Lila y Antonio Iacopino son los anfitriones del emprendimiento en Las Flores, un bucólico pueblo sanjuanino al límite con Chile donde se promueve la vida sustentable y los huéspedes pueden aprender sobre huerta y bioconstrucción.
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Bajo un sol que quema, el auto se interna por el camino de tierra y va levantando polvo por los cuatro costados. La sequía se hace notar en Las Flores, el último pueblo antes de la frontera con Chile, a la altura del Paso de Agua Negra. San Juan es un páramo en esa zona del mapa pero el ambiente cambia de colores, de perfumes y de temperatura al cruzar la tranquera de La Comarca del Jarillal.
La finca de cuatro hectáreas tiene dos vertientes, un bosque extenso y alberga un eco-hotel integrado al paisaje. Son distintas construcciones, todas de adobe. Algunas exhiben formas caprichosas, orgánicas, con cúpulas vidriadas para captar la luz natural o un techo vivo que baja hasta el suelo y se integra con el pasto del jardín. Junto a la pileta se extiende la huerta orgánica donde se distingue una figura del Buda sentado. También hay sofisticados invernaderos para cultivar verduras todo el año y corrales con animales. Animales que no se comen, porque el lugar es vegetariano.
El Jarillal es el sueño cumplido de la familia Iacopino, que en 2010 le dijo adiós a las luces de Chicago en busca de una vida menos consumista y en sintonía con la naturaleza. Al llegar a San Juan, aprovechando el entorno, incursionaron en la permacultura, la bioconstrucción y las prácticas agroecológicas, abrieron la posada e hicieron de la hospitalidad una bandera.
“Nos gusta decir que es un complejo ecológico, turístico y educativo, donde pudimos construir en familia la vida que queríamos llevar”, define Antonio Iacopino, hablando también por Lila, su mujer, y por Jiva (22), Ananda (19) y Bali (16), los hijos, que llegaron siendo muy niños y también asumieron la ecología en sentido amplio. Son pibes que saben hacer de todo. Podrían sobrevivir sin problemas a los apagones de la vida moderna. De hecho, durante la pandemia, aprovecharon a construir un cuarto nuevo en la planta alta de la casa. Las dos más grandes ahora están de viaje.
“Fue llegar a este lugar y sentir la energía. Es acá, me dije, yo puedo proyectar mi vida acá. Antonio estaba en la universidad de Chicago y los chicos iban al colegio, pero organizamos unas cosas, vendimos todo y nos vinimos. Trajimos solamente unas valijas con ropa, fotos, unos cuadros y 18 cajas llenas de libros”, relata Lila, que es de Ohio y habla fluidamente el español aunque conserva el acento natal.
Mirando para atrás se siente más que satisfecha del salto que dieron. “Criar a los chicos en una vida tranquila fue como el gran experimento de nuestra vida -dice-. Dejamos todo en pos de un sueño, tuvimos muchas adversidades pero los desafíos desarrollan la creatividad. Los tres fueron parte desde el inicio y hoy tienen tantas capacidades, están tan preparados para la vida, para resolver problemas, que soy una madre orgullosa”. Quiere agregar algo pero no encuentra la palabra en castellano: “Tienen life skills”.
El proyecto de El Jarillal involucra también a Felipe Iacopino, el hermano de Antonio, que es constructor y vive con su familia en Rodeo, a 20 km. Ambos son de Buenos Aires y salieron muy jóvenes a recorrer el mundo, inspirados en la filosofía hinduista, y se radicaron en Estados Unidos. En 2009, buscando una tierra donde proyectar una ecoaldea en Argentina, Felipe encontró la finca de Las Flores, al pie de la Cordillera. Y para los de Chicago fue amor a primera vista.
Construido por sus propios dueños
En ese momento sólo existía el antiguo casco de estancia y en estado bastante precario. Había que imaginar ahí una vida familiar y un proyecto sustentable de turismo ecológico como el que hoy recibe voluntarios de todo el mundo, promueve encuentros y talleres, y ofrece a los huéspedes una experiencia de inmersión en la naturaleza. Antonio y Lila confiesan que no fue fácil, pero el esfuerzo valió la pena.
