Aarón Anchorena fue el primero en querer convertirla en la “Suiza argentina”. Tuvo coto de caza con faisanes y hasta osos, pero algo pasó y el destino de la isla cambió para siempre.
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Frente a Bariloche, una isla de 31 km2, la más grande de los lagos argentinos, que aún conserva pinturas rupestres y aleros de los pueblos originarios. Un territorio privilegiado que fue coto de caza, aserradero y astillero naval. Uno de los jardines botánicos más valiosos del país que ahora produce árboles autóctonos para reforestar la Patagonia. Una hostería de estilo pintoresquista que visitaba el jet set internacional, se incendió y resurgió de las cenizas al filo del acantilado. Un paraíso natural que aún guarda regiones inexploradas por el hombre. Bienvenidos a la Isla Victoria.
Todas puntas de un mismo hilo, las historias se superponen y otorgan nuevas capas de sentido a la recorrida por el bosque donde casi no entra el sol. Sabemos que estamos rodeados de agua porque con Sandro Iachetti hemos navegado 20 minutos desde el embarcadero del Hotel Tunquelén para llegar hasta allí, pero el lago azul también juega a las escondidas; apenas si aparece recortado en alguna curva. Al volante de la camioneta va su hija Clara Iachetti, doctora en biología, guía baqueana y manager de Hostería Isla Victoria.
El hotel con modalidad all inclusive, punto de partida de la travesía, es la nueva versión de la hostería proyectada por Miguel de Césari en lo alto de Playa del Toro en 1946, cuando Parques Nacionales promovía el desarrollo de un turismo culto y cuidado en la esplendorosa “Suiza argentina”. Destino de mieleros, reducto que visitaban personalidades del mundo como el sha de Persia y la emperatriz Farah Diba, entonces tenía sólo siete habitaciones y un comedor para 200 personas que se abría para festejos, hasta que fue arrasada por el fuego en 1982. A cargo de la familia Iachetti, propietaria también del Tunquelén, reabrió a fines de 2001 respetando la antigua fisonomía pintoresquista, pero con estructura de acero y hormigón, livings mullidos que invitan al relax, gastronomía de autor, 22 habitaciones de moderna ambientación y un equipo de guías habilitados por APN que diseña las excursiones por las zonas de la isla que son reserva protegida para hacer a caballo, en kayak, en bicicleta o a pie, según la preferencia de los huéspedes.
Soñar en grande
“De camarera a baqueana, hice de todo”, se ríe Clara, que ahora es la encargada general de la hostería donde pasó los últimos 20 veranos -o casi-, en temporadas de trabajo que eran también una fiesta con primos, hermanos y amigos. Del estante de la biblioteca y sala de juegos de la hostería, toma un álbum de fotos que atestigua lo que dice: todos se ríen en esas instantáneas familiares de la reconstrucción de la hostería y los inicios del proyecto. Desde hace unos años, vive en Ushuaia –es becaria posdoctoral del Conicet en el Centro Austral de Investigaciones- y alterna los paisajes del fin del mundo con el morro verde de 24 kilómetros de largo que es esta isla que conoce de memoria. En los últimos veranos, su mano derecha en la temporada es Josefina, su prima.
Un poco de historia
Hoy sería inadmisible que, tras incursionar en una geografía poderosamente virgen como lo era la isla Victoria hace 120 años y sentirse tan maravillado con el paisaje, un joven aristocrático gestionara ante el Estado el usufructo de por vida de ese paraíso y –no sólo eso– obtuviera del Congreso una resolución favorable. Pero algo así (muy simplificado, claro) fue lo que ocurrió con Aarón Anchorena en 1907.
El octavo de los diez hijos de la familia ganadera había llegado a la isla por primera vez en 1902, a los 24 años, en plan de expedición y aventura junto con sus amigos Carlos Lamarca y Esteban Lavallol, y un puñado de turistas. Desembarcaron en la extensa bahía que ahora lleva su apellido vasco y acamparon en la playa. Salieron de caza y realizaron exigentes excursiones como la conquista del cerro Quemado, al que bautizaron así por sus laderas peladas, producto de un incendio forestal. Es el punto insular más alto (1.030 msnm), cuya cima boscosa puede verse desde la galería de la hostería. Desde playa Totoras, se distingue por la cresta de rocas.
Anchorena había obtenido las coordenadas para el viaje en un encuentro con el perito Francisco Pascasio Moreno e imaginó estratégicos planes para desarrollar el turismo y una estancia modelo. Su primera intención fue comprarla, pero obtuvo un arrendamiento a cambio de inversiones y, luego, el usufructo vitalicio, al que terminaría renunciando en 1911, después de una inspección del Ministerio de Agricultura y de las ironías que el intelectual francés Paul Groussac, entonces director de la Biblioteca Nacional, le dedicara en las páginas del diario La Nación.
Polémicas al margen, su huella quedó en el viejo astillero –del que salieron vapores de más de 13 metros de eslora– y en el aserradero que alimentó la construcción de galpones, corrales, el muelle, un tambo, senderos, un molino, seis cabañas y su propia residencia en medio del bosque, un chalet encantador de dos pisos con galería que es monumento nacional.
