Es la colectividad que más migrantes tuvo y, junto con la española, la que más rápido se fusionó con los locales. Esa mezcla configuró el perfil típico del argentino de principios del siglo pasado, pero que muchos reconocemos aún hoy. A nadie hay que explicarle aquí qué quiere decir ser “tano”.
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Escribir sobre la colectividad ítalo-argentina implica el abordaje de una significativa parte de nuestra híbrida sociedad, cuya influencia es tan profunda que abarca factores como la lengua, la arquitectura, el arte, la literatura, la gastronomía y la industria. En el imaginario popular se afirma que la mitad de los argentinos tenemos “sangre tana”. Pero, realmente, ¿cuántos italianos llegaron?, e igual de importante, ¿cuántos regresaron? Porque no todos hallaron el esperanzador progreso en estas lejanas tierras, o estaban aquellos apodados “golondrina” que solo permanecían durante el tiempo de cosecha. Para hallar números confiables tenemos que remitirnos a las estadísticas de los censos nacionales: se estima que entre 1857 y 1947 arribaron 2.967.759 inmigrantes peninsulares, de los cuales 1.491.034 regresaron a su patria. Es decir, en esos 90 años, se establecieron definitivamente 1.476.725 italianos.
Sin embargo, esta cifra solo refiere al inmigrado. Al existir en Argentina, como en muchos países americanos, el derecho a la nacionalidad por ius soli –en otras palabras, la obtención de la ciudadanía por nacimiento dentro del territorio–, los censos solo diferencian a aquellas personas que llegaron desde Italia, más no a sus hijos aquí gestados, porque ya eran considerados argentinos. Por ende, ese número no refleja el tamaño real de esta comunidad, donde la primera generación sudamericana conservaba matices de la cultura ancestral a través de la familia, los amigos y las asociaciones.
Agreguemos que en 1895 se registró la mayor proporción de italianos por sobre el total de la población del país, el 12%; y que conformaron entre 1857 y 1947 el 42% de los extranjeros que ingresaron al territorio nacional. En conclusión, los números demuestran la indiscutible mayoría de esta colectividad que modificó para siempre nuestra sociedad y paisaje.
La lengua
Si recibimos tantos inmigrantes italianos, ¿por qué su idioma no se habla masivamente en la Argentina? Italia se unificó como reino en 1861, por lo que quedó definitivamente establecida en 1870 con la anexión de Roma. No obstante, esta fusión política y territorial, en el aspecto lingüístico, demoró cerca de 100 años más. A mediados del siglo XIX, las 20 regiones en las que se divide la península tenían múltiples dialectos; lo que hoy se conoce como el italiano estándar tomó como base la lengua del prestigio literario, propia de Florencia, que tenía primacía en el ámbito diplomático y administrativo. Pero, recién a mediados del siglo XX, el italiano devino una lengua unitaria a través de la escuela, la literatura, los medios de comunicación y la burocracia estatal.
"Los inmigrantes que llegaron en las primeras oleadas hablaban su propio dialecto (milanés, florentino, napolitano), pero adoptaron el español no solo por su uso oficial, sino también como lengua vehicular."
Los inmigrantes peninsulares que llegaron en las primeras oleadas hablaban su propio dialecto, como el milanés, florentino, napolitano y siciliano, siendo este plurilingüismo el promotor de una rápida adopción del español, no solo por su uso oficial, sino también como lengua vehicular. A este período de afianzamiento del idioma local, facilitado por tener una misma raíz latina, se lo conoce aquí como “cocoliche”, término derivado de un personaje teatral, creado en 1890 por José Podestá, que estereotipaba al inmigrante italiano con diálogos como “Ma quiame Franchisque Cocoliche, e songo cregollo gasta lo güese de la taba e la canilla de lo caracuse, amigue, afficate la parata...”.
La primera generación de argentinos hablaba español y no muchos mantuvieron el dialecto de los padres. En este sentido, resultan ilustrativas las memorias de Georges Clemenceau, ex primer ministro de Francia, en las que vuelca sus impresiones del viaje que realizó por Sudamérica en 1910: “El italiano, en particular, se argentiniza mucho antes de ser argentado. He tenido de esto miles de ejemplos en las provincias, como en Buenos Aires, todos concordantes. A un niño, hijo de inmigrante, preguntábamos un día si hablaba italiano o español, a lo que nos respondió orgullosamente: ‘En casa, todos hablamos argentino’”.
Más allá de esta rápida adaptación al idioma local, la influencia dialectal hizo aportes al lunfardo, al tango y a nuestra lengua estándar con la incorporación y argentinización de palabras harto conocidas como laburo, fiaca, facha, morfar y mufa; y otras no tanto… cuántas veces habremos escuchado o dicho “¡Me bocharon en el final de…!”, sin saber que proviene de bocciato, que se traduce como “reprobado”. Es más, algunos estudios aseguran que se alteró la tonalidad, sobre todo en la zona del Río de la Plata y su área de influencia, por lo que se diferencia del resto de los hispanohablantes.
Lugares de asentamiento
Un italiano que emigrara a estas latitudes en 1914 probablemente llevaría consigo el Manuale dell’ emigrante italiano all’ Argentina, editado un año antes en Roma por el Commissariato dell’ Emigrazione, en cuyo capítulo III recomienda: “No se quede en Buenos Aires. Incluso siendo obrero o artesano, yo no le aconsejo que fije su residencia en Buenos Aires. Sería un error inmenso. No se deje seducir por los relatos de este o aquel que puedan haber hecho más o menos fortuna. Ya no es más como entonces: también en Buenos Aires la vida es una áspera lucha, y sin capitales para invertir o sin el arte de hacer algo con las manos no solo no hará fortuna, sino que hasta le faltará lo suficiente para vivir día a día. Conviene entonces que se dirija al interior del país y, cuanto más lejos de los centros urbanos lo haga, mayor será su probabilidad de hacer fortuna”.
Esta advertencia emanada nada menos que por un organismo estatal pone en evidencia la compleja situación laboral que encontraban al desembarcar en la capital, donde casi la mitad de la población era extranjera y, aproximadamente, un 20% de origen itálico. Si bien la ciudad de Buenos Aires retuvo el mayor grupo de peninsulares, la provincia homónima, Santa Fe, y Córdoba le siguen en número. En estas dos últimas y Entre Ríos, el desarrollo de colonias agrícolas movilizó familias fuera de los grandes centros urbanos, donde trabajaban y convivían con otras de origen europeo.
Aunque en menor proporción, el resto del territorio nacional también cautivó a la diáspora italiana. En Mendoza, fue significativo el aporte comunitario en el desarrollo vitivinícola; se puede citar el caso de la Bodega Giol en Maipú, fundada en 1898 por los socios Juan Giol y Gerónimo Gargantini, junto a la que levantaron dos espléndidas residencias que hoy son asiento del Museo Regional del Vino y la Vendimia. Por otro lado, en la Patagonia, fue singular la actividad religiosa y educativa de la Società Salesiana de San Giovanni Bosco, como la Misión de Nuestra Señora de la Candelaria en Tierra del Fuego, cuya capilla, construida en 1898, fue declarada Monumento Histórico Nacional.
A diferencia de los Estados Unidos, donde era habitual la segregación del migrante en barrios como Little Italy en Nueva York; aquí, la confluencia de dos culturas latinas y la hegemonía de este grupo allanaron el camino a la plena integración social. Convivían en la misma ciudad el humilde italiano hacinado en un conventillo, que subsistía de “changas”, y el afortunado compatriota, dueño de un emprendimiento industrial, que encargaba su moderna villa a algún notable arquitecto.
Aun así, hubo casos puntuales de enclaves. Uno de los más conocidos es el de La Boca en Buenos Aires, donde en 1882, en el marco de un conflicto gremial, extremistas genoveses intentaron fundar la República Independiente de la Boca. La revista Caras y Caretas dedicó una nota al extraordinario suceso: “¿Con qué derecho el gobierno argentino se mezcla en nuestros asuntos? ¡Nosotros somos genoveses!”, exclamaron; acto seguido, izaron su bandera en la azotea de la Sociedad Italiana y enviaron una nota al rey de Italia en la que informaban la creación del estado separatista. Este enfrentamiento requirió la intervención del presidente Julio Argentino Roca, que arrió personalmente la insignia y comunicó al grupo rebelde el deber de acatar las leyes argentinas.
Las asociaciones
El rol de las asociaciones fue esencial en la preservación y difusión de la identidad italiana, por lo que sus sedes se convirtieron en un hito dentro de la traza urbana de numerosos pueblos y ciudades argentinas. De ellas, dos sobresalen por su valor histórico-arquitectónico y por el que se les otorgó la declaratoria como Monumento Histórico Nacional, ubicadas en la ciudad de Buenos Aires. Una es el monumental edificio de Unione e Benevolenza sobre la calle Perón 1352, inaugurado en 1914, cuya fachada exhibe los perfiles de Leonardo da Vinci, Dante Alighieri, Galileo Galilei, Cristoforo Colombo y Guido d’Arezzo; y por encima, dos figuras femeninas sostienen los escudos del Reino de Italia y la República Argentina. La otra es la sede de Unione Operai Italiani sobre la calle Sarmiento 1364, que conserva el grandioso salón de actos de la década de 1880 y su frente de líneas Liberty –añadido décadas después–, obra del reconocido arquitecto milanés Virginio Colombo.
Se estima que entre 1857 y 1947 arribaron a la Argentina 2.967.759 inmigrantes italianos. Sin embargo, no todos se quedaron: 1.491.034 regresaron a su patria.
Igual mención merece el magnífico palazzo del Club Canottieri italiani en Tigre, terminado en 1928 por el célebre arquitecto lombardo Gaetano Moretti, que emula los palacios Ducal y Contarini del Bovolo en Venecia; la Società Italia Unita de Junín; las sociedades de mutuo socorro de Pigüé, Tres Arroyos, Goya, Corrientes, Concordia, Victoria, Villaguay, San Cristóbal y Posadas; el Hospital Italiano de Santa Fe; y la lista continúa... Con diferentes lenguajes arquitectónicos hacen gala de la historia italiana a través de figuras y símbolos, entre los que son comunes el blasón de la Casa de Saboya y la
Loba Romana
¿Qué fines perseguían estas instituciones? En mayor medida, la asistencia y socorro de los socios (más de la mitad de ellas), beneficencia y educación, comercial, recreativa y deportiva. Algunas incluso llegaron a ofrecer sepultura en propios panteones.
En 1908 había cerca de 317 sociedades italianas, que contaban con un total de 19.826 miembros, siendo la más antigua la Società di Beneficenza per l’Ospedale Italiano de Buenos Aires, establecida en 1853 y actual Hospital Italiano, seguida por la también porteña Unione e Benevolenza (1858), la homónima de Rosario (1861) y la Società di Mutuo Soccorso de Chivilcoy (1867). Dentro de las más representativas y aún activas se encuentran el Circolo Italiano (1873), la Cámara de Comercio Italiana (1884) y la Asociación Dante Alighieri (1896).
Una familia que hizo especial contribución a estas instituciones fueron los hermanos genoveses Antonio, Cayetano, Tommaso y Bartolomeo Devoto, quienes amasaron una fortuna en empresas tan diversas como bancos, frigoríficos y hasta una Compañía General de Fósforos. Integraron la comisión fundacional y aportaron fondos para el Asilo de Huérfanos, la Società Le donne Italiane, el Hospital Italiano, el Circolo Italiano, el Asilo Humberto Primo, la Sociedad Italiana Tiro a Segno y la Basílica San Antonio de Padua en el barrio de Villa Devoto, llamado así en homenaje a Antonio.
En 1907, las asociaciones tuvieron especial motivo para unirse en celebración: el centenario del nacimiento de Giuseppe Garibaldi, ocasión para la que se invitó a su nieto Brown Canzio y el Gobierno argentino decretó la colocación de la bandera nacional en todos los edificios públicos y la ubicación de tropas en la Plaza Italia de Buenos Aires. El 4 de julio tuvo lugar el acto central en la capital, donde desfilaron las sociedades ordenadas por fecha de fundación junto a veteranos garibaldinos y logias masónicas, formando una columna de 100.000 personas a lo largo de las calles Pueyrredón, Santa Fe, Malabia y Las Heras hasta el monumento a Garibaldi.
