Querían tener un restaurante y no sabían dónde. Tomaban mate en Freire, planificaban. El lugar se expandía ante sus ojos con el inmenso mueble de madera, las decenas de botellas y latas de galletita, pero no lo veían. Hasta que una tarde él dijo, “¿Y si lo hacemos acá?”.
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Los pueblos de la provincia de Buenos Aires tienen varias cosas en común. Cosas buenas como la luz de las seis y media de la tarde. El sonido ambiente, mezcla de silencio, ladrido de perros y motores que aceleran. Las casas bajas, la gente en bicicleta. Pero no en todos los pueblos hay un bodegón. Y cuando esto pasa, se celebra. Freire está abierto desde 1903. Fue almacén de ramos generales, boliche bailable, y ahora, desde hace cuatro años, el lugar de Suipacha en el que mejor se come. Hay milanesas para compartir entre cuatro. Ravioles fritos acompañados con un tuco que tiene horas de elaboración. Empanadas de carne que resisten la frase: “Fui a Freire a comer empanadas”. Y, sobre todo, un bodegón en la esquina de un pueblo de la provincia de Buenos Aires desde donde se puede ver: hacia afuera el campo, y hacia adentro, la historia.
De la ciudad al pueblo
Elizabeth Sosa y Marcelo Bolia se conocieron en 2002, cuando ella, recién llegada a Suipacha, empezó a cuidar a su hijo pequeño. En esa época, ella tenía más relación con la mujer de Marcelo que con él, todavía faltaban diecisiete años para la sociedad que en 2018 formarían juntos, como propietarios de Freire. A los 28, ella vivía en la gran ciudad, había quedado embarazada, y trabajaba en una cadena de hamburguesas en la que le dieron dos opciones: viajar a México o perder el empleo. Antes de poder decidir, recibió un llamado de Suipacha: a su madre le quedaba poco tiempo de vida. Se mudó de inmediato y, aunque no había viajado para instalarse definitivamente, se fue quedando. Tuvo varios trabajos hasta llegar a Freire. Niñera de aquel bebé, administrativa en un campo y en una fábrica de quesos y, más tarde, dueña de su primer restaurante, La Pomarola.
Cuando tiene que ser, parte 1
Los emprendimientos en un pueblo no son tarea sencilla. Por ejemplo, un restaurante puede explotar de gente los primeros meses y después quedar desierto como si hubiera caído un meteorito. O tal vez fue porque estaba sola, que llevar adelante La Pomarola se le hacía tan cuesta arriba. “Yo quería cambiar de aires. Abrir algo nuevo”, dice. Pero cómo empezar. Las amigas le dijeron que tenía que distraerse, la llevaron a bailar. Esa misma noche se encontró con Marcelo. “¿Qué hacés acá?”, le dijo cuando lo reconoció. “Soy el dueño”, contestó él. Así volvieron a hablar después de varios años. Esa misma noche, Elizabeth conoció Freire.
Cuando tiene que ser, parte 2
Actualmente, Marcelo vive con su mujer en la localidad de Mercedes, pero en aquella época, se había mudado a Suipacha. Le gustaba recorrer los pueblos de la provincia con su primo. “Jugábamos competencias a ver quién descubría el boliche más raro, más escondido, y a veces nos perdíamos en el medio del campo”. Si le preguntan por qué lo hacía, dirá que por nostalgia. “Para conversar con la gente del campo. Lo que a mí me gustaban eran los almacenes rurales donde se vendía un alfiler, una montura, un auto”. Freire era un almacén rural, ahí se conseguía de todo y los varones jugaban a las cartas. Claro, otra de las cosas que comparten los pueblos es el dicho “Acá nos conocemos todos”. Como Marcelo tenía un amigo en Suipacha, lo llamó y le dijo que le gustaba aquel almacén, que le avisara cuando se fueran los inquilinos, que quería alquilarlo él. Lo que no sabía era que su amigo era el hijo de la dueña. A los meses Freire quedó libre y los dos fueron a hablar con Ñata, la madre bendita. Así es como Marcelo alquiló el bendito lugar que, con los años, se convirtió en boliche bailable.
Un “no” que abrió puertas
“Tengo ganas de vender La Pomarola”, le dijo una vez Elizabeth a Marcelo. A él se le ocurrió una mejor idea, asociarse con ella, y hacer ahí mismo una cervecería. Así es como empezaron a trabajar juntos. Mientras él administraba Freire, los dos refaccionaban el lugar para abrir la única cervecería en Suipacha. Pasaron la prueba, se llenó de gente durante un año entero. Les iba bien. Les iba muy bien hasta que los dueños del local anunciaron que no renovarían el contrato, y el mundo se vino un poco abajo. Pero a veces los “no” tienen la potencia de abrir caminos. Mientras en Freire sonaba música de noche, por las tardes, Elizabeth y Marcelo se preguntaban, mate de por medio, dónde abrir el nuevo restaurante. En Suipacha, Chivilcoy, Mercedes. Dónde. “¿Y si lo hacemos acá?”, dijo él de repente.
Freire, el bodegón
Abrieron en octubre de 2018. Explotó los primeros meses y después, lo conocido, la gente dejó de ir, apenas sacaban cuatro platos. Pero esta esquina mágica, que desde 1903 supo reinventarse, está destinada a brillar. A Elizabeth se le ocurrió que una posible solución podía ser el turismo local. Hizo un lento trabajo en las redes sociales, y así los empezaron a conocer. Llegaban desde la capital, Las Heras, Junín, Alberti. El día que la pandemia detuvo al mundo, escribieron con tristeza en un pizarrón, “Salvemos la tierra que es el único planeta con cerveza. 22 de marzo de 2020″. A la pandemia, también supieron resistir.
Hoy, Freire, no solo es un bodegón en el que se come bien, es un lugar atendido por dos personas que lo cuidan porque saben que, de ese fuego, el calor siempre llega. De vez en cuando, aparece un comensal apurado, con la urgencia propia de la gran ciudad. Entonces Marcelo se acerca tranquilo, “Pará, pará”, le dice, “Disfrutá. Fijate el caballito allá enfrente”. Le habla pausado. Lo invita a la mesa.
Freire, Santiago del Estero y Combate de San Lorenzo, Freire (Suipacha). Jueves a sábados de 20 a 01. Viernes a domingos de 12 a 16. Solo con reservas. T: (02324) 68-6491. Menú a la carta, promedio por persona entre $1.100 y $1.500. Para probar: empanadas fritas, ravioles fritos, tabla Freire grande (comen cuatro, pican seis), ravioles caseros, milapizza napolitana (para 4 personas), flan casero, tiramisú.
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