Pablo Soto supo que quería ser cocinero cuando tenía 30 años. Oriundo de Comodoro Rivadavia, aboga al favor del consumo de productos de cercanía.
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A Pablo Soto le gusta decir que Molle Verde es una casa de comidas y bebidas, más que un restaurante. “Quiero que los clientes se sientan como en casa, pero bien atendidos”, dice el cocinero de este reducto de Comodoro Rivadavia que es único en su especie. “El molle es un árbol aferrado a la tierra que se fue depredando. Puede medir dos metros y tener cien años, pero siempre está verde (oscuro o claro). Lo elegí para el nombre de mi restaurante porque amo los arbustos del campo”, cuenta Pablo desde el mostrador de este restaurante que funciona en una bellísima y auténtica casa ypfiana. Luego, sin más preámbulos, sirve el primer paso de su propuesta: trucha arcoíris del lago Musters con kale de hidroponía que se produce en Kilómetro 3 (un barrio icónico de Comodoro).
“Crecí entre la ciudad y el campo. Mis abuelos inmigrantes eran cocineros amateurs. Mi abuelo Soto llegó de Andalucía y se instaló entre los barrios Kilómetro 3 y Laprida. Trabajó en el petróleo y, ni bien tuvo un terreno, puso una huerta. Fue el primer productor que conocí. Tenía habas, morrones… Acá crece de todo. Además, criaba conejos y chivos. Del otro lado, mi abuela materna era mapuche, llegó desde Chile y también cocinaba. Estaba casada con un alemán. ¡Imagínate toda esa mezcla! Estuve rodeado de abuelas que se levantaban pensando qué cocinar. Y, más allá de alimento, la comida era momento de encuentro”, rememora Pablo que hoy tiene 49 años y se acerca a la mesa con su segunda sugerencia: langostinos con tomate de la huerta, con ricota y pesto.
Formado entre la Escuela 105 y la técnica, ENET, Pablo jamás pensó que la gastronomía podía ser una profesión. Por eso cuando terminó el colegio y como tenía habilidades para el estudio, se metió en la carrera de Medicina en Buenos Aires. Como no le gustó, se pasó primero a Abogacía y luego Ingeniería. Tampoco. Entonces se anotó en Radiología y sí, finalmente, se recibió de algo. “Trabajé en hospital psiquiátrico Melchor Romero, en el Hospital San Juan de La Plata… Pero no había encontrado mi vocación. Recién en 2004, una vuelta estaba en Comodoro, con un amigo, en su bar, cuando me contó que iba a estudiar cocina en el Instituto Superior de Gastronomía y Hotelería de la Patagonia. Entonces supe que eso que me gustaba hacer desde siempre se podía estudiar. Me anoté en la carrera y a los tres meses estaba trabajando en el restaurante Tunet del Hotel Austral, con el catalán Joan Coll, que había venido a dar un curso al instituto y terminó siendo mi maestro. Yo algo sabía, porque miraba muchos programas de cocina en la tele”, rememora Pablo, que por entonces tenía 30 años. Y nos sirve una deliciosa sopa de hongo de pino con huevo de campo.
Soltero y sin hijos, permaneció 14 años en el hotel y llegó a ser chef ejecutivo. Cuando sintió que se había cumplido un ciclo, en 2017, dejó Tunet y se pasó unos años asesorando proyectos gastronómicos y haciendo eventos. En paralelo, cada vez estaba más enfocado en un objetivo: abrir su propio restaurant. Claro que ya había dado un primer paso. Se había comprado una casita de chapa ypfiana –esas que habitaban los trabajadores del petróleo a principios del siglo pasado– y tardó dos años de ponerla a punto. “Dejamos el esqueleto y la hicimos a nuevo”, cuenta mientras señala las ventanas que dan a la parra y las paredes pintadas de azul, con ilustraciones de peces. Todo está especialmente diseñado para hacernos sentir en el fondo del mar. “Es un homenaje a Comodoro, porque somos restinga”, reflexiona Pablo, que en septiembre de 2022 invitó a un par de conocidos a una pre inauguración y desde enero de este año recibe comensales.
“Hice mucha alta cocina en el hotel y adquirí toda la técnica. Sé que es importante, pero no es lo único. Para mí lo más importante es el producto que llevás a la mesa. Sin buena materia prima, no lográs nada. Un buen producto habla por sí solo. Yo solo tengo que tratarlo con cariño y mostrarlo bien. Por eso, cocino con tres o cuatro ingredientes. No más. No necesito generar confusión para que un plato esté bueno”, enfatiza Pablo, mientras nos convida el cuarto paso: ojo de bife con puré de zanahoria y remolacha.
Realista y sincero con el concepto de Cocina Kilómetro Cero, asegura: “Creo que es un poco fundamentalista. Acá hablamos de gastronomía de entorno. Me ocupo de visualizar el trabajo en las chacras de la gente de los campos de la zona. Tenemos quesos de El Viejo Tambo de Sarmiento, mollejas de cordero de Río Mayo, centolla de Caleta Córdoba, por ejemplo”. Con el tono medido y cierta modestia, asegura que convive también con una faceta más picante. Esa que hace a todo cocinero, ante las presiones de un buen servicio. “Soy de la vieja escuela, esa de las cocinas donde se grita y se exige mucho, pero entendí que es muy cansador vivir todo el tiempo re loco. Domé la bestia que estuvo tantos años dentro mío”, resume este cocinero que todos los días a las ocho de la mañana ya está laburando. “Que los clientes vuelvan es mi mayor satisfacción”, resume mientras una pera asada con mousse de chocolate corona la propuesta de este restaurante que vino a patear el tablero patagónico.
Datos útiles
Molle Verde. Propuesta de pasos para dejarse atender. Es un salón chico –no más de 18 personas–, con mesas en los jardines y barra. La oferta de vinos es muy acorde. Y el ambiente es tan invitante, como agradable. La carta de tragos, comandada por Ivana Svolboda, es un plus. Abren con reserva, de martes a domingo, de 20 a 24 horas. Castro Barros 122, Comodoro Rivadavia. T: +54 9 (297) 538-0650. IG: @molleverde.
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