Si bien la mayor parte de los inmigrantes eran gallegos, con el correr de los años todas las demás regiones aportaron los suyos. Argentina y Cuba fueron los territorios preferidos del continente americano..
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Los españoles se trasladaron a América del Sur desde tiempos coloniales, en un principio como protagonistas del proceso de conquista y colonización, y posteriormente como integrantes de las estructuras militares, burocrático-administrativas y comerciales del Imperio español en el área rioplatense. De este modo, el número de peninsulares se fue incrementando paulatinamente, con un importante crecimiento a partir del decreto de libre comercio de 1778, que estimuló las actividades mercantiles transatlánticas y favoreció el traslado de comerciantes al espacio sudamericano, atraídos por los réditos económicos de los intercambios a larga distancia.
Sin embargo, el mayor aumento en las corrientes de españoles hacia el Río de la Plata se produjo entre 1860 y 1930. En este período, Argentina recibió una gran cantidad de inmigrantes de diversas procedencias, sobre todo, europeos, y dentro de estos últimos, los italianos ocuparon el primer lugar, mientras que los españoles el segundo. El país austral se convirtió, en esos años, en uno de los principales destinos americanos de los españoles, junto con Cuba. Otros países que también recibieron importantes flujos hispánicos en esa etapa fueron Uruguay, Puerto Rico y Brasil. Al comienzo, las salidas hacia el continente americano se producían desde las áreas del norte peninsular –con un claro predominio de la región gallega y asturiana–, así como también desde algunas zonas mediterráneas –por ejemplo, Cataluña– y desde los territorios insulares de Canarias y Baleares. Pero con el transcurso del tiempo, las corrientes hacia el exterior fueron conformándose en ámbitos más amplios, e involucraron progresivamente a todas las regiones españolas, aunque con diferentes ritmos, intensidades y alcances dentro de estas.
El historiador César Yáñez Gallardo ha calculado que unos 2.002.318 españoles llegaron a la Argentina entre 1860 y 1930 en segunda y tercera clase, cantidad a la que habría que sumar alrededor de 60.069 peninsulares que se trasladaron en primera clase y otro número similar a este último, correspondiente a quienes ingresaron al país por la vía fluvial, predominantemente desde Montevideo.
No todos los españoles que arribaron al puerto porteño permanecieron en Argentina: muchos retornaron a sus tierras de procedencia luego de una estancia de tiempo variable en la nación austral y algunos otros se desplazaron a otros países, en función de condiciones cambiantes. Un poco más de la mitad de los llegados entre 1860 y 1930 se establecieron definitivamente aquí. El saldo migratorio fue modificándose a lo largo de los años, aunque no llegó a trastocar un hecho irrefutable: el crecimiento constante de la comunidad española en Argentina hasta mediados de la década de 1960, momento en el que se fue debilitando el último ciclo de inmigración española hacia dicho país, aquel que tuvo lugar entre 1946 e inicios de la década de 1960.
El principal grupo regional de inmigrantes fue el de los gallegos (entre el 40 y el 55% de las corrientes peninsulares en nuestro país), seguido de los asturianos, catalanes, leoneses y vascos, en orden decreciente.
Entre 1860 y 1914, el aumento de la comunidad peninsular fue muy notable: según los censos nacionales de los años 1869, 1895 y 1914, la población española en Argentina alcanzaba las 34.100 personas en el primer año, 198.700 en el segundo y 829.700 en el tercero, sin contabilizar a los hijos de españoles, que, si bien se habían ido integrando a la sociedad sudamericana, todavía conservaban muchas costumbres y hábitos de sus padres, filiando sus identidades en las de sus progenitores.
La emigración española hacia la Argentina no afectó del mismo modo a todo el territorio español: hubo regiones que presentaron mayores tasas emigratorias hacia el país austral, al tiempo que dentro de cada una de esas regiones se registró una desigual distribución en los orígenes de las corrientes. El principal grupo regional fueron los gallegos, representando entre el 40 y el 55% de las corrientes peninsulares en la nación sudamericana; luego siguieron los asturianos, catalanes, leoneses y vascos, en orden decreciente de importancia numérica. No obstante, con el correr de los años, todas las regiones españolas aportaron migrantes, por lo que contribuyeron a diversificar sus componentes y características.
