Fue, hasta 2021, una autoridad oficial del Reino de los Países Bajos en la Argentina, cuya vida transcurrió entre Indonesia y Holanda y continúa en Tres Arroyos.
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La autora del libro se llama Carolijn Visser y tomó contacto con Ida van Mastrigt en un viaje a la ciudad de Tres Arroyos, donde se concentra la mayor comunidad de holandeses en la Argentina. De ese encuentro surgieron los relatos y testimonios que la excónsul aportó e inspiraron a la joven escritora para dar a conocer la historia de alguien poco común: el padre de Ida, que se fue de Rotterdam a Indonesia en bicicleta en busca de un futuro mejor.
Se llamaba Marinus van Mastrigt, tardó un año en llegar a destino; después se casó con una chica, también de Rotterdam, con la que tuvo dos hijas –Ida y Miep– y de la que más tarde se separó. Sólo por la dimensión de semejante aventura, planeada para que demandara tres meses y no doce, y que estuvo plagada de los más variopintos avatares, la historia merece ser contada. En la Segunda Guerra Mundial, el hombre cayó prisionero de los japoneses y sobrevivió a los dos años de cautiverio; volvió a su pago natal después de tratar de reubicarse en Indonesia y, por último, se vino a la Argentina.
Sus dos hijas atravesaron, a su vez, situaciones muy difíciles. Devueltas a la patria de origen para salvarlas de una muerte segura, el padre las subió a un barco que zarpaba para Holanda y así, con seis y cinco años, y un papel con la dirección de los abuelos, las pequeñas llegaron a destino. También solas les tocó viajar, cuatro años después, del llano holandés a las pampas chatas, donde su papá las esperaba; esta vez, en avión y custodiadas por una azafata, pero con el corazón roto por haber tenido que separarse de su querida abuela Van Mastrigt. De ahí en más, la segunda parte de la odisea encontró sosiego en la apacible localidad de Tres Arroyos, puro campo fecundo que va más allá del horizonte.
La cónsul holandesa, editado en Amsterdam, se vendió como croissant recién horneado y se convirtió en bestseller. El libro cuenta con una versión en español, gracias a un holandés conocedor de la lengua de Cervantes que se ocupó de traducirlo. Es probable que algunos ejemplares queden en la sede de la Embajada y Consulado de Holanda en Buenos Aires.
Rinus van Mastrigt transitó una vida signada por el dramatismo, cuyo antídoto fueron el trabajo a destajo, aun en las situaciones más adversas, y el registro obsesivo de sus actos cotidianos, escritos a mano en papel de seda. Cuando el hombre falleció, el 17 de septiembre de 2000, había dejado testimonio de sus días en más de dos kilos de ese papel. Fue todo su legado, y su hija Ida, que no es de tirar, sino de guardar, guardó. En ellos se zambulló la joven Carolijn Visser por horas y cuando llegó al final lo tuvo claro: había que convertir ese preciado material en un jugoso libro.
A PROPÓSITO DE IDA
La visita de la familia real holandesa a Tres Arroyos fue mérito absoluto de Ida, un gesto que la colectividad de la próspera ciudad agrícola todavía agradece. Así fue como, el 31 de marzo de 2006, el DC-9 que transportaba a la familia real aterrizó en una pista que se abre en un mar quieto de trigales. El día pintaba radiante. Cuando a Ida le tocó saludar a la reina Beatriz, dio un paso hacia ella y le estrechó la mano, al tiempo que le decía: “Es un gran honor para mí poder recibirla; todavía recuerdo la visita de su padre, yo tenía once años”. No fue un exceso de confianza; la soberana sabía quién era Ida, ya que la había recibido en dos oportunidades, junto con otros cónsules honorarios, en Amsterdam, en el palacio real del Dam.
