Creció en la ciudad rionegrina y se mete en las canteras a buscar material de distintos colores.
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Federico Marchesi se enamoró de la piedra cuando era chico. Tenía once años y subió a la montaña para pasar un mes, pero no quiso bajar. Entre los refugios y las cuevas, sintió que con los montañistas “tenía una gran afinidad”. Nacido en San Isidro, lo habían criado sus abuelos. Pero ese verano, había ido de vacaciones a visitar a su padre a Bariloche y no volvió. “Me mandaron la valija y me dijeron que era hora de que me quedara con él”, cuenta el artista desde la tranquilidad de su casa hecha en piedra y adobe, en aquella ciudad donde todavía vive.
Allá hizo la escuela secundaria, en la escuela industrial ENET N 1, y cuando tenía quince años, en 1978, “tal era la malaria en Bariloche por el conflicto con Chile”, que su padre –que tenía una compañía audiovisual– se mudó a Buenos Aires para buscar trabajo. Entonces Federico se quedó viviendo solo y, según cuenta, fue aquella ausencia lo que le despertó la veta artística. “Me las pasaba dibujando y pintando. No quería hacer las cosas técnicas que me pedían en la escuela; quería hacer cosas más artísticas. De todas maneras, fui un buen dibujante técnico. Y trabajé tres años en el Centro Atómico, mientras iba a la escuela. Además, subía a la montaña y me impactaba con el trabajo de los picapiedreros”, relata Marchesi. Cuenta que hizo el servicio militar, donde lo “arruinaron un poco” y se agarró una fiebre tifoidea que lo internó en el Hospital Militar de Buenos Aires. Además, salió sorteado para ir a las Islas Malvinas justo cuando la guerra terminaba.
“Mi economía era austera. Quería estudiar animación y cine, pero no podía. Me puse a inventar festivales, desfiles de máscaras, carrozas. Y eso me llevó a trabajar en escenografía. Monté locales, obras, espectáculos musicales... Me fui a trabajar a la Ópera de Río de Janeiro. Siempre en equipo, con amigos artistas”, cuenta Federico y recurre al plural para muchos de sus relatos. “¿Mi filosofía? Si uno le enseña el buen uso de herramientas y materiales a alguien, automáticamente le cambia la vida. Lo probé y funcionó”, cuenta el artista que hoy tiene 57 años.
“Lo primero que hice en piedra es el piso de entrada a una chocolatería de Bariloche. Como era vereda pública, había muchas reglamentaciones. No podía usar vidrio, cerámica, pintura... Pero en ningún lado decía nada de la piedra. Yo venía del mundo de la escenografía, así que tenía una sierra que cortaba fibra de vidrio y podía hacer lo mismo con la piedra. Entonces dije: ‘hagamos la vereda con piedra de colores’. Averigüé dónde podía conseguirla y fuimos a una cantera en el centro de la provincia de Río Negro. Hicimos base en el pueblo de Los Menucos y recorrimos 70 kilómetros cuadrados encontrando piedras de colores por todos lados. Alguna más gruesas que otras. Hay un gran abanico de posibilidades que fui ampliando con los años. Es formidable”, señala Marchesi. Y explica que no hay de esas piedras coloridas en Bariloche, porque la geología es mucho más joven que en el macizo central de la meseta, que es muy antiguo.
Con el dinero de su primer trabajo en piedra, Federico hizo aquello que anhelaba: se fue a estudiar animación a Dinamarca. “Me fue bien y estuve en el Festival de Avignon, e hice cine de montaña. Pero todos mis amigos me alentaban para que siguiera con la piedra. Volví después de seis meses y mientras hacía una chimenea en piedra me pregunté qué sería de mi vida. Porque ‘dudo, luego existo’. Sé hacer tantas cosas… Entonces me di cuenta que me había cansado de lo efímero: la escenografía. Trabajaba una semana a full para algo que dura dos segundos y queda destruido. Volcaba mucha energía para una obra que pronto desaparece. Me encanta, pero no coincide con mi mensaje espiritual”, reflexiona Federico que para terminar de rumbearse se instaló quince días en el refugio viejo del cerro Tronador, por encima de los 2.600 metros de altura. Corría el año 1998 y logró su objetivo: bajó decidido a no hacer otra cosa que trabajar con la piedra.
“Terminé la chimenea y me fui a Buenos Aires para tirar carpetas con mi trabajo en estudios de arquitectura. Picó uno, para un proyecto en Bariloche. Yo no sabía quien era el cliente. Luego supe que era para la casa de Joe Lewis, en Lago Escondido, en la cordillera. Fue mi gran obra”, cuenta el artista en relación al magnate británico. “Les había gustado mi dibujo para los cien metros cuadrados del jardín de invierno. Es un diseño que te hace sentir chiquito entre hojas gigantes de plantas autóctonas de la zona. Es una obra conceptual”, cuenta Federico, que estaba frente a su primer gran desafío de esta nueva etapa de su vida: 370 metros cuadrados de trabajo en piedra.
“En ese entonces yo no tenía muchas herramientas, ni nada. Armé un taller en una cancha de squash que alquilé en Los Menucos. Y le enseñé a trabajar a quince personas. Aprendieron el oficio y yo comprobé que funcionaba eso de enseñar y darle herramientas y materiales a alguien, para cambiarle la vida”, asegura Marchesi, que a Lewis le hizo cinco pisos: el jardín de invierno, la cocina, un pasillo de entrada, la bodega y el desayunador. “Mi obra es lo que el cliente me pide, pero también es coincidencia entre esa oportunidad y lo que tengo ganas de hacer. Ser una persona con gran trabajo interior es un imán. La piedra requiere paz y paciencia. No es como la madera, que se rompe. Hay que estar en buen estado para trabajarla. Si no, te ponés nervioso y te lastimás. A mi me tocan buenos trabajos por la alquimia que fui desarrollando a lo largo de los años. No es suerte”, reflexiona y cuenta que ahora está enfocado en hacer obras en espacios públicos para que mucha gente pueda disfrutarlas.
Fascinado con la materia prima de sus creaciones, Federico se apasiona al explicar la variedad de colores que pueden ofrecer. “Uso piedras que pertenecen a una formación geológica especial. Son decantaciones de arenas y sedimentos en el fondo de lagos y ríos, que tienen 250 millones de años”, señala. Y sigue: “Cuando surgió la cordillera de los Andes, todo el fondo se plegó y quedó en la superficie. Después se volvió a hundir y volvió a subir. Las piedras de colores son el fondo de esos lagos y ríos, en los que a veces se ve, por ejemplo, la pisada de algún animal extinto. Hay fósiles y piedras semi preciosas. La gama es muy amplia. Hay translúcidas, algunas más duras y otras curativas”.
Padre de tres hijos y separado, el artista revela que, si bien es pintor, siguiendo aquello que se prometió al bajar del Tronador, desde que se enfocó en las piedras ya no pinta más. “La pintura y el dibujo son pasos previos para mi obra. Lo mío tiene mucho de explorador. Me meto cien kilómetros adentro de la estepa para buscar la piedra. Me gusta hacer campamentos, los camiones y el polvo. Es un trabajo pesado. Al que no le gusta eso, ¡mejor que vaya a la librería a comprar pomitos!”, ríe Federico, que hace un arte de lo rústico y permanente de la piedra rionegrina.
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