto, podríamos mencionar que, en 1889, la Argentina absorbió entre el 40 y el 50% de las inversiones británicas hechas fuera del Reino Unido, mientras se transformaba en su mayor proveedor de materias primas, incluso por sobre sus propias colonias.
Lomas de Zamora y Quilmes fueron los enclaves preferidos de la comunidad. Entre 1865 y 1925 fundaron allí tres iglesias protestantes, un cementerio, varias logias e industrias, tres colegios, y cinco clubes deportivos y un club social que siguen en funcionamiento.
Así se dio una nueva oleada inmigratoria desde las islas británicas hacia nuestro país. En esta ocasión fue principalmente de obreros especializados, técnicos y profesionales, a la vez que, de la mano del ferrocarril, se expandían las actividades de la comunidad argentino-británica hacia los suburbios de Buenos Aires y el interior del país. Y donde los nuevos inmigrantes se afincaban, se fundaban nuevas instituciones religiosas, educativas, deportivas y sociales, muchas de las cuales todavía subsisten y son bien reconocidas. A modo de ejemplo podríamos mencionar el caso de Lomas de Zamora, que por entonces era el suburbio de Buenos Aires favorito de la comunidad, seguido por Quilmes. Entre 1865 y 1925 la comunidad fundó allí tres iglesias protestantes, un cementerio, varias logias, varias industrias, tres colegios, cinco clubes deportivos y un club social que siguen en pleno funcionamiento, más un anexo del Hospital Británico, varias instituciones que cerraron o se transformaron con los años y hasta un partido político municipal. En menor medida, esto se repitió en otros suburbios, ciudades y pueblos, como Flores, Belgrano, Rosario, Bahía Blanca, Río Gallegos, etcétera. Y de la mano de estos inmigrantes y de sus instituciones, se generaron importantes cambios en los modos de vida y en los paisajes de estos sitios, que terminaron asimilándose con los criollos.
La influencia británica en el desarrollo de la Patagonia
Debemos hacer dos menciones importantes sobre la inmigración británica en la Patagonia por el legado significativo que han tenido en su cultura y economía. La primera se refiere a la colonia galesa establecida en la provincia de Chubut. La segunda mención es sobre los emprendimientos ovejeros de inmigrantes británicos en Santa Cruz y Tierra del Fuego, que dejaron su huella en la cultura local, en la arquitectura y en la gastronomía. Una figura fundamental fue Thomas Bridges, quien se instaló junto a su grupo en convivencia con los pueblos originarios de Tierra del Fuego en 1871, e izó la bandera argentina en 1884 al fundar el Gobierno argentino la ciudad de Ushuaia, un hecho clave en momentos en que no estaban claros los límites con Chile. Su hijo, Lucas Bridges, relata en el libro El último confín de la Tierra la vida de su familia con los onas y los yámanas, y cómo fue que pasaron de ser misioneros a consolidados ovejeros. Su estancia Harberton (declarada Monumento Histórico Nacional) no fue la única de su tipo, y la introducción de las ovejas por parte de estos emprendedores colonos británicos en este sector del país, además del coraje y la perseverancia de los pastores y esquiladores escoceses que llegaron para trabajar en ellas, transformó la economía y la cultura patagónicas.
El legado británico en la cultura argentina actual
Las marcas del aporte británico en nuestro país se encuentran sin mucho escarbar en nombres de sitios, en la arquitectura y en los paisajes urbanos y rurales argentinos, así como en instituciones y costumbres que son parte de nuestra vida cotidiana, incluidos los clubes deportivos y los colegios, estos últimos, probablemente, los mayores responsables de que la Argentina sea el país de América Latina con mejor nivel de inglés.
El concepto de “paisaje cultural”, cada vez más en boga, nos puede hacer pensar en aquellos entornos moldeados por el ferrocarril, con sus suburbios residenciales a la inglesa en las afueras de Buenos Aires, sus chalets con jardines arbolados, sus clubes, colegios, iglesias, y costumbres; también las colonias y los talleres ferroviarios. Las estancias patagónicas, con sus nombres ingleses, su arquitectura, sus jardines, sus ovejas. También varias estancias de la llanura pampeana, como la del Espartillar y Adela, en Chascomús, o La Caledonia en Cañuelas, donde se dice que se inventó el dulce de leche. Su nombre es tan escocés como el de su propietario, John Miller, uno de los tantos británicos que hicieron aportes cruciales al progreso del agro nacional, empezando por el desarrollo de la industria láctea y la agricultura en Santa Catalina.
Si bien la inmigración británica no fue tan numerosa, su presencia ha dejado una huella en el paisaje cultural: las estancias patagónicas con sus nombres ingleses y sus ovejas, las estaciones de ferrocarril, los chalets con jardines cuidados, los clubes y los colegios son parte de él.
Y si hay algo que los argentinos hemos sabido sostener con pasión y profesionalismo es la excelencia en los deportes, la gran mayoría fueron introducidos en nuestro país por los inmigrantes británicos: el fútbol (inevitable mencionar las figuras de Alexander Watson Hutton y los hermanos Thomas y James Hogg), el rugby, el hockey, el tenis, el polo, el yachting, el turf, el cricket, el golf... Entre los históricos clubes argentinos fundados por británicos, podemos mencionar el Buenos Aires Lawn Tennis, Alumni Athletic, Belgrano Athletic, Lomas Athletic, Quilmes Athletic, Banfield, Hurlingham, Newellʼs Old Boys, Buenos Aires Rowing, Tigre Boat, Gazcón Lawn Tennis, y muchos más, sin enumerar todos los relacionados con los ferrocarriles y con las asociaciones como la AFA.
Es necesario nombrar también a los ingenieros y arquitectos que construyeron los edificios e infraestructura de las ciudades donde vivimos: Bateman, Bevans, Adams, Taylor, Bassett-Smith, Chambers, Merry, Conder, Farmer, Follett, Medhurst-Thomas, Smith, Collcutt, y tantos otros, sin contar a descendientes de británicos, como Arnoldo Jacobs o Amancio Williams. Todos ellos ayudaron a enriquecer nuestro patrimonio cultural actual y a conformar el ambiente de sitios que nos identifican como argentinos y que son tan diversos como la Av. de Mayo y la Av. Alvear en Buenos Aires, ciudades como Rosario o Mar del Plata, suburbios como Lomas de Zamora, Quilmes, San Isidro o Hurlingham, colonias ferroviarias como las de Remedios de Escalada en Buenos Aires o Darwin y Río Colorado en Río Negro, y hasta enclaves remotos como el antiguo Hotel Puente del Inca en Mendoza.
Bruno Cariglino es arquitecto (UBA), especialista en Gestión del Patrimonio Cultural, miembro activo de ICOMOS, Subdelegado para la Pcia. de Buenos Aires de la Comisión Nacional de Monumentos, de Lugares y de Bienes Históricos, y miembro fundador del Programa de Protección del Patrimonio de Lomas de Zamora. Ha dedicado parte de su carrera a la investigación y difusión del patrimonio cultural argentino-británico.
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