En noviembre de 2021, el Consulado y Embajada de los Países Bajos despidió a Ida van Mastrigt con una gran fiesta, celebrada en su ciudad adoptiva, después de 44 años de servicios prestados como cónsul. A los treinta y tantos años, Ida había empezado a asistir a Gerrit Kraan en sus tareas consulares, quien, al cabo de cuatro años, optó por una existencia más tranquila y le propuso a Ida ser la sucesora. Era un trabajo a su medida: en el internado había estudiado con el meester Slebos –toda una autoridad de la docencia–, conocía la historia de cada integrante de la comunidad, fue una de las pocas de su generación que terminó el secundario, tenía –y tiene– buena presencia y un trato intachable. Ida fue propuesta y obtuvo, a sus 38 años, el nombramiento oficial firmado por la reina Juliana. Recibió un escudo de Holanda que debió colocar en el frente de su casa. En su despacho colgó la carta de la reina, debidamente enmarcada; al lado puso una foto de Su Majestad y otra de Beatriz, la princesa heredera con la que sintió siempre una gran afinidad. “Ida se sentó frente a su máquina de escribir adquirida de segunda mano y empezó a dedicarse a sus tareas”, cuenta Carolijn Visser.
Huib Groenenberg, hijo de una de las familias pioneras, e Ida se casaron en 1960, días después de haber cumplido los 21 años. La vida de campo de los Groenenberg comprometía a todos sus miembros, y Huib estaba absolutamente entregado a esa causa: Ida se hizo chacarera. Tuvieron tres hijos –Jaap, Eddie, Rob– y una hija –Marina–, cuatro bellezas. Después de 23 años, el matrimonio se disolvió, y cada uno rearmó otra historia personal. Ida van Mastrigt, dama de hierro, hace rato comparte los días con Daniel, su fiel compañero.
El reencuentro con su madre demandó años de ausencia y, en lo que al padre concierne, con quien no fue fácil la convivencia, sus restos descansan en el cementerio de Tres Arroyos.
Desde la aparición de La cónsul holandesa, Ida estuvo dando charlas en colegios y otras instituciones, aquí y en su país de origen. Todos los años va a su tierra, donde lleva adelante una agenda de compromisos que, aún hoy, giran en torno a la labor desarrollada. Es la única mujer que se mantuvo en dicho cargo, y de los cinco viceconsulados holandeses que hubo en la Argentina, sólo uno permanece activo, el de Rosario, dada su condición portuaria. De los otros cuatro, el último en dejar de operar fue el de Tres Arroyos.
ESCRITO EN EL TIEMPO
Esta historia empezó el 26 de noviembre de 1937, en Rotterdam, cuando Holanda registraba 500.000 desempleados en una población que no alcanzaba los nueve millones de almas. Rinus van Mastrigt tenía un diploma de técnico constructor que había conquistado tras varios años de trabajar de día como carpintero y de estudiar por las noches, y no tenía intenciones de desperdiciarlo. Puso la mira en las Indias Neerlandesas; pero como tampoco disponía del dinero que costaba el viaje en barco a Batavia (hoy Yakarta), en tercera clase, decidió ir en bicicleta. La proximidad del invierno no lo amedrentó. Amarró una valija en el portaequipaje y encima puso la bolsa de dormir que su novia le había hecho; llevaba su pasaporte, tres cartas de recomendación de exjefes que apreciaban su trabajo como carpintero, el flamante título de la Escuela Técnica Media de Rotterdam, una biblia, y se fue.
Singapur fue la anteúltima parada, pero cayó enfermo con una trombosis mortal en el muslo, debajo de la nalga, y debió ser operado dos veces. El posoperatorio lo mantuvo semanas boca abajo, sin moverse. En Rotterdam, Ida, su novia, se preparaba para embarcarse con destino a Singapur.
Cinco meses y medio después, Rinus fue dado de alta, y el 15 de marzo de 1939, él e Ida se casaron. En menos de dos años nacieron sus hijas: Ida, el 9 de noviembre de 1939, y en octubre de 1940, Miep. Mientras tanto, en Holanda, ya sucedía la ocupación alemana.
