Se conocía con ese nombre en España al título que recibía el padre del séptimo varón, fuera cual fuere su condición social. En nuestro país, la costumbre se hizo decreto recién con Perón en 1973 e incluyó también a las mujeres.
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Si bien es vox populi cierta versión oficial acerca de que la costumbre nació por pedido de un matrimonio ruso que le solicitó el padrinazgo al presidente Figueroa Alcorta en 1907, lo cierto es que la noción de que el séptimo varón se convierte en lobizón los viernes por la noche está muy arraigada en el campo y ya Juan Manuel de Rosas había concedido ese beneficio a los negros y mulatos del barrio del Tambor.
Según Felipe Cárdenas (h) en “La Rosada, sede del poder” publicado en Todo es Historia N°8, (diciembre de 1967) “un lejano antecedente puede ser la hidalguía de bragueta que se otorgaba en España al padre de siete varones, fuera cual fuere su condición social”. Caras y Caretas, a su vez, menciona el mismo origen. En 1925 lo relaciona con el hábito español de las concesiones reales, “que ha pasado sin título efectivo ni pergaminos, a los presidentes de la nación. Los reyes, para estimular virtudes morales y patrióticas, otorgaban título de hidalgos a los padres de siete hijos varones sin interrupción de mujeres.
Eran hidalgos de “portañuela” (N de la R: “Tira de tela que cubre la bragueta de ciertos calzones o pantalones y se abrocha con botones”). Omitimos el sinónimo –verdadero título que tenían– por cortedad de genio. Serán los únicos hidalgos que perdurarán sobre nuestras democráticas comarcas”, remataba la nota.
En el archivo de esa importante revista aparecen varias fotos de ahijados del presidente que eran publicadas regularmente en la sección de Sociales bajo el subtítulo de “Pradinazgo presidencial”.
Allá lejos y hace tiempo
Según José Rodríguez Pendás en el número 124 de la revista Historia el gobernador de Buenos Aires, Juan Manuel de Rosas, fue benefactor de los negros, sostén de la emancipación y quiso reafirmarles su afecto, “siendo padrino de los séptimos hijos varones de los prolíficos congos”.
Dice el autor: “Pasaron los años. Llegó Caseros y con él vientos extraños, corrientes extranjeras, culteranismos foráneos. Lo criollo dejó de ser chic. La tradición, pasó a la categoría de cosa de ‘gauchos bárbaros’. El padrinazgo de la primera autoridad cayó en desuso. Pero no había muerto”.
Rodríguez Pendás y otras fuentes coinciden en que Manuel Quintana fue el primero en restituir la tradición hacia 1904 y en que lo hizo con la intención de premiar a las familias prolíficas apelando a la máxima de “gobernar es poblar”. No obstante, La Prensa recogió el hecho unos años más tarde, en 1907. Según ese matutino, José Figueroa Alcorta accedió al pedido de una pareja de inmigrantes rusos que solicitó que él bautizara a su séptimo hijo varón, aludiendo a una costumbre de la Rusia zarista. El bautismo sucedió, en efecto, en Coronel Pringles, el 20 de octubre de 1907. El padrino fue el comisionado municipal Manuel Gascón, en representación del máximo Jefe de Estado.
La práctica se consolidó durante la presidencia de Victorino de la Plaza y Roque Sáenz Peña, aunque los medios eran un poco críticos acerca de las ventajas de ser ahijado del primer mandatario… “En la actualidad dicho honor sirve para enorgullecer al padre que dirá a su vástago mientras viva: —- Hijo, tu padrino es el Presidente de la República, o bien para sembrar el país de Roques, Victorinos e Hipólitos a granel. Porque es de rigor, creen los solicitantes, bautizar con el nombre del Presidente al ahijado”.
