Fundada por la familia Masters, se llega solo en barco y está sobre el lago Argentino, en Santa Cruz, dentro del Parque Nacional Los Glaciares, con acceso al mirador sobre el Upsala.
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Me alcanza con poner “de El Calafate a Estancia Cristina” en Google Maps para descubrir que mi próximo destino queda mucho más lejos de lo que pensaba. “No hemos podido calcular”, me contesta el buscador, pero sí me muestra la ubicación de la estancia: a orillas del lago Argentino, entre montañas, sin rutas, ni caminos secundarios, dentro del Parque Nacional Los Glaciares, en Santa Cruz. “Solo se llega en barco, tras dos o tres horas de navegación”, confirmo al chequear la reserva, donde todo está detallado con la precisión y efectividad de los mejores hoteles del mundo.
La partida es un jueves a las 8.30 de la mañana, desde el embarcadero de Estancia Cristina que está en Punta Bandera, a 50 minutos de El Calafate. A Jade, la fotógrafa que viaja conmigo, y a mí nos ubican en el primer piso del catamarán, sin más pasajeros. Abajo sí hay mucha gente, que pasará el día en la estancia. El barco encara el sector norte del lago Argentino –que tiene forma de calamar–, atravesamos la Boca del Diablo, su punto más estrecho, y cuando nos fascinamos con un gran iceberg, Mauricio Motyka, guía de la estancia, nos anticipa a dónde estamos llegando. “Ese témpano se desprendió del Upsala, que está en retroceso”, dice sobre este glaciar con mucha mística, que se observa desde lejos desde 2013, tras el desprendimiento de un sector de la montaña. “En el 1900 se llamaba Glaciar del Gigante, porque así lo bautizó Hesketh Prichard, un periodista inglés del Daily Express que había venido a la Patagonia en busca del milodón gigante, que claramente no encontró. Pero sí vio el glaciar con su morrea, que le pareció ‘la huella del carruaje de un gigante’. Recién en 1908 llegaron científicos de la Universidad de Upsala, en Suecia, y le dieron el nombre definitivo”, señala Mauricio, mientras nos convida un café con medialunas.
Luego de dos horas y media de navegación, en el muelle de Estancia Cristina nos recibe Hugo Avellaneda, que es host del establecimