Jorge Cazenave encontró su verdadera pasión por la vida silvestre de Argentina. Un viaje inusual desde los pasillos de la justicia hasta la inmensidad de la naturaleza, donde descubrió su profundo vínculo con el mundo natural y su compromiso con la conservación de especies salvajes.
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Vestido de traje y corbata, Jorge Cazenave avanzaba por los pasillos del Juzgado Federal de Morón. El eco de los mocasines rebotaba en las viejas paredes gastadas, mientras su cabeza divagaba por rincones inexplorados del país y visualizaba situaciones en la naturaleza salvaje. Esa dicotomía se había apoderado de él, pero no claudicaba en su trabajo diario en el Poder Judicial, donde compartía oficina con Guillermo Montenegro -actual Intendente de Mar del Plata- y Alberto Nisman, quien luego se convertiría en el fiscal del caso AMIA y sería encontrado muerto en su departamento de Puerto Madero en 2015.
Jorge siempre supo que ese no era su mundo. Que lo suyo estaba en otro lado. Claro que entonces no sabía cómo darle forma a aquello que lo atravesaba desde pequeño: una pulsión irrefrenable por la naturaleza. Una curiosidad que había crecido de la mano de su padre, Jorge Horacio -un destacado referente del mundo agrícola argentino-, quien era un inquieto explorador del mundo circundante. Un compendio de experiencias que llevarían a Jorge hijo, con el tiempo y las casualidades (o no tanto) de la vida, a dedicarse de lleno a la conservación de especies amenazadas, con las orcas de la Península Valdés como insignia.
Jorge habla de una experiencia fundacional en su relación con la naturaleza. Cuando tenía 11 años, junto a su padre, dieron una vuelta en casa rodante por la Patagonia durante un mes y medio, cuando todos los caminos eran de ripio. Un vínculo que se terminó de sellar en el campo de su abuela, en Bragado. “Para nosotros era un recontra plan ir a buscar las vacas a las 5 de la mañana para ordeñarlas”, recuerda hoy con una sonrisa. “Siempre estuve motivado por la curiosidad e incentivado por los documentales de Jacques Cousteau, la enciclopedia de los animales de Salvat, que esperaba todas las semanas para coleccionar los fascículos”, dice.
Sin embargo, su destino tuvo “un desvío”. Cuando terminó la secundaria, no tenía muchas alternativas. Sentía la clásica presión de tener que elegir qué hacer. “Entonces me fui para otro lado, y estudié abogacía”, resume. Jorge recuerda que tomó el tren para anotarse en la UBA sin saber qué carrera iba a elegir. En ese trayecto, llegó a la conclusión que siendo abogado podría juntar los recursos necesarios para dedicarse a la naturaleza en los ratos libres.
Así fue como llegó a trabajar en el Juzgado Federal de Morón, donde sintió lo que él llama el “primer golpe”: en medio de la crisis del final del gobierno de Raúl Alfonsín, con sus ingresos completamente licuados, se dio cuenta de que lo que había imaginado para su vida no estaba resultando posible. “El segundo golpe fue cuando me introduje en el mundo del turismo por la puerta de atrás”, revela. Su padre había sido agregado agrícola de la Argentina entre 1974 y 1976 en Estados Unidos. A mediados de los años 80 empezó a organizar viajes para que los productores argentinos se capacitaran y la familia Cazenave terminó armando una agencia de viajes. “Empezamos a armar viajes a Estados Unidos y se dio un ida y vuelta, con productores interesados que querían ver cómo era la agricultura y ganadería en la Argentina”, recuerda.
La agencia andaba viento en popa. “Teníamos mucho trabajo y, la verdad, ganábamos muy bien, así que dejé de trabajar en la Justicia”, cuenta. Hasta que en el 2000 hubo una crisis sanitaria por la aftosa y toda la actividad se frenó. Entre solitario y solitario en la computadora, un amigo que había armado una empresa para hacer cabalgatas le propuso llevar gente a Santa Cruz, aprovechando la logística que ya tenía armada para su agencia.