Fray Mocho, por su parte, bromeaba en 1916. “Creemos conveniente hacer público que por todo regalo el doctor de la Plaza envía a cada ahijado una medallita recordatoria… Dígase si por tan menguado obsequio se explica que le quede al país una caterva de desventurados forzados a cargar con el espantoso nombre del padrino y que los buenos padres se tomen tantas molestias”
En efecto, como no había ley alguna que le diera al beneficio un marco legal, ser ahijado del presidente no parecía tener más rédito que el de “medalla y beso”.
La historia oficial
De hecho, según Cárdenas, los ahijados comenzaron a registrarse recién en 1928 y para 1967 los anotados llegaban a 7000. Dice Rodríguez Pendás que “el primer ahijado presidencial del que haya constancia más o menos oficial es Ismael Armando Viotti, nacido en Bragado y bautizado el 21 de noviembre de ese año. Representó al presidente Yrigoyen en la oportunidad el diputado nacional Dr. Pedro R. Núñez”.
Y sigue. “El primer ahijado del general Perón, como presidente de la Nación, fue Tarsicio Domingo Galizzi hijo de David Benjamín Galizzi, nacido en Lucas González, Entre Ríos, y bautizado el 7 de agosto de 1946. El segundo y tercer lugar correspondieron a Juan Carlos Domingo Lo Schiavo, bautizado en Olivos el 24 del mismo mes y año y a Omar Orlando Oyola, cristianado unos días después –el 21 de septiembre– en Catamarca”.
Sin embargo, fue Perón en su tercera presidencia (1973), quien regularizó la situación a través del decreto 848, que incluía también a las séptimas hijas mujeres.
“Además de la medalla de oro con que se obsequia al agraciado y que ostenta una leyenda que dice: ‘El presidente de la Nación Argentina, a su ahijado XX’, la Presidencia efectuaba un depósito de trescientos pesos moneda nacional, en la Caja Nacional de Ahorro Postal, de cuyo depósito entrega la libreta, conjuntamente con la medalla, una vez terminada la ceremonia del bautismo”, explica Pendás.
Un año más tarde se sancionó la Ley 20.843 por la cual todo ahijado del titular del Poder Ejecutivo Nacional recibe una beca escolar.
A pesar de que ha habido proyectos de ley que pretendieron anular estos beneficios, la tradición ha crecido incluyendo otros cultos, ya no solo el católico (por decreto firmado por Cristina Fernández de Kirchner en 2009).
Una promo inusual
Sin embargo, pocos lo saben, pero los primeros en apuntarse el “poroto” de la inclusión fue una audaz acción de marketing llevada a cabo por la farmacia La Franco Inglesa que, en 1921, quiso adelantarse a ese acto discriminación lanzando una “promo” –como la llamarían hoy las marcas modernas– que contemplara también a las mujeres.
Así, propuso que “toda niña que nazca desde el 1º de enero de 1921 hasta el 31 de diciembre de 1925 en el territorio de la República y que sea la 7º hija del mismo apellido sin que haya habido varones antes, o en medio, de cualquier religión que sea, esté o no bautizada, será ahijada de la farmacia La Franco Inglesa, siempre que los padres nos hagan el honor de pedírnoslo dentro de los 30 días de su nacimiento” decía el texto, y agregaba que para concretarlo, los progenitores debían enviar la partida de nacimiento de la interesada, y la de las siete hermanas, tal como habían sido expedidas por el Registro Civil.
La Franco Inglesa se comprometía a depositar en el Banco de la Nación Argentina la suma de Mil pesos a nombre de su ahijada, al interés más elevado que pudieran obtener. “Estos intereses irán aumentando año por año el capital inicial, y la suma que resulte será entregada a la niña el día en que sea mayor de edad o al día siguiente de su casamiento si es anterior a su mayoría, lo cual le constituirá su dote”. Y, como si fuera poco, en caso de fallecimiento la cuenta pasaba a nombre de su hermana más joven o, en su defecto, la inmediata anterior.
La promoción no fue muy lejos, pero los ahijados –y ahijadas– de los presidentes –y presidentas– siguen creciendo. Aunque no se convierten en lobizones los viernes por la noche, la leyenda sigue viva.
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