Explicar la elección de la Argentina como país de destino de las migraciones españolas requiere tomar en consideración una gran cantidad de factores: las dificultades para acceder a la tierra por parte de muchos campesinos que pertenecían a zonas con alta densidad demográfica y una estructura de la propiedad minifundista; las crisis agrícolas peninsulares, como la de la década de 1880, que involucró un descenso de los precios de los productos de la agricultura y la ganadería; los deseos de evitar los largos años de servicio militar y los peligros que suponía tener que participar en las guerras que libraba España; el aliciente salarial que implicaba la inserción laboral en ámbitos rurales y urbanos de la Argentina, en el marco de una economía agroexportadora en expansión –como la de fines del siglo XIX y principios del XX–; la política migratoria sudamericana promotora de la llegada de mano de obra europea; el peso de las redes y cadenas migratorias conformadas por peninsulares que se habían trasladado en diferentes etapas y que atraían hacia el país sudamericano a paisanos y familiares, entre muchos otros.
En relación con la política migratoria, deberíamos tener presente que, además de la idea aperturista con respecto a la llegada de inmigrantes europeos, consagrada en la Constitución nacional y en la Ley de Inmigración y Colonización Nº 817 de 1876, el Gobierno argentino mantuvo una política de pasajes subsidiados, entre 1887 y 1890, durante la presidencia de Miguel Juárez Celman. En el marco de esta medida de fomento de la inmigración se entregaron pasajes gratuitos o con precios reducidos a los españoles, especialmente andaluces, lo que produjo que, en 1889, las corrientes migratorias desde España alcanzaran un pico cuantitativo sin precedentes. Además, los pasajes subsidiados sirvieron para que distintas navieras extranjeras consiguieran una importante cuota del mercado español de emigrantes, disputando el monopolio que tenía, hasta entonces, la Compañía Trasatlántica Española sobre los viajes ultramarinos, especialmente hacia Cuba. A partir de ese momento, la inmigración española en nuestro país creció y llegó a un punto máximo en 1912.
Si bien la mayor parte de los inmigrantes españoles que arribaron a la Argentina en el tránsito del siglo XIX y XX provenían de áreas agrícolas, no se insertaron predominantemente en el campo, pues el acceso a la tierra ya no era sencillo y, además, los ámbitos urbanos ofrecían variados empleos a partir de los cuales se podían transitar caminos de ascenso social. En este sentido, el sector comercial, el de los servicios, e incluso el artesanal-manufacturero, fueron los núcleos donde se concentraron los inmigrantes peninsulares, especialmente, los gallegos. Estos últimos tuvieron una amplia inserción en actividades comerciales de todo tipo, las que incluyeron la atención de bares, hoteles y almacenes, por ejemplo.
El Gobierno argentino mantuvo una política de pasajes subsidiados entre 1887 y 1890, durante la presidencia de Miguel Juárez Celman. Se entregaron pasajes gratuitos o con precios reducidos a los españoles, especialmente andaluces.
Las ciudades donde se radicó el mayor número de españoles fueron: la Capital Federal y sus zonas periféricas, como la localidad de Avellaneda, La Plata, Rosario, Mar del Plata, Córdoba y Mendoza, entre otras. En la ciudad de Buenos Aires, la presencia española fue dominante al norte y sur del caso histórico, especialmente entre fines del siglo XIX y las primeras décadas del siglo XX. Posteriormente, ese núcleo hispánico se fue expandiendo a zonas más periféricas de la ciudad, a medida que la ampliación de la red de transporte público y el acceso a la vivienda en barrios cercanos a los límites del ejido urbano fueron favoreciendo dicha localización.
Como ha demostrado el historiador José Moya, los españoles en Buenos Aires nunca dominaron espacialmente un barrio o manzana determinados, pues en el ámbito urbano tendían a mezclarse inmigrantes de distintas procedencias europeas y de otros continentes, incluido el americano, con sectores de la sociedad local. Ello fue generando condiciones para que los españoles, por su cultura, su lengua y su antigua presencia en la región desde tiempos coloniales, pudieran integrarse relativamente rápido a la sociedad local, más allá de las tensiones sociales que se generaron por la existencia de ideologías socialistas, comunistas o anarquistas dentro de dicho colectivo, en el contexto de los crecientes temores gubernamentales frente a una posible expansión del bolchevismo, tras la Revolución rusa de 1917.