Ese mismo año, Jorge estaba en Catriló, La Pampa, y por casualidad (o no tanto, ya se sabe) le comentó al dueño de un campo que estaba muy contento porque se iba hacia la Península Valdés para ver a las orcas que varan en la costa, un fenómeno único en el mundo. Había conocido la historia a través de un documental de la Aventura del Hombre. Su cuerpo le pedía presenciar ese espectáculo de la naturaleza de manera urgente: “Resulta que este señor me dice ‘tengo un amigo que acaba de abrir ahí una hostería, la Estancia La Ernestina’; me dio la tarjeta y resultó ser el lugar al que volví todos los años desde entonces”.
El primer encuentro con las orcas
Jorge caminaba por un sendero paralelo a la playa, con su pequeña hija en brazos. Lucía tenía apenas un año y medio. El silencio de la inmensidad patagónica era interrumpido sólo por el intenso viento. De repente, las aletas de una orca emergieron en el mar. Jorge sintió que su cuerpo explotaba de felicidad. Junto al guía que lo acompañaba, empezaron a correr hacia la playa. En un momento, se dio cuenta de que no podía correr más con Lucía en brazos e hizo un rápido cálculo: miró alrededor y llegó a la conclusión de que no había riesgo evidente. Dejó a su pequeña hija sentada sobre el canto rodado de la playa y siguió trotando hacia el encuentro del animal. “Hoy me río un poco de esa anécdota, ¡qué inconsciencia!”, dice.
“Estábamos en la orilla y lo primero que escuchás es la respiración, el soplido que es como un tren que pasa”, describe. “Es un viaje de ida. Y así fue, nunca más dejé de ir, volví todos los años, incluso en pandemia, que me escapé para poder verlas”, revela.
Un cambio en ciernes
En la hostería de Península Valdés se encontró con fotógrafos, directores de documentales, biólogos y todo un ecosistema de personas que trabajan en cuestiones relacionadas con la conservación. “Era gente que requería de mis servicios de turismo, de fixer, logística de campo. Por ejemplo, recuerdo que filmamos caballos salvajes con la BBC y aparezco yo vestido de gaucho arriba del caballo, todo lookeado”, cuenta entre risas.
Lo primero que surgió, casi por decantación, fue crear una ONG para trabajar en la conservación de las orcas. La bautizó Punta Norte. Jorge se enamoró tanto de este animal que encontró un nuevo eje para su vida. “La problemática que aqueja hoy a las orcas es la sobrepesca de los barcos chinos en el límite de la plataforma marítima continental, que rompen la cadena trófica porque dejan sin alimento a los lobos y a los elefantes marinos, que a su vez son el alimento de las orcas”, explica. “Y lo mismo con la basura, los plásticos…. también hay accidentes con botes y embarcaciones, pero lo principal es que son muy poquitas. Nosotros tenemos documentados 20 ejemplares”, agrega.
Jorge cuenta que las orcas “tienen una cultura, se enseñan entre ellas, se protegen y se rescatan”. “Este otoño, un ejemplar estaba practicando el varamiento y en un momento se atascó; vinieron otras dos, se le pusieron al lado, y salieron juntas. No me lo contaron: lo vi yo”, dice, fascinado. Otro rasgo que le llamó rápidamente la atención fue la curiosidad de las orcas: “Cuando son jóvenes, entran a la playa y te miran, levantan la cabeza, se ponen de costado y hacen contacto visual”.
Si bien el varamiento se hace durante todo el año, entre febrero y mayo, las crías de lobos marinos están aprendiendo a nadar y las madres los empiezan a dejar solos, entonces las orcas aprovechan ese momento. “Pero es más un juego y algo social, que una cuestión de alimento. Después los lobos empiezan a detectar el peligro y se escapan”, agrega Jorge. Lo más al norte que fueron divisadas, fue en en el límite entre Río Negro y Buenos Aires. Y hacia el sur, a 300 kilómetros de la Península: “Ahí encontramos muerta a una de las orcas expertas, es lo más lejos que la vimos hacia el sur; era una orca hembra y preñada, fue un error de cálculo, hizo mal el varado y murió ahí”. Ahora, desde Punta Norte están trabajando para “identificar las voces de cada una, tenemos muestras, pero nos falta: sabemos que aunque pasan varios días sin verlas, están ahí”.