En la casona de paredes de adobe de un metro de ancho se diseñaron cuatro confortables habitaciones, todas con salida franca a la galería donde el sol apenas se filtra por el cañizo. Las otras dos aprovecharon la estructura de la vieja cocina. Fresco en verano, aislante en invierno, el barro expresa toda su nobleza ancestral y las modernas técnicas de alisado le dan un acabado perfecto.
“Se ha evolucionado mucho en la bioconstrucción y aquí están todas las condiciones disponibles para desarrollar una arquitectura amigable con el ambiente. Tenemos la arcilla a mano y no llueve. Un ladrillón de 40x20 se seca en cinco días”, explica Felipe, que dirige varias obras particulares y lo han llamado para restaurar antiguas iglesias de la zona.
El salón de uso común con formidable vista al bosque, donde Lila sirve los desayunos, se construyó con maderas del entorno y pallets rellenos de quincha. La cúpula de colores le aporta luz y diseño. Todo se fue haciendo por etapas, mientras la familia levantaba su propia vivienda, también en el predio.
Es una casa de puertas abiertas que guarda sorpresas y detalles fascinantes, como un limonero plantado dentro del living y asientos ergonómicos de adobe junto a las ventanas. También tiene una mesa generosa a la que con frecuencia se suma algún huésped. Es que en El Jarillal vale entregarse al descanso, pero también a la charla. Un té de hierbas y pancitos con dulce casero de ciruelas abren la conversación.
Varias vidas
Ambos practicantes de Hare Krishna, después de 10 años de andar, Antonio y Lila coincidieron en un ashram en Estados Unidos y a poco de conocerse supieron que había llegado el momento de empezar algo juntos. Se casaron, vivieron 10 años en Florida y luego se mudaron a Chicago. Allá Antonio daba clases de español en la universidad y acá es profesor de inglés en la escuela agrotécnica de Rodeo. A veces, antes de empezar la clase les propone una breve meditación.
Dice que disfruta tanto de la docencia como de regresar a casa para seguir con algún plan. “Me harían falta un par de vidas más”, grafica. Ya hizo una palestra para escalar, diseñó un “truli” abovedado de piedra, levantó con distintas técnicas un invernadero “a ojo” y está terminando un “zome” (estructura de geometrías inusuales) en la zona del bosque.
“La construcción, y especialmente la bioconstrucción, es de una gratificación inmediata porque a la mañana podemos ir en la camioneta a buscar arcilla y paja para hacer barro, y a la noche ya tenés algo hecho. A la gente le gusta también, porque es una experiencia transformadora”, afirma Antonio, que certificó sus cursos en universidades públicas y promueve charlas, intercambios y prácticas con estudiantes y autoconstructores como él. Además, le gusta guiar paseos a caballo o caminatas por la zona.
El bosque encantado
Lila también está siempre en acción pero su debilidad es el bosque: “Es mi parte favorita de la finca porque tiene su propia vida”.
“Los sauces son los primeros que brotan y anuncian la llegada de la primavera, hasta que un día, de pronto, florecen todas las acacias juntas. Después vienen los álamos y al final, los frutales. En verano es fresquito, un oasis para caminar o pasar la tarde”, describe.
El bosque es el principal protagonista del Tree Hugger Fest, un festival que convoca a “abrazar a los árboles”, donde está prohibido el uso de plástico y se promueve la vida sustentable. Hay shows en vivo, feria de artesanías, puestos de cocina natural, talleres de bioconstrucción, meditación y alimentación consciente, y va por la tercera edición.
LA COMARCA DEL JARILLAL
Las Flores, San Juan.
T: (0264) 586-1303.
El hotel de campo de la familia Iacopino posee seis confortables habitaciones, construidas con materiales naturales y bajo técnicas amigables con el ambiente. La doble con desayuno en el salón con vista al bosque, $10.000. Triples a $12.000.
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