La localización poco concentrada de la población hispánica dentro de la sociedad porteña no impidió la conformación de un temprano tejido asociativo, que vigorizó y contribuyó a mantener los lazos comunitarios. El 5 de septiembre de 1852 se fundó la primera entidad española en Buenos Aires, la Sala Española de Comercio. Los primeros promotores de esta institución fueron algunos peninsulares del comercio de la ciudad: Benito Hortelano (quien, además, fue editor y propietario del periódico El Español), Vicente Rosa, Francisco Gómez Díez y José Miguel Bravo. Con la creación de la mencionada Sala se intentaron satisfacer algunas necesidades espirituales y materiales de la comunidad hispánica instalada en el Río de la Plata. En este sentido, uno de los objetivos prioritarios de la institución en cuestión fue la beneficencia mutua de los españoles, de allí que se insistiera en el propósito de crear un Asilo Español, que incluiría un Hospital y un Hospicio, para el bienestar de todas las “clases indigentes”. Según la visión de los contemporáneos, la caída del régimen rosista había generado las condiciones políticas para que se difundiera y formalizara este espíritu asociacionista.
En 1857 nació la Asociación Española de Socorros Mutuos, que con el tiempo llegaría a ser una de las mayores instituciones de este tipo en Buenos Aires. El objetivo inicial de esta entidad fue solventar la asistencia médica, farmacéutica y el auxilio pecuniario a sus afiliados en caso de enfermedad, a través de un fondo de reserva reunido mediante el pago de cuotas mensuales. Con el paso de los años fue ampliando el abanico de prestaciones, al incluir pensiones a viudas y huérfanos, seguros de vida e invalidez, panteón social, asesoría jurídica, repatriación de asociados sin recursos y los denominados “socorros en metálico”, una suerte de subsidios de desempleo por plazos cortos. Tanto la Sala Española de Comercio como la Asociación Española de Socorros Mutuos fueron instituciones abiertas a todos los peninsulares, más allá de su procedencia regional o local.
A principios del siglo XX, el entramado institucional de la comunidad española en Buenos Aires alcanzó una etapa de importante consolidación. Por un lado, existían entidades que representaban a sectores de la elite inmigrante: en primer lugar, el Club Español, que derivaba de la Sala Española de Comercio y que, a partir de 1912, se localizó en un edificio art nouveau de la capital argentina sito en Bernardo de Irigoyen 172 (en pie hoy en día). Sus cuotas eran elevadas (cinco veces más que las que se abonaban en las sociedades de socorros mutuos de la época). En segundo lugar, en 1896, se redactaron los estatutos mediante los cuales se organizó la Asociación Patriótica Española, una institución que surgió con fines asistencialistas y culturales, pero que se destacó por su fuerte impronta patriótica ante la amenaza que representaba, en aquel momento, la guerra de España y Estados Unidos por el control de Cuba, la cual impulsó a la comunidad española radicada en Argentina a apoyar material y simbólicamente a la “madre patria”.
Para 1914, la citada entidad construyó su edificio social y albergaba a un selecto grupo de socios. Su finalidad era representar y defender los intereses de todos los españoles residentes en el país. En tercer lugar, y en el mismo edificio de la Asociación Patriótica Española, funcionó, desde 1912, la Institución Cultural Española, destinada a promover la “alta” cultura española. Además de incluir entre sus miembros a sectores de la elite inmigrante, también incorporó a un buen número de hispanófilos argentinos provenientes de sectores muy pudientes. En cuarto lugar, la Cámara Española de Comercio, fundada en 1887, recibía fondos del Gobierno español y trataba de estimular la importación de productos españoles fomentando la demanda local. En quinto lugar, el Patronato Español, fundado en 1912 por mujeres de los sectores altos de la comunidad migrante y destinado a proteger a las jóvenes inmigrantes y los huérfanos. En sexto lugar, en 1857, había surgido la Sociedad Española de Beneficencia, cuyo principal objetivo era administrar el Hospital Español y ofrecer atención médica gratuita a los indigentes. Para principios del siglo XX se había convertido en una de las sociedades voluntarias privadas más ricas del país.