El 1 de marzo, 60.000 japoneses desembarcaron en la isla de Java. Después de que el ejército real de las Indias Neerlandesas capitulara, los japoneses tomaron prisionero a Rinus. En Singapur, fue embarcado con otros 250 prisioneros a Japón. En Niihama, ciudad marítima al norte de la isla de Shikoku, se consolidó el cautiverio en un campo de concentración.
El 6 de agosto de 1945, a unos 100 km de distancia, del otro lado del mar interior de Seto, caía la bomba atómica sobre Hiroshima y, a los tres días, otra sobre Nagasaki. Fue el fin de la guerra: Japón claudicó.
Los siete mil holandeses sobrevivientes la tuvieron difícil. En las Indias ya no eran bienvenidos, los 350 años de gobierno colonial habían expirado. Durante la ocupación japonesa, surgió un movimiento nacionalista liderado por Sukarno, que ya había declarado la independencia de Indonesia en septiembre de 1945. En Java, un ejército irregular de jóvenes revolucionarios (pemudas) recorría el país; su grito de guerra –bersiap, “siempre listos”– era su nombre y asesinaron a miles de mestizos y chinos de las Indias; los belandas (holandeses) no tenían salvación. En Birmania y en Java acontecían atrocidades. El Bersiap no se detenía; los pemudas indonesios, enloquecidos, mataban a diestra y siniestra.
El 22 de diciembre de 1945, Rinus había tenido, por fin, noticias de su mujer. Ida estuvo gravemente enferma, y sus hijas, al cuidado de Carry, una amiga de su mujer, tampoco estaban bien. Era preciso que salieran de la peligrosa Java y pudieran regresar a Holanda de inmediato.
EL LARGO REGRESO
“¡Dos nenas de las Indias!”, gritó el chofer en la gélida noche hacia el vacío de una empinada escalera sin iluminar. Alguien apareció en el rellano y, para las chicas, ateridas de frío, descalzas, aquella figura fue la luz al final del túnel. Era la abuela Van Mastrigt.
Rinus había obrado de la mejor manera posible: esperar a que un conocido volviera a Rotterdam para mandar a sus hijas de vuelta significaba arriesgar demasiado. Consiguió dos plazas a bordo del Boissevain, uno de los barcos de evacuados que iban a Holanda.
En el puerto, su padre se dirigió a un joven que caminaba con dificultad, le dio el dinero que le quedaba y le pidió que las vigilara un poco durante la travesía. El 19 de enero de 1946 partieron los 1.500 pasajeros repatriados, incluidas Ida con seis años y Miep, con cinco recién cumplidos. Abandonadas a su suerte, ni el joven ni nadie se ocupó de ellas; peor aún, las empujaban en las filas a la hora de comer y quedaban siempre últimas, les robaron los zapatos, las mantas y ropa de abrigo que entregó la Cruz Roja en Adén, a orillas del canal de Suez. Sólo contaban con las dos hamacas paraguayas asignadas, de las que se caían todo el tiempo. Miep tuvo diarrea y se la llevaron a enfermería; Ida se la pasó deambulando por el barco el resto del viaje.
El Boissevain atracó en Rotterdam y Miep reapareció; ya en el puerto, alguien las condujo a una furgoneta, donde otras personas también viajarían. En plena noche, el trayecto se hizo eterno. Ida y Miep iban descalzas, estaban heladas. Fueron las últimas en llegar a destino. El chofer se había detenido en una calle desolada, tocó un timbre y les hizo señas a las chicas para que se acercaran. Al lado de una enorme vidriera se abrió una puerta; detrás había un oscuro agujero en el que Ida vislumbró una escalera empinada.
A Ida aún la persigue aquella imagen de la escalera que se le antojó lúgubre y tuvieron que subir, mientras aquellas cinco palabras vuelven a retumbar en su mente: “¡Dos nenas de las Indias!”.
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