Ganadora del primer premio de la Fiesta Nacional del Poncho y seleccionada para representar la artesanía argentina en el G20, Graciela Salvatierra es la artesana detrás del telar donde se tejen los mejores ponchos del país.
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“Estoy muy contenta, cómo no estarlo”. La tonada de Graciela Salvatierra no deja margen de duda. “Es que soy de Londres, un pueblo muy chiquito de Catamarca, y siempre viví acá”, explica, como si hiciera falta. Graciela fue galardonada, por segunda vez (la primera en 2019), con el premio a la “mejor pieza” durante la Fiesta Nacional e Internacional del Poncho, que se celebró en San Fernando del Valle de Catamarca, desde el 14 al 23 de julio. Y ahora, otra creación suya fue seleccionada como “objeto cultural icónico representativo del país” para participar de la cumbre del G20, en Nueva Delhi, India, el 9 y 10 de septiembre.
Para Graciela, estos reconocimientos son parte de un camino que empezó allá lejos, en su pueblo natal, de la mano de una familia que siempre se dedicó a la artesanía. “Somos muchos artesanos, pero no sé por qué eligen mis ponchos… debe ser porque me esmero en hacer las cosas bien, todo lo que se confecciona en mi taller se hace con corazón”, asegura.
Para esta artesana de 62 años, el telar criollo es todo lo que la hace feliz en la vida. Una pasión que hoy comparte con sus tres hijos (Mauro, Eduardo y Diego), que trabajan codo a codo con ella. Graciela aprendió a tejer de la mano de su abuela, Justina. Entonces, los tejidos eran un medio de subsistencia. “Vendíamos para vivir de esto”, cuenta.
Una vida dedicada al telar criollo
Todos los días, al volver de la escuela, se sentaba junto a su abuela para ayudarla. Observaba el proceso. Y aprendía. “Desde chica, hacía de todo: desde el vellón de la oveja y el hilado, ella me enseñó todo”, recuerda. En dos tarritos ponía el hilado para urdir el telar criollo. Graciela iba y venía con la cantidad exacta de hilo que se necesita para la prenda que se está confeccionando. Pequeños secretos de la artesanía que se iban revelando.
La lana se la compraban a un arriero que vivía montaña arriba y que criaba ovejas en un lugar donde no había espinas. Una lana especial: la materia prima de excelencia. “Nosotros seguimos dándole color con los tintes naturales de las plantas de la zona, como el algarrobo, la cáscara de cebolla y el nogal”, asegura. Y en invierno se aprovecha el hollín de los hogares.
“Nunca dejé de tejer. Nunca”, confiesa Graciela. Con el tiempo, fue cambiando la clientela. Cuando era pequeña, la mayoría de los pedidos eran puyos (sobrecamas) para cubrirse del intenso frío invernal. “Se hacían bastante gruesos porque no había otra cosa para taparse”, dice entre risas. “Después hacíamos ponchos, fajas, caminos…. se hacen muchas cosas en el telar criollo”, enumera.
La familia Salvatierra siempre tuvo una clientela fiel, que sabe que todo lo que sale de este taller es 100% artesanal. “La gente entiende que esto lleva mucho tiempo, alrededor de dos meses cada pieza… hay que ponerse y trabajar porque esto lo hace uno con sus manos, todo artesanal”, explica.
El poncho ganador
Para Graciela, la Fiesta Nacional del Poncho es un evento más que significativo. No sólo es la oportunidad de mostrar sus creaciones, sino también la posibilidad de compartir momentos y experiencias con otros artesanos. “Nosotros nos preparamos todo el año para esta fiesta, pero no vamos pensando en ganar… para mí, es lo más lindo que tiene Catamarca”, dice.
El poncho ganador es una prenda elaborada en lana de oveja, tejida en telar criollo en una sola pieza, con tres guardas de peinecillo en colores negro y crudo. Los tonos marrones de las listas o rayas fueron teñidos naturalmente con cáscaras de nogal y cebolla, resina de algarrobo, hollín y té en hebras.
Inmediatamente después de recibir ese premio, Graciela se enteró que otra pieza suya había sido seleccionada en el marco del proyecto Corredor Cultural para participar de la cumbre del G20, en Nueva Delhi. Es un poncho también confeccionado en telar criollo, con lana hilada y teñido con tintes naturales.
Un oficio que resiste
Hubo un tiempo en que Graciela había perdido las esperanzas. Sentía que el oficio artesanal del telar criollo estaba desapareciendo lentamente. Pero hace unos años empezó a notar un cambio. Los jóvenes comenzaron a acercarse al taller, de la mano de sus hijos, y también de otros artesanos de la zona. “Hoy hay muchos jóvenes aprendiendo y el único que puede transmitir este conocimiento es el artesano. Nosotros les enseñamos todo, no guardamos ningún secreto… hoy estoy segura de que este oficio va a continuar”, dice, orgullosa.
“Yo invité a cinco amigos para trabajar y hay un par más que se quieren sumar”, cuenta Mauro, hijo de Graciela. “Ellos aprenden y seguramente, algún día, van a seguir con esto… porque mi mamá explica muy bien”, dice. Uno de sus primeros recuerdos es una frase que, luego, escucharía muchas veces a lo largo de los años, incluso hoy en día: “Mauro, ponete a ovillar”. “Aprendimos desde muy chiquitos, gracias a Dios vivimos de esto, pudimos conocer a mucha gente, viajamos por todo el país, en 2017 fuimos a Malasia para representar a la Argentina, donde mi mamá hizo demostraciones de telar”, recuerda Mauro.
El telar criollo no sólo representa una salida laboral. También es una forma de expresión cultural muy arraigada en la zona cordillerana. Un elemento identitario con un valor simbólico que excede el intercambio comercial. Aunque, también, puede representar una buena oportunidad para montar un negocio apuntado a un público que aprecia este tipo de objetos.
“Nosotros vendemos a pedido, a través de las redes sociales que manejan mis hijos, pero por suerte tenemos trabajo todo el año”, asegura Graciela. El precio de los ponchos oscila hoy entre los 60 y 70 mil pesos y su valor depende del trabajo que tienen encima, el tiempo y los materiales.
Graciela perdió la cuenta de los años que lleva haciendo esto: una rutina que sus dedos conocen de memoria, como si el telar fuera una extensión de su cuerpo y los hilos, sus propias venas. Con la magia intacta, y los colores de la tierra abriéndose paso entre sus creaciones, Graciela Salvatierra sigue transmitiendo una sabiduría contenida durante generaciones.
Cuando habla de sus pagos, Graciela no oculta el profundo amor que siente por su tierra. “Para mí, acá es todo lindo”, asegura. Y agrega: “Tengo mis raíces acá, no podría vivir en otro lugar. Cuando voy a Buenos Aires, es lindo para pasear, pero al rato quiero volver porque no hay como nuestro hogar… enseguida extraño el telar”.
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