Por otro lado, habían surgido instituciones bancarias fundadas por españoles o con capitales peninsulares: el Banco Español del Río de la Plata fue el primero en aparecer, en 1870, y hacia 1914 se había convertido en el mayor banco privado del ámbito rioplatense, con numerosas sucursales en Argentina, el resto del continente americano y Europa. Luego surgieron el Banco Popular Español (1906), el Banco de España y América (1918) y el Banco Hispano Sudamericano (1919). Asimismo, también se fundaron entidades financieras que estaban ligadas a los regionalismos españoles: el Banco de Galicia y Buenos Aires, el Basko-Asturiano, el Santander, el de Madrid y Buenos Aires y el de Castilla y Río de la Plata. Como afirmó José Moya, todos estos bancos establecieron una relación estrecha con la comunidad organizada: las asociaciones peninsulares depositaban sus fondos en los bancos y estos, a su vez, donaban un pequeño porcentaje de sus ganancias a las principales entidades, al tiempo que les concedían préstamos hipotecarios y de otro tipo, accesibles, con el fin de que pudieran ampliar y mejorar sus instalaciones. Además, las instituciones bancarias compartían las dirigencias con las entidades españolas: en general, eran los mismos sujetos que se hallaban implantados en varias comisiones directivas a la vez o que lograban desempeñar varios cargos directivos en diferentes entidades, a lo largo de los años. Se trataba de sectores medios o altos del comercio o de la industria, o de integrantes de las profesionales liberales que habían transitado caminos de ascenso social desde el momento de su llegada al país austral.
Resulta interesante señalar que el tejido asociativo hispánico también expresó las identidades regionales españolas de forma temprana, y con un importante grado de continuidad y éxito. De este modo, surgieron centros que representaron los intereses de los diferentes grupos peninsulares, definidos desde un punto de vista regional: gallegos, catalanes, vascos, asturianos, andaluces, castellanos, entre otros, fueron erigiendo sus propias entidades tanto en la ciudad de Buenos Aires como en distintos ámbitos urbanos y rurales del país. Solo en la capital argentina aparecieron, con pocos años de diferencia, el Montepío de Monserrat (1857), el Centro Laurak-Bat (1878), el Centro Gallego (el primero tuvo su origen en 1879 y el segundo, que logró sobrevivir hasta nuestros días, en 1907), el Centre Català (1886), el Centro Aragonés (1894) y el Centro Asturiano (1913), por citar algunos ejemplos.
En las primeras décadas del siglo XX, y a medida que las corrientes migratorias desde España se intensificaban desde diferentes áreas particulares, se multiplicó un tipo de asociacionismo tendiente a representar identidades provinciales, comarcales, municipales o parroquiales. Este fenómeno, reconocido como “microasociacionismo”, fue particularmente acusado entre los gallegos. Estos últimos llegaron a fundar entidades “microterritoriales” ligadas a un gran número de localidades y parroquias de su tierra de origen (una de las primeras fue La Concordia, surgida en Buenos Aires para representar a los residentes de la parroquia de Fornelos de Salvaterra de Miño, en Pontevedra), así como centros provinciales en la Capital Federal (el Coruñés, Pontevedrés, Orensano y Lucense), los cuales desarrollaron notables actividades culturales y recreativas. Todas las manifestaciones asociativas aludidas coexistieron y lograron una singular complementariedad entre sí, ya que cada una de ellas daba respuestas a distintas necesidades de los inmigrantes: asistenciales, políticas, culturales o de sociabilidad.
Paralelamente a las instituciones mencionadas, también cobró impulso la prensa española, destinada al público peninsular residente en el Río de la Plata. Los primeros ejemplos de esta labor periodística fueron: El Español (1852), la Revista Española (1852), Revista Española y Americana (1859), El Eco Español (1861), La Gaita (1861), El Imparcial Español (1863) o La España (1864). En mayor o menor medida, en todos los números iniciales de estos periódicos se dejaba traslucir el propósito que había movilizado a sus editores: representar y defender los intereses de los peninsulares establecidos en Buenos Aires, a través de la palabra escrita. De este modo, la prensa española intentaba convertirse en uno de los factores de cohesión y protección de la comunidad hispánica en la América austral, acción que se suponía debía complementar la tutela ejercida por los cónsules.
