Son las “benjaminas” de las Baleares, un archipiélago que convoca por el azul de sus calas y una ajetreada vida nocturna que es fácilmente soslayable para quien prefiera concentrarse en lo demás.
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“Pitiusas”. Así se llama la dupla de islas que conforman Ibiza y Formentera. El nombre refiere su gran cantidad de pinos, una particularidad que los griegos habían notado para diferenciarlas de las Gimnesias, que incluyen a Mallorca y Menorca. Las Baleares reúnen a las cuatro, y otras tantas más, pero esta nota abarca sólo a las Pitiusas, y arranca por la más pequeña: Formentera. Es como empezar por la Patagonia Norte y debutar con Villa Traful. Un poco raro, pero nada mal, ¿verdad?
Formentera tiene apenas 20 kilómetros de largo y, por su reducida escala, es la última que cantó “pica” al turismo masivo. También es la más joven, la que menos trayectoria histórica tiene, por lo que carece de las catedrales, muros y fortalezas de Ibiza. Eso le resta un poco del sabor europeo al que nos tiene acostumbrado el Viejo Continente, pero ofrece, a su vez, una ventaja. Por un lado, la prescindencia del deber turístico de peregrinar de un museo a otro por obligación y, sobre todo, el hecho de haber mantenido su entorno natural, los caminos angostos, las pircas de piedra color óxido, y esas higueras que se despliegan a lo ancho tanto que les hacen notas en los diarios. Para sostener sus ramas les construyen “muletas” ad hoc. Así, las copas se extienden por varios metros de radio, y terminan creando un ámbito de reparo natural para las ovejas y los chivos, que se reúnen debajo a tomar la fresca.
Además, hay un cupo para la cantidad de autos que pueden ingresar por ferry, y suelen cubrirlo los locales. Por ende, los turistas suelen alquilar auto –o moto– en el puerto de La Savina, apenas llegan, y no al aterrizar en Ibiza u otro aeropuerto balear.
En Formentera, no hay burros como en las islas griegas –porque salvo en el extremo de La Mola, tampoco hay elevaciones que trepar–, pero sí están las payesas (campesinas) y los pescadores, los olivos en los campos labrados junto a pequeños hoteles de lujo o elegantísimos cans (“casa” en catalán), que se alquilan para sentirse como nativos mientras hacen vida de turista; léase, playa durante el día y la visita a alguno de los centros urbanos –Sant Francesc Xavier, la capital; Es Pujols o Sant Ferran de Ses Roques– al atardecer, para tomar una copa antes de la cena. El concepto catalán de can se usa como “casa de” y es por eso que precede al nombre de muchos de los restaurantes: Can Rafalet, Can Carlitos o Can Pasqual. El mallorquí y su variante, el ibicenco, son frecuentes, más que el español, pero menos que la nueva lengua “oficial” de las Pitiusas: el italiano. Son amos y señores desde antes de los 90, cuando se fueron consolidando hasta llegar a la situación actual: el público, los mozos y los dueños de los restaurantes y varias posadas son italianos. Es bastante raro encontrar turistas españoles. La segunda mayoría son ingleses, franceses, alemanes.
Hay algunos planes para romper la molicie de los días: caminar hasta el faro en Cap de Barbaria, o visitar el Parc Natural de ses Salines. La naturaleza lenta y bien ajena a la movida ibicenca se aprecia mejor en Pilar de la Mola, cuyo faro está al borde mismo de un acantilado. Allí se organiza una feria los miércoles y los domingos por la tarde que es cita obligada de viajeros.
Otros dos imprescindibles son extremos de belleza y de tamaño: Caló des Mort y Ses Illetes. La primera, minúscula; la segunda, famosamente larga, justo antes de las islas de Espalmador y Espardell. Por sus escasas dimensiones, para proteger Caló des Mort, el acceso es peatonal desde el estacionamiento, que está cerca del hotel Riu La Mola, o desde la playa. Se trata de una preciosa cala de agua cristalina de apenas 70 metros de ancho, que son cotizadísimos en verano, por lo que hará bien en ir temprano. Es parte de la playa de Migjorn, pero está –como manda toda cala– bien aislada por las rocas que la rodean de un lado y del otro. Por su emplazamiento, resulta ideal para ver el atardecer.
Otro flamante hot spot es el hotel Teranka, que abrió en 2022 en el sitio que ocupó una antigua masía, el Hostal Santi. Convertido en un refugio de lujo de sólo 35 habitaciones, no está exactamente sobre la playa, pero tiene un rooftop con soberbia vista al mar. Aquí también los atardeceres son de película. Además, fue el escenario elegido por Nobu para hacer su pop up con motivo del lanzamiento del hotel. El menú de tragos es original y bien ejecutado, al igual que las tapas.
