Desde El Nuevo Progreso y junto a la cocinera Ana Ponce buscan impulsar un espacio en el que los jóvenes cocinen para los niños, y que, a su vez, sirva de noche como restaurante para solventar sus gastos.
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Está el progreso de siempre y está el nuevo progreso. Un progreso que avanza en espiral, no lineal, que vuelve ahí donde hubo algo que sirvió, que fue bueno y noble, lo toma, se lo lleva, no descarta. Progreso como tiempo que supera al anterior, pero que a la vez tiene más preguntas que respuestas.
No es un tiempo altanero, y piensa en estas cosas: ¿la tecnología es un atributo de los teléfonos, de los drones, o puede haber tecnología en las manos? ¿Cuando se habla de sustentabilidad se tiene en cuenta el recurso humano o solo los recursos naturales? ¿Se puede usar la palabra innovación cuando en una cocina se usa el mortero o al decir “innovación”, siempre, pero siempre, iremos a parar a la cocina molecular? ¿Un tamal puede ser merecedor de un premio prestigioso? ¿Puede una politóloga abrir un restaurante y no sentir que se equivocó, rotundamente, de camino? Sí, sí, sí. Y vean cómo. Florencia Rodríguez estudiaba Ciencias Políticas en la Universidad de Buenos Aires, en el año 92. Del mismo modo que estudiaba, cocinaba. Cuando uno de sus cuñados –hermano de Fernando Fernández, su novio de toda la vida– vió que le gustaba la cocina, la empezó a contratar para trabajar en su restaurante. Su abuelo, Eleodoro Pastor Rodríguez, había tenido un almacén de ramos generales en alguna parte de la ciudad de Buenos, junto con su padre, el bisabuelo de Florencia.
En realidad, era su bisabuelo adoptivo. “Mi bisabuelo no era mi bisabuelo, porque mi abuelo fue el fruto de la relación de una chica comechingón con un tipo que se la agarraba en la casa porque era la que limpiaba. Ahí nació mi abuelo”. Pero como la chica tenía 14 años, le entregó el bebé a un matrimonio. Regresemos hacia adelante: Florencia casi se recibe de politóloga y cocina cada vez más. Otro de sus cuñados –no el del restaurante– le dice, “Che, Flor, yo me quiero ir a vivir al norte. Quiero armar tipo un bar almacén, con un poco de comida. Ayudame, después te vas con mi hermano a Alemania, fijate”. Florencia viaja a Tilcara. “...después de tomarme un tren, después de tomar un bondi. Cuando llego digo, esto es un cuento, esto no es verdad”. El cuñado la recibe con una novedad: alquiló una casa antigua, ubicada en una esquina.
La limpian, abren puertas y ventanas, deciden sacar la cartelería vieja y cuando lo hacen, aparece un cartel lleno de polvo que dice, “El nuevo Progreso”. Florencia siente que se le aflojan las piernas: no entiende nada, y entiende todo a la vez. Nuevo Progreso se llamaba el almacén que su abuelo y bisabuelo habían tenido en algún lugar de la ciudad de Buenos Aires. Asombroso, pero cierto. Desde 2003, desde hace veinte años, El Nuevo Progreso es el restaurante que ella y Fernando tienen en Tilcara.
Un tamal sí es un plato
En 2021, Florencia Rodríguez ganó el Prix Barón B, premio que también obtuvo, en 2018, la cocinera Patricia Courtois, y que tiene como retribución dinero, un corcho bañado en oro, tallado por el orfebre argentino Juan Carlos Pallarols y un viaje a Mirazur, el restaurante de otro argentino, Mauro Colagreco, elegido como el mejor restaurante del mundo, con tres estrellas Michelin. Lo que Florencia cocinó aquella vez, para 40 personas que oficiaron de jurado, fue, técnicamente, un tamal. “Un tamal no es un primer premio de cocina”, dijeron algunos. Pero sí, sí que es si tiene la creatividad, minuciosidad y técnica que ella y Paulina Martínez, su fiel ayudante –a la que le gusta, más que nada en el mundo, arreglar motos–, supieron conseguir. Hay que escuchar el procedimiento y después pensar si es un sí o es un no.