Anchorena también fundó un vivero y reforestó las áreas que desmontaba con cientos de especies exóticas que traía en cada viaje a la isla. Sembró truchas y salmones, e introdujo faisanes, ciervos gama, jabalíes y otros animales que se adaptaron al entorno con inusitada facilidad. No ocurrió lo mismo con un par de osos que trasladó trabajosamente en jaulas desde Mendoza (seguramente, su mayor excentricidad) y murieron de calor.
Jardín mundial
Faltaban todavía varios años para que, en 1934, la creación de Parques Nacionales apostara por la conservación del entorno y abriera en la isla la primera Escuela de Guardaparques. Antes, en 1924, con Pablo Gross se había iniciado la producción intensiva de árboles y plantas que ornamentaron cascos de estancias, plazas y avenidas de numerosas ciudades argentinas; un jardín botánico, célebre por sus sequoias gigantes y otros experimentos de forestación con fresnos, tilos, álamos, eucaliptos, olmos y arces. “Por suerte, todas plantas que tienen poca dispersión y cuyo efecto se sigue estudiando. Ahora hay un plan de raleo de pinos y de reforestación. Todo hay que leerlo en su contexto. Lo bueno es que el bosque nativo está vivo, prístino. Lo vemos en las salidas que hacemos, en los renovales de lengas, arrayanes, quintrales”, describe Clara Iachetti. “Todos los paseos que proponemos se realizan con guías habilitados por APN”, remarca.
Imposible no sacarse una foto al pie de las sequoias, e imposible también que en la misma imagen salgan nuestros pies y la punta de los árboles. El cartel interpretativo dice que las Sequoiadendron Gigantum provienen de California, se plantaron en 1926 y pueden vivir hasta tres mil años. Próximo a festejar su centenario, el Arborétum fue distinguido en 2020 por la Botanical Garden Conservation International (BGCI) de Gran Bretaña, y es otro paseo obligado en la isla. El sector del antiguo vivero evolucionó en un centro forestal que desarrolla plantas nativas. Produce más de mil plantas al año que sirven para renovar el bosque patagónico.
Tres imperdibles
La zona central donde está la hostería, el vivero, la escuela y el muelle de Puerto Anchorena donde llegan los catamaranes turísticos que salen de Puerto Pañuelos son la única área de uso intensivo, abierta al turismo. Acompañados por guías, se puede acceder también a las áreas protegidas. En el extremo norte está la Reserva Natural Estricta, con regiones inexploradas y a la que sólo ingresan contadas personas con fines científicos.
La playa Piedras Blancas, de amplia costa de arena y aguas turquesas –próxima a ser concesionada–, es la única donde se permite acampar, accesible desde el agua en embarcaciones privadas, o por tierra, en bicicleta, a caballo o en vehículo. Clara conduce la camioneta con cautela y si en el camino no se cruza algún ciervo es solamente porque son animales muy huidizos. Introducidos hace un siglo, se estima que hay más de 1.500 ejemplares que representan un problema para la supervivencia de los autóctonos huemules y pudúes.
La isla es un tesoro con opciones para todos los gustos. Clara tiene sus circuitos preferidos. “La caminata por la Picada del Medio es uno de los imperdibles por la posibilidad de apreciar bosque cien por ciento nativo. El trekking va por la espina dorsal de la isla hasta la Laguna del Pescado, una reserva natural rodeada de coihues, ideal para darse un baño fresco. Es una excursión de dificultad media, no tanto por las pendientes sino por el tiempo, ya que insume cuatro horas entre ir y volver. También se puede hacer a caballo”, dice.
“En bicicleta, el destino más recomendable es Puerto Lavallol, por un camino costero que bordea la cara Este del lago. La recompensa es una playa de arena en una bahía natural protegida del viento Norte donde hay muy buena pesca con mosca. Pesca deportiva”, aclara.
“Y en kayak, no hay nada como la remada alrededor de la bahía Anchorena, saliendo del muelle de Playa del Toro, al pie de la hostería. Vamos entrando en las pequeñas bahías, el Antepuerto, Puerto Anchorena, el aserradero viejo, Puerto Oscuro, para volver rodeando el islote de Los Gansos. Es una actividad de casi dos horas, apta para todo el mundo porque antes de salir hacemos una pequeña introducción y clase práctica para los que nunca han remado. Vamos en kayaks dobles, con equipamiento de seguridad y guías habilitados. La excursión tiene un plus, porque en Puerto Oscuro los espera una sorpresa que prefiero no develar”, concluye.
Y nos deja con las ganas.
Hostería Isla Victoria. Parque Nacional Nahuel Huapi. T: (011) 4394-9605. www.islavictoria.com Abre de noviembre a marzo y en Semana Santa. En noviembre, desde $20.100. Hasta el 20 de diciembre, $28.700. Enero y febrero, $41.400. Marzo, $28.700. Los precios son por persona, con régimen all inclusive. La opción Full day incluye almuerzo y una excursión, $10.000.
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