Aguas cristalinas y playas desiertas. A la misma altura que Fidji, Madagascar o Tonga, pero mucho más cerca, este archipiélago próximo a Angra dos Reis, propone una escapada infalible.
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Descalzos. Los días pasan y no usamos nada, ni zapatillas, ni medias, ni ojotas. Preferimos andar así por la arena, por los senderos de piedra, de raíces y lama roja que se meten en la selva para ir de una playa a la otra, o hasta alguna cascada, y por las callecitas del pueblo también, que son de barro o de adoquín.
No hay asfalto porque no hay autos, y esto es lo que la hace tan especial a Ilha Grande: el aire es limpio, hay una sensación de naturaleza dominante y los chicos son libres para correr sin miedo a que les pasen por encima. Entonces los padres y madres también somos más libres. Para ser exactos, en Abraão, que es el poblado principal, hay dos motos policías, una pequeña ambulancia, el tractor de la basura y un autobús escolar; el resto son carros y bicicletas. Elegimos ir descalzos porque tampoco hace frío: este invierno, el estado de Río de Janeiro batió el récord de temperatura mínima, fueron los dos días más “gelados” en decenas de años y la sensación térmica nunca bajó de los diez grados.
Estamos en los trópicos, a la altura de Fidji, Madagascar, Tonga y Vanuatu, otras islas tropicales tan hermosas como esta, pero tanto más lejos. Cerrando el archipiélago de Angra dos Reis, este pedazo de cielo en el mar está en Brasil, y las vueltas de la historia hicieron que quedara detenida en el tiempo, superconservada: hasta la década del 90 acá funcionó una cárcel de máxima seguridad conocida como “el caldero del diablo”. Recién entonces se dieron cuenta de que podía explotarse mucho mejor como destino que como penitenciaría, y apareció el turismo.
La transformación
Con los pies curtidos y el sol en la cara, trazos de sal en los brazos y las piernas, los moradores de Ilha Grande ven los cambios todos los días y temen lo peor: cada vez hay más casitas, restaurantes, galerías y postes de luz, pero lo que asusta de verdad es que toquen los intocables, que los grandes capitales puedan ultrapasar la protección que le dio la Unesco en 2019, cuando la declaró Patrimonio Natural de la Humanidad.
Hay proyectos para construir megaresorts extranjeros y de tipo all inclusive en la parte sur de la isla, que ahora es reserva natural y no aloja más que playas y extensiones de morro virgen; de aquel lado no se puede ni acampar –salvo excepciones–, y hay una zona en particular que es absolutamente intangible: la Reserva Biológica da Praia do Sul. También trataron de privatizarla, aumentar las zonas edificables, cobrar para entrar a la isla y para acceder a las trilhas (senderos) que hilvanan las playas, los saltos de agua, las ruinas y los picos más altos. Ya hubo varias propuestas, amenazas, y cada vez, los vecinos se pusieron las ojotas y viajaron al continente para reclamar, para detener, para alzar la voz y defender lo natural contra el cemento, contra el negocio y la política corrupta. Entonces la cosa se calma, se pone en pausa, pero nadie sabe muy bien hasta cuándo. Ilha Grande es un paraíso tan cerca de ciudades capitales, justo en el medio entre São Paulo y Río de Janeiro, que hay que aprovechar para descubrirlo mientras dure. El futuro de la isla es incierto.
A veces es inevitable pensar que en el mundo ya no existen lugares inexplorados, de vegetación nativa, sin rastros de plástico en la arena y en el mar. Pero hubo peores tiempos para la Isla Grande y esto, de cierta manera, es esperanzador. Durante muchos años estuvo ocupada, en gran parte, por haciendas que pelaban los morros para extender plantaciones de caña de azúcar, bananeros y cultivos de café. También funcionaron, en distintas bahías alrededor de la isla, 20 fábricas de saladura de pescado, con las graves consecuencias que eso tenía para la vida marina. Por su ubicación estratégica en la mitad de la costa brasileña, esta tierra también supo ser el centro de contrabando de esclavos africanos que traían para trabajar en las minas de oro y en los campos; y un poco más adelante en la historia, alojó un lazareto donde todos los pasajeros enfermos que llegaban en barco al país tenían que hacer cuarentena, para controlar especialmente los casos de cólera. De este pasado oscuro quedan apenas ruinas, acueductos antiguos arrasados por la vegetación en la villa de Abraão; edificios abandonados de la industria pesquera en bahías como Bananal y Japariz, y los calabozos siniestros del famoso correccional de Dois Rios.