La visita oficial del príncipe heredero Humberto de Saboya, en 1924, fue una demostración de la significativa presencia de los italianos en todo el país. Se le rindieron honores en la capital y en las provincias de Buenos Aires, Santa Fe, Córdoba, Tucumán y Mendoza.
Este fervor revivió en 1924 durante la visita oficial del príncipe heredero Humberto de Saboya, que recorrió la capital y las provincias de Buenos Aires, Santa Fe, Córdoba, Tucumán y Mendoza. La popular acogida fue reportada por periódicos nacionales y extranjeros.
La arquitectura
Desde mediados del siglo XIX, la demanda de profesionales y mano de obra especializada atrajo ingenieros, arquitectos y expertos en ornato instruidos en los politécnicos y academias italianas, como así también artesanos formados en talleres o por traspaso generacional. Introdujeron técnicas constructivas y decorativas aquí desconocidas –estucos, símil piedra, yesería, marmolería–, pronto aplicadas en las edificaciones heredadas del período hispánico. A la sobria fachada de una vivienda del siglo XVIII se la recubría con pilastras, capiteles, balaustres y tímpanos neorrenacentistas al punto de ocultar todo rasgo pasado; ni el Cabildo de Buenos Aires ni la Casa de la Independencia en Tucumán quedaron inmunes a la fiebre italianizante. Esta preferencia arquitectónica fue in crescendo hasta abarcar la proyección de comercios, teatros, iglesias, escuelas, hospitales, residencias y edificios públicos de todo el país.
La que sigue es una selección de ingenieros-arquitectos que destacaron por su prolífica obra:
Pietro Fossati (1827-1893), de origen lombardo, en la provincia de Entre Ríos, tuvo a su cargo la última etapa del Palacio San José y la estancia-saladero Santa Cándida, ambos por encargo de Justo José de Urquiza; la Iglesia Matriz y la terminación de la Aduana y Capitanía del Puerto de Concepción del Uruguay. En Buenos Aires, el Palacio Arzobispal (incendiado en 1955) y el proyecto para la primera sede del Hospital Italiano.
Giovanni Antonio Buschiazzo (1845-1917), nacido en Pontinvrea, fue designado director del Departamento de Obras Públicas de la Municipalidad de Buenos Aires, donde tuvo a su cargo el trazado de la Avenida de Mayo y la modificación de la plaza homónima, junto con el arq. Pablo Blot. Es autor de los hospitales Italiano (la segunda sede), San Roque y Durand; del Mercado de San Telmo; del Asilo de Ancianos (actual Centro Cultural Recoleta); de la Iglesia Nuestra Señora del Carmen; de la Municipalidad de Belgrano; de la terminación de las iglesias de La Piedad y “La Redonda”; del Hospital Centenario de Gualeguaychú y del San Martín de Paraná, además de numerosas residencias particulares.
Carlo Morra (1854-1926) nació en Benevento en el seno de una familia noble y se formó en Turín, donde obtuvo el diploma de Ingeniero Militar. Proyectó para el Consejo Nacional de Educación decenas de escuelas, entre las que se destacan, en Buenos Aires: Presidente Roca, Mitre, Rivadavia, Hipólito Vieytes, Nuestra Señora de la Misericordia, Sarmiento y Onésimo Leguizamón (las dos últimas con Raymundo Batlle), y el primer edificio de la Biblioteca Nacional; en Córdoba, la Escuela Juan Bautista Alberdi; en Jujuy, la Escuela Belgrano; y en La Plata, el Tiro Federal.
Francesco Tamburini (1846-1890), marchigiano formado en Bologna, ejerció la docencia en la Academia de Bellas Artes de Nápoles, en el Instituto de Bellas Artes de Urbino y en la Escuela de Arquitectura de la Universidad de Roma. En 1883 fue convocado por el presidente Julio Argentino Roca para el ensanche de la Casa Rosada y nombrado Inspector General de Obras de Arquitectura de la Nación. Proyectó en Córdoba la Penitenciaría, el Hospital de Clínicas (con el ing. Rafael Aranda), el Teatro Rivera Indarte, el Banco de la Provincia, la Escuela Normal Justo José de Urquiza y la estancia La Elisa para el presidente Miguel Juárez Celman. En Rosario, la Escuela Normal de Maestras. En Santiago del Estero, el Colegio Nacional y la Escuela Normal de Maestros. En San Luis, las Oficinas Nacionales. En Buenos Aires, la sede central del Departamento de Policía, el Hospital Militar Central, las escuelas Superior de Medicina, Mariano Acosta, Nicolás Avellaneda, y el proyecto primitivo para el Teatro Colón.