Otros órganos de prensa posteriores, que alcanzaron una gran importancia y expresaron un ideario nacional, fueron: El Correo Español (1872) y El Diario Español (1905), cuya tirada se extendió hasta entrados los años 40 del siglo XX. Luego también surgieron emprendimientos periodísticos particulares que encarnaron un espíritu regionalista, como Correo de Galicia, así como numerosos periódicos que se convirtieron en voceros de los centros o asociaciones hispánicos y que reflejaron su vida social y sus principales actividades.
Entre 1936 y 1939, la comunidad española emigrada en Argentina siguió muy de cerca la evolución de la guerra civil que tuvo lugar en esos años en la península. Dentro de las instituciones y núcleos familiares hispánicos, así como en amplios sectores de la sociedad local, se manifestaron divisiones ideológico-políticas entre quienes estaban a favor de las fuerzas republicanas o de las franquistas. En el tejido asociativo español se llegó a registrar un fuerte activismo político encaminado a colaborar con uno u otro bando contendiente, fenómeno que se tradujo en la colecta de dinero, ropa y diversos bienes, o en la asistencia a los refugiados que huían del avance e imposición del franquismo en la península.
Luego de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), la inmigración europea hacia la Argentina experimentó una singular recuperación, en comparación con los niveles a los que había llegado en la década anterior. Aunque esta reactivación no alcanzó las dimensiones de las corrientes del período comprendido entre fines del siglo XIX y principios del XX, tuvo una importancia relevante, como parte de la estrategia de desarrollo económico y social puesta en marcha por el primer gobierno peronista.
Según Salvador Palazón Ferrando, la emigración española, que había disminuido notablemente entre 1936 y 1945, se revitalizó en los años posteriores a esta última fecha, alcanzando las magnitudes que poseía antes del desencadenamiento de la guerra civil española. Argentina se convirtió entonces en el principal destino de las corrientes peninsulares, dentro del continente americano. Este ciclo inmigratorio perduró, con diferentes intensidades, hasta principios de la década de 1960, coyuntura en la cual algunos países europeos (Francia, Alemania, Suiza, Bélgica, Inglaterra, Portugal, Holanda, en orden decreciente) comenzaron a ganar un indiscutible protagonismo, como ámbitos de recepción de la emigración española.
Entre 1936 y 1939, la comunidad siguió muy de cerca la evolución de la guerra civil. Dentro de las instituciones y familias hispánicas, se manifestaron divisiones entre quienes estaban a favor de las fuerzas republicanas o de las franquistas.
Los flujos peninsulares llegados a la Argentina en la segunda posguerra alimentaron con nuevos efectivos a la comunidad hispánica existente. Esta última facilitó los procesos de traslado e integración de los nuevos migrantes, a través de diversos mecanismos, favoreciendo directa o indirectamente su permanencia en el ámbito sudamericano. Según el censo nacional de 1960, en este año había en el país unos 715.685 españoles, que representaban el 27,5% de la población extranjera y el 3,6% de la total. Más allá de esta importante presencia numérica, los peninsulares y sus hijos se integraron activamente en la vida económico-social, política y artística de la sociedad argentina, condicionando su evolución posterior, tanto en ámbitos urbanos como rurales del país. Las huellas de su presencia se perciben hoy en día en innumerables aspectos de la cultura argentina, y contribuyen a acentuar su carácter plural y diverso.
Nadia Andrea De Cristóforis es investigadora de CONICET y de la UBA, profesora en la UBA y la UNLu, y Secretaria Académica del Instituto de Historia de España (FFyL, UBA). Es autora de numerosos libros sobre la inmigración española en la Argentina, entre ellos, Proa al Plata: las migraciones de gallegos y asturianos a Buenos Aires (fines del siglo XVIII y comienzos del XIX), Madrid, CIC, 2009.
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