Illetes, por su parte, suele figurar primera en los rankings de mejores playas españolas y es, además, epicentro del proyecto “Save Posidonia”, que se ocupa de proteger esta planta acuática. Es fácil reconocerla seca en las costas, pero no es un alga, sino una especie que forma praderas en el lecho submarino de estas islas. Con 8 kilómetros de extensión y 100.000 años de edad, se trata del mayor y más antiguo ser vivo del mundo. La pesca de arrastre, el cambio climático y la contaminación, entre otros factores, la están afectando, y la pureza y la claridad de las aguas de la zona corren peligro.
Illetes cuenta con varios estacionamientos dentro, algunos restaurantes, y cientos de metros para caminar esa larga lengua de arena, conocida como Península de es Trucadors. Las bicicletas y los autos eléctricos no pagan (las motos y los autos abonan € 4 y € 6 diarios, los híbridos el 50%), pero sí hay capacidad limitada de ingreso, por lo que en plena temporada alta conviene llegar temprano o ir en bus.
Una vez allí, o en cualquier otra de las playas, es fácil encontrar algún chiringuito que alquile a € 10 la reposera y a otro tanto el parasol por día. A pocos metros se reúnen los que andan con su propia silla o pareo y la sombrilla que compran a ese precio en cualquier tienda de playa. Conviven felices unos con otros: quienes hacen nudismo con las chicas en topless o con los que andan vestidos. Hay letreros de no fumar, pero tanto el cigarrillo como el vape son moneda corriente. Tatuajes y celular también, como en todas las playas del mundo. Sólo que en esta anclan los yates de magnates. De uno bien puede bajar Giorgio Armani, Kate Moss o Leonardo DiCaprio. Pasan casi inadvertidos. Y eso es lo que les gusta.
Las dos caras de Ibiza
Hubo un tiempo, muy largo, en el que Ibiza no estuvo asociado al canchengue. Hasta que la movida explotó a finales de los 70, la vida en esta amable isla del Mediterráneo era la mar de tranquila. Hoy está claro que hay agite para rato, pero quienes no estén para esos trotes pueden abrirse perfectamente del juego, tal como hizo el creador de Pachá, Ricardo Urgell, que inauguró el primer boliche en Sitges en 1967 y llegó a Ibiza en 1973, cuando sólo había un par de bares. “Cuando hice el primer Pachá, tenía 450 metros, y la gente de aquí decía que parecía El Corte Inglés, lo veían muy grande. Fui el primero que abrió el camino de esta famosa Ibiza”, dice este arquitecto de 85 años que vendió todo su paquete por € 300 millones en 2017 y se mudó al norte de la isla. Para él, el sur está demasiado desarrollado, pero el norte aún es salvaje.
Lo asiste toda la razón. Los alrededores de la capital, llamada Eivissa en lengua original, son imprescindibles si de historia y gastronomía se trata, pero es mejor evitarlos a la hora de la playa. En las cercanías de Sant Josep de Sa Talaia se detectan algunas de las calas más famosas: Cala Tarida, Cala Comta –la de los atardeceres más celebrados en el concurridísimo Sunset Ashram–, Cala Bassa, Cala Salada. Benirrás es el lugar donde desde los años 70 se reúnen los hippies a tocar los tambores cuando cae el sol. El domingo no cabe un alfiler, pero es un ritual que se lleva a cabo prácticamente todos los días durante el verano.
Un poco más allá, en Cala Nova, hay otro sector formidable de mar. Allí se ubicaron el hotel Bless y el bar de playa Atzaró. Y aquí vale una aclaración: en la cotizada Ibiza, cuando los beach clubs tienen nombre, las tarifas de ingreso escalan rápidamente de los € 100 a los € 300 y más por persona, con consumiciones mínimas que rondan los € 250. Lo bueno es que, al igual que en Formentera, no hay ningún problema en que el que no abone esos precios se instale exactamente al lado.
Dalt Vila
La Ciudad Alta (Dalt Vila) es un imponente núcleo histórico amurallado que fue declarado Patrimonio Mundial de la Humanidad en 1999. Aquí uno sí reconoce que está en la Europa del imaginario, medieval y enseñoreada. Basta atravesar el portal de Ses Taules, con su impresionante escudo del 1585, para que el shock entre el pasado feudal y el presente trasnochado haga su efecto. “La vuelta del perro” que uno podría hacer en cualquier pueblo antes de cenar incluye, en el centro de Ibiza, baluartes de varios siglos. La Vara de Rey es la “Gran Vía” local, con muchos comercios y zonas de restauración. Se destacan sus edificios de aspecto neocolonial, como el hotel y café Montesol, de 1933. Con 250 metros de largo, es el paseo más extenso de la abigarrada ciudad, y en él se celebran mercadillos y conciertos. En 2017 pasó a ser completamente peatonal.
También merecen una visita la Catedral de Santa María de las Nieves, el yacimiento fenicio de Sa Caleta y la necrópolis de Puig des Molins.
Y, cómo no, una pequeña licencia cholula, pasar por el shop de Pachá y comprar una remera o algún souvenir con las dos cerezas que lo representan, como un testimonio de que uno estuvo en la isla que descubrió la noche en los años 80 gracias al arquitecto Urgell. El sabio que, después del estallido, se recluyó y escucha la música reverberar a lo lejos.