Lo pasado pisado y, a partir del 94, empezó a llegar gente de todas partes, y cada vez más. En los meses de verano desde Argentina, Chile, Uruguay, Paraguay, Colombia; y en la temporada de invierno, desde el otro hemisferio, “los gringos”. Todo esto sin contar a los cariocas, paulistas y mineiros que vienen a pasear cualquier fin de semana, sin ser algo excepcional. Los moradores de Ilha Grande no recuerdan temporadas bajas, donde haya faltado trabajo, salvo por la crisis por fiebre amarilla en 2018 y al principio de la pandemia por la de covid-19. Muchos llegaron y no se fueron más, porque además de tropical, reservada, sin autos y repleta de playas todo alrededor, es un lugar nuevo, que está empezando, y por ende, lleno de oportunidades.
En Angra dos Reis hay 365 islas, una por cada día del año. La más grande es Ilha Grande; le sigue Gipoia, donde también hay casas y bares; está la famosa Isla de Caras; la de Xuxa, y un islote tan pequeño donde sólo cabe una capilla colonial. Quizás las más famosas sean las Islas Botinas, cubiertas de palmeras altas y despeinadas, rodeadas de agua cristalina y repleta de peces sargento y marimbas. Nadie sabe el número exacto de playas, pero dicen que en el archipiélago hay más de dos mil.
La contracara de eso es que en Ilha Grande no hay cajeros automáticos para extraer dinero, ni hospitales; no hay casas de cambio, grandes supermercados, ni basurales. Tampoco hay laboratorios donde se hagan PCR. Por eso, para los vecinos de la isla es imprescindible la ciudad de Angra dos Reis. Son apenas 12 millas náuticas que se recorren en la barca (dos horas y media) o en los flexboats –semirrígidos– que hacen el viaje (40 minutos) varias veces por día.
A remar, mi amor
En las islas todo es sobre el mar, si las playas son con o sin olas, si tienen bahías reparadas de tal o cual viento, si dan de cara al océano o forman piletas naturales y templadas. Con un perímetro inmenso y una costa muy accidentada, Ilha Grande satisface todos los gustos. La mayoría de las excursiones se hacen en el costado Norte, que no tiene olas porque enfrenta la ciudad de Angra, y recorren bahías calmas como Feiticeira, Saco do Céu, Bananal, Japariz, Lagoa Azul y Lagoa Verde. Este es el costado apto para todo público de las remadas que organizan Juan Pablo Pautasso (37) y Carolina Pereyra (36), oriundos de Rosario, fanáticos del remo y la naturaleza exuberante de Brasil. Llegaron por primera vez a la isla de vacaciones, en 2012, y cuatro años más tarde volvieron para quedarse. Trajeron kayaks en un tráiler desde Rosario y, hasta ahora, no pararon de crecer: sumaron más y mejores kayaks, tablas de stand up paddle de recreo y de velocidad; se equiparon con buenos chalecos salvavidas, cámaras, equipos de snorkel y de supervivencia. Caro y Juampy también organizan travesías a remo más exigentes del lado de afuera de la isla.
La “Ilha de fora” es la parte más salvaje, natural, limpia y lejana, la que recibe las olas del océano Atlántico. Acá está la crema de Ilha Grande: Lopes Mendes figura en el ranking de las cinco playas más lindas de Brasil y Latinoamérica. Se llega en una caminata de dos horas y media desde Abraão, o en barco hasta la bahía de Pouço y de ahí un sendero de 20 a 30 minutos según el ritmo, donde suelen verse monos sagüí y mariposas azules. Se llega pisando barro por un camino estrecho y húmedo hasta que, de repente, los pies sienten la arena y la vista se abre en colores que parecen de mentira. Lopes son 3 km de arena blanca y fina como harina, mar turquesa claro con olas para surfear y ninguna construcción, salvo una garita de salvavidas hecha en madera. De este a oeste siguen las siguientes playas, una más increíble que la otra: Santo Antônio, Caxadaço, Dois Rios, Parnaioca, Praia do Leste, Aventureiro, Meros y Provetá. La isla está tejida con senderos de mayor y menor dificultad; se puede llegar a pie a todos lados, pero la mayoría de los turistas contratan la excursión de vuelta completa para saltar de paraíso en paraíso y conocer todo de un tirón. Para personas más aventureras, otra opción es recorrer los 115 km de perímetro de la isla en kayaks simples o dobles con Caro y Juampy: “Son seis días de remada, vamos parando en pousadas o en carpa según el caso, y en los kayaks llevamos todo lo que vamos a precisar, como carpas, bolsas de dormir y elementos para cocinar”.
El Pico del Papagayo
El público de la isla es un poco diferente al de otros destinos clásicos de Brasil: en general, vienen sabiendo que lo mejor es traer mochila en vez de valija con rueditas y unas buenas zapatillas para hacer trekking. Como no hay autos, toca caminar, y esto puede implicar una caminata simple hasta la pousada, el restaurante o alguna de las playas que hay cerca del centro, o senderos más exigentes que duran varias horas y hasta días. “Me encanta trabajar con personas que quieren encarar desafíos y superarse”, cuenta Martín, que guía caminatas en Ilha Grande hace siete años. El Pico de Papagayo es el segundo punto más elevado de la isla, con 982 msnm, y se distingue desde cualquier ángulo por su peculiar forma de pico de loro o papagayo. En temporada alta, Martín sube hasta allá arriba todas las noches, y baja todos los días.
“Soy de Mar del Plata. Cuando llegué a la isla, allá por 2007, quedé atrapado por la exuberancia, el contacto directo con la naturaleza y con personas de todo el mundo”. Martín Jaime Ortells es ágil, ligero, tiene 37, vive en un trimarán sobre el mar y rema en canoa hawaiana. Las caminatas que organiza al Pico de Papagayo arrancan a las dos de la madrugada, con linternas, zapatillas, agua, fruta y cereales. El sendero trepa unos siete kilómetros durante tres horas aproximadamente y se llega al punto más alto antes del amanecer: “La vista es increíble, se llegan a ver las luces de Río de Janeiro, otras islas del archipiélago, todo el perfil de la isla y el continente. Desayunamos en el Pico, y una hora después empezamos la bajada, que dura otras tres horas. En general, ahí empiezan los dolores de rodillas, las quejas; no es un trekking fácil, requiere tener un buen estado físico. Pero vale muchísimo la pena y la sensación de logro es inmensa”.
Padre e hijo, capitanes
Augusto empezó a navegar con 9 años, era el proel en la embarcación de su papá. Ya vivió en barco en el Mediterráneo, cruzó a vela el océano Atlántico varias veces y sumó miles de millas por la costa brasileña y en el Caribe, por gusto y por trabajo. Se dedica a hacer paseos y deliveries de veleros en todos los mares, pero eligió la Isla Grande para hacer base. (En lenguaje náutico, hacer un delivery es cuando te contratan para llevar un barco de un puerto a otro).
Augusto está acá hace 13 años, y no lo cambia por ninguno de los otros paraísos que ya conoció. “La vida es linda en esta isla, hace calor todo el año, el agua es increíble, se puede vivir a bordo y sin trabajar mucho, que es lo más importante”, se ríe Tomaselli. Cuando llegó por primera vez en el año 93 todavía funcionaba la cárcel y no había mucha propuesta para hacer en Abraão. Era una escala más en un delivery de Puerto Rico a Buenos Aires y coincidió con el carnaval, “fue maravilloso”.
Pasaron muchas millas hasta que volvió a la isla para instalarse, y su decisión acarreó un cambio de vida también para su papá. Ricardo Tomaselli navega desde siempre, pero nunca había habitado en un barco hasta que vio la buena vida que llevaba su hijo en Ilha Grande: “Vino a visitarme una, dos, tres veces, y la cuarta ya llegó en su velero, con su mujer y para quedarse. Ahora vivimos a unos cien metros de distancia en el barrio flotante de Abraão”. Augusto y Ricardo Tomaselli hacen navegaciones juntos y ofrecen paseos por el día, clases de vela y hospedaje a bordo en sus respectivos veleros. Según Augusto, la isla ya explotó de turismo, pero de manera controlada; dice que no tiene la mejor infraestructura, pero que no importa porque las personas que vienen buscan mucho más que eso: naturaleza. Y en este punto coincidimos –y lo defendemos– todos.
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