Luigi Caravati (1821-1901), nacido en Milán, es autor en la provincia de Catamarca de la Catedral Basílica y Santuario Nuestra Señora del Valle, el Seminario Diocesano, el Hospital San Juan Bautista, la Casa de Gobierno, el Cementerio Municipal Fray Mamerto Esquiú, el Paseo General Navarro, la residencia del gobernador Julio Herrera, la Iglesia de San Nicolás de Bari (San Pablo) y la Iglesia de San Isidro Labrador (San Isidro).
El movimiento modernista, conocido en Italia como Floreale o Liberty, tuvo su acabada representación local de la mano del milanés Virginio Colombo (1884-1927) y el turinés Francesco Gianotti (1881-1967). El primero vino a Buenos Aires para colaborar en las obras de decoración del Palacio de Justicia y se quedó para proyectar la “Casa de los Pavos Reales”, la extravagante Villa Carú (lamentablemente demolida), la residencia Lagomarsino (hoy Casa de la Provincia de San Luis), la fachada de Unione Operai Italiani, los edificios Grimoldi y Calise, y el Pabellón del Servicio Postal de la Exposición Ferroviaria y de Transportes Terrestres de 1910. El segundo participó en el montaje del Pabellón de Italia en la misma exposición –diseñado por Gaetano Moretti y bajo la dirección de Mario Palanti–, y es autor, en la capital, de la Confitería del Molino y la Galería Güemes, en las que destacó, además, por el empleo del hormigón armado; en Salta, el Pabellón Centenario, actual Museo de Ciencias Naturales, y la residencia de Félix Usandivaras, con José Barboni.
El caso del Palacio del Congreso Nacional es sorprendente. Tanto su autor, Vittorio Meano, como la empresa constructora, Paolo Besana y hermanos, el artista de la cuadriga, Vittorio de Pol, el creador de las 24 figuras alegóricas de la cúpula, Garibaldi Affani, y los diseñadores de los vitrales, Antonio y Salvatore Raus, eran todos italianos. Hasta la célebre Lola Mora concibió las esculturas para la fachada y el gran hall en su taller de Roma, donde tuvo el honor de ser visitada por la reina Elena. De hecho, la labor itálica fue advertida en 1914 durante una sesión de la Cámara de Diputados, en la que el presidente llamó la atención al ingeniero Rocamora por el extraño modo en que estaban escritos los informes de la construcción: “Hemos notado redacciones como estas: ‘Hojas a la estremità membrones’, lo que, como se ve, no es español, pero que usted ha subscripto. Más adelante se lee: ‘requillas’ por ‘rejillas’; ‘recorrenza superiore costanera’, que es algo ininteligible, etcétera”. A lo que Rocamora contestó: “Efectivamente, hay muchas de esas cosas, porque se trataba de empleados italianos que entraban a la obra, con poco tiempo de residencia en el país…”. Podemos afirmar que el cocoliche dejó su huella imborrable en la arquitectura pública.
Las bellas artes
La preeminencia del arte italiano en Argentina se percibe en la propia figuración de la República, esa distinguida mujer de mármol coronada con el gorro frigio que desde la década de 1890 preside las ceremonias en el Salón Blanco de la Casa Rosada, esculpida por el maestro siciliano Ettore Ximenes, el mismo autor del mausoleo del general Belgrano en Buenos Aires, el de Francisco Muñiz en el Cementerio de la Recoleta y el de los monumentos a la Independencia en Brasil y Garibaldi en Milán.
Si de artistas consagrados hablamos, Buenos Aires es una auténtica galería. Giulio Monteverde realizó una de las primeras esculturas que refiere a una personalidad italiana en nuestro país: el monumento a Giuseppe Mazzini (1878). Eugenio Maccagnani es autor de la figura ecuestre de Giuseppe Garibaldi, que desde 1904 domina Plaza Italia. El escultor Giannino Castiglioni y el arquitecto Gaetano Moretti proyectaron en 1927 la antena monumental en Costanera Sur, que rememora la cálida recepción del príncipe Humberto de Saboya. Arnaldo Zocchi y su monumento a Cristoforo Colombo, que la comunidad italiana obsequió para el Centenario de la Revolución de Mayo, autor también del monumento a Manuel Belgrano en Rosario. Pietro Costa elaboró la figura de Juan Galo Lavalle y numerosas esculturas en La Plata. Davide Calandra y Edoardo Rubino ganaron el concurso para el monumento a Bartolomé Mitre que corona la barranca en “la Isla”, y el segundo confeccionó su mausoleo en el Cementerio de la Recoleta.
Fuera de esta agrupación se halla otra formada por pintores y escultores peninsulares que se radicaron en el país e hicieron grandes aportes a nuestro patrimonio cultural.
Egidio Querciola (1871-1949) y Fausto Eliseo Coppini (1870-1945) fueron convocados por el promotor y primer director del Museo Histórico Nacional, Adolfo Carranza, para la producción de pinturas que hacía falta incorporar al guion museológico. El primero, egresado de la Junta Superior de Bellas Artes del Instituto Real de Roma, realizó una serie de retratos presidenciales, para los que posaron José Evaristo Uriburu, Julio Argentino Roca y José Figueroa Alcorta, además de los retratos de Mitre, Sáenz Peña, Urquiza, Quintana y otras figuras patrias. Coppini, formado en la Academia de Brera y premiado con la medalla de plata en la Exposición Internacional del Centenario, ejecutó los cuadros “San Martín en el Portillo”, “Escalada después de Chacabuco” y “La Tarde de Maipú”.
Luigi Trinchero (1862-1944), egresado de la Academia Albertina de Turín, confeccionó en Buenos Aires relieves, bustos y ornatos para el Teatro Colón, el frente de Unione e Benevolenza, las figuras del tímpano de la Iglesia de la Piedad, parte de la decoración del salón de fiestas del diario La Prensa, las magníficas puertas de bronce del Centro Naval en Avenida Córdoba y Florida y el monumento a Martín Rodríguez en la ciudad homónima.
Garibaldi Affani (1861-1917) estudió en la Academia de Bellas Artes de Parma y es autor en Buenos Aires del monumento que la comunidad siria obsequió para el Centenario de la Revolución de Mayo y del monumento Pro-cultura Nacional frente al Museo de Arquitectura; en La Rioja, de la escultura de Pedro Ignacio Castro Barros; en Tucumán, del bronce en homenaje al ingeniero Luis F. Nougués; y en Mar del Plata, del busto del rey Humberto I.
Nazareno Orlandi (1861-1952), pintor formado en la Academia de Bellas Artes de Florencia, tuvo una vasta obra decorativa: el Teatro Colón de Rosario, la Catedral de Catamarca, el Teatro Municipal de Santa Fe, la Catedral de Córdoba, el Club Social en Mar del Plata, la Casa Rosada, la bóveda del Teatro Grand Splendid, el diario La Prensa, el Club del Progreso, la sala principal de la antigua Biblioteca Nacional, la Iglesia del Salvador y el Plaza Hotel. Incluso, el arquitecto Francesco Tamburini y su sucesor, Vittorio Meano, lo convocaron para la decoración del Teatro Colón; sin embargo, como señala una biografía de aquellos años, “desgraciadamente por la repentina muerte de Meano, la dirección pasó a manos de un arquitecto francés, que como buen chauvinista no quería saber nada de artistas ni de arte italiano”. Más allá de la confusión sobre el origen del arquitecto que terminó la obra (Jules Dormal era belga), esta crítica anuncia el afrancesamiento del gusto decorativo y arquitectónico que dio fin al predominio itálico por más de 50 años.
Pablo Chiesa es licenciado en museología, especialista en gestión y preservación del patrimonio cultural y descendiente de italianos.
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