Una vida dedicada a la conservación
Lejos quedaron los ecos de los pasillos judiciales. Para Jorge un día normal, o mejor dicho, un día grandioso, es una mañana en la Patagonia “buscando pumas con 15 grados bajo cero, antes de que salga el sol, rompiendo el pasto congelado con los borceguíes”. “No es algo metafísico, me siento un cazador prehistórico, dejo salir mi lado salvaje”, describe.
Con ese espíritu, decidió crear otra ONG, We are Wild Life, que busca “ser un granito más en el mundo de las grandes organizaciones de conservación”. “Queremos ayudar a proyectos y a personas que ya están trabajando en temas de conservación, muchas veces en soledad y con pocos recursos. Entonces la idea fue crear una especie de soporte gráfico y visual, sacamos las fotos y hacemos los videos y se los dejamos. Muchas veces nos cuesta que entiendan que no pedimos nada a cambio, les damos a las organizaciones lo que necesiten”, explica.
Edwin Harvey es el cofundador de We are Wild Life. Conoció a Jorge hace 10 años en la Patagonia, junto a la fotógrafa norteamericana Laura Crawford Williams y a Francisco Girado, otro integrante de la ONG. Esa convergencia fue el inicio de una serie de conversaciones que siempre giraban sobre el mismo tópico: qué podían aportar en materia de conservación. Luego de varias idas y vueltas, en 2022, terminaron haciendo un aporte para la recuperación del lince ibérico en España. Y todo empezó a tomar forma: “La idea principal es reconectar a la gente con su propia naturaleza, en medio de una pandemia que estamos padeciendo de ataques de ansiedad y depresión porque hemos perdido conexión con la naturaleza, vivimos una crisis de la que no se tiene mucho registro”, resume.
Al igual que Jorge, Edwin abandonó una carrera ligada a la abogacía para trabajar en proyectos de conservación, junto a Douglas Tompkins, ayudándolo a editar sus libros, tanto de Patagonia como de Iberá. “Las experiencias más potentes las sentí estando solo en la naturaleza, donde tuve una serie de epifanías en las que sentí que esto era lo mejor que podía hacer durante mi estancia en el mundo”, revela.
Sobre el trabajo en We are Wild Life, Edwin explica que “los seres humanos somos parte de un juego de comunicación y dentro de ese juego, la belleza, es un atributo fundamental de la naturaleza”. “Es un vehículo espectacular para generar empatía para que se conecten con esa parte de ellos y quieran aportar a la conservación de seres y hábitats naturales que se están perdiendo”, agrega.
“Los conservacionistas son personas que sacrifican sus vidas y su bienestar para salvar ecosistemas que mucha gente pasa a 120 km/h con el auto y ni los registran”, analiza Jorge. ¿Qué es lo que motiva esa entrega? “Yo creo que hacemos esto porque nos conecta con nuestro Neandertal interior. Somos animalitos. Nosotros somos vida salvaje, formamos parte de esto”, responde.
Desde marzo, Jorge estuvo al lado de orcas, de pumas y yaguaretés. “Son animales hermosos”, dice. “Lo que más me conmueve hoy es saber que si yo no estoy acá, esto sigue su curso, sigue pasando. Ver un paisaje o un bicho en su ambiente, que puede ignorarte, es increíble”, reflexiona.
“Siempre fui así”, resume. A pesar de su título de abogado, hoy enterrado en el pasado, y su trajín en el mundo judicial que hoy considera como “un desvío”, jamás dejó de pensar que ahí afuera estaba todo lo que necesitaba para encontrarle sentido al funcionamiento del mundo. De tanto andar por las entrañas de los ecosistemas, Jorge tuvo una suerte de “revelación”. “No creerse parte de la naturaleza, es un error gigante. Todo sale de ahí. Esto lo digo con mucha humildad: los humanos no creamos nada, simplemente descubrimos y lo que hacemos es transformarlo para nuestro uso. Cuesta entenderlo, pero es así”, cierra.
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