“Era un tamal de maíz morado y api... teníamos que usar una proteína que fuese un ave. Hicimos el tamal de maíz morado y gallo confitado y, además, hicimos con los gallos que teníamos, charqui, como se usa acá el charqui, la carne seca; y con eso hicimos una kalapurka que es una sopa más de la Puna, que se hace con piedras efervescentes... calentás piedras y esas piedras son el combustible, las metés adentro de la sopa para que tome sabor. El tamal, eso era lo estético, lo de premio... Hicimos una milpa porque yo insisto hace mucho tiempo con eso: que este es un lugar para hacer eso. La milpa es una forma de cultivar mesoamericana donde el maíz es súper importante, los zapallos o los cayotes –lo que quieras llamar en tipos de zapallos–, los porotos, los frijoles, pueden estar los ajíes. Entonces, nosotras hicimos un locoto relleno con cayote, con hígado, como un paté de gallo, porotos ñuñas, que son de acá. Las ñuñas fermentadas y semillas de diferentes tipos de zapallos. Bueno, y tenía quinoa, flores, ... un laburo tremendo para ser así, en vivo para mucha gente”. Sí, un tamal sí.
El cliente no siempre tiene razón
El Nuevo Progreso abre ocho horas, nueve a lo sumo. Los que trabajan ahí entran a las seis de la tarde y se van, como muy tarde, a la una. Los domingos está cerrado porque en el restaurante trabajan muchas mujeres que tienen hijos y “yo quiero que estén con los hijos, que vayan a la cancha, que jueguen al fútbol. No creo en otra forma de laburo”, dice Florencia, “es una firme convicción que tengo. No quiero ser millonaria”. Ese es el modo en que ella piensa las cosas, y “las cosas” le van saliendo más o menos bien. Una nueva pregunta que se hace es: ¿es necesario que, para que uno la pase bien otro tenga que pasarla mal?
El Nuevo Progreso es el lugar predilecto de franceses que van a Tilcara. Cuando Florencia y Fernando eran más jóvenes, entró al restaurante una francesa que quiso almorzar cordero. El plato llegó a la mesa, la mujer lo probó y dijo, “esto no es cordero”. Se llevaron el plato y le trajeron uno nuevo. La mujer probó y dijo, “esto no es cordero”. Volvieron a retirar el plato y aparecieron con un tercer plato que dejaron en la mesa de la francesa. La mujer probó, “esto no es cordero”. Entonces Florencia dijo, “esto se terminó”. Fue a la cocina, buscó la olla donde estaba el bendito cordero que a gritos pelados decía, “¡yo soy lo que soy!”, atravesó el salón principal y plantó la olla arriba de la mesa de la porfiada mujer.
La mujer miró, probó y dijo, “Esto no es cordero”. Estaba empecinada con el sabor que traía en su memoria gustativa, no pensó en que existían otros territorios y biomas, otras maneras de alimentar a los animales, “El cordero depende de dónde sea, tiene un sabor. Hay corderos que son más salvajes, que comen salicornias, en el sur que es todo afable y divino y está lleno de agua. Los corderos de acá son musculosos, tienen otro tipo de grasa, es muy diferente su musculatura. Y tienen otro sabor”. Entonces, sí era un cordero.
Cocinera de territorio
Cuando ganó el Prix Barón B se lo dedicó a las mujeres del mercado de Tilcara. Hizo subir al podio a su ayudante Paulina, y fue la primera vez que una ayudante de cocina se ubicó al lado de una chef galardonada. Al llegar a Tilcara, Florencia fue al mercado y las mujeres le agradecieron, pero es ella la que en realidad agradece haber sido recibida en el mundo andino, por eso dijo emocionada, al alzar el corcho bañado en oro, “Viva el mundo andino”.
Hoy, ella y Ana Ponce, la dueña del restaurante que está frente a El Nuevo Progreso, están ideando un proyecto, que llevará trabajo y tiempo, pero que no es imposible. Algo que incluye a niños y a jóvenes. “La cocina no es nada si la mitad de la humanidad está muerta de hambre”, dice Florencia que de alimentos, algo sabe. Habla de gastropolítica, imagina un comedor infantil que a la vez sea restaurante, que a la vez sea una escuela de cocina. “Pero no un comedor porque no tengo para comer. Un comedor con lo que habría que comer y con adolescentes que cocinen para los otros niños”. Y de noche, un restaurante que sirva para solventarlo.
“Un buen día, esos niños y adolescentes van a ser los cocineros de ese restaurante y van a tener sus propios emprendimientos”. Será un espacio generador de posibilidades para los jóvenes tilcareños que muchas veces están algo perdidos. “Una idea fabulosa”, dice Florencia, que tiene una cosmovisión de la vida sorprendente; altruista en el mejor de los sentidos. Ella, que supo desempolvar un viejo cartel y hacerle un guiño a su abuelo, aquel hombre que lo entendió todo: ¿Qué es el progreso sino conseguir que, tres generaciones después, una nieta conserve lo bueno y noble del pasado, aquello que sirvió, y avance hacia un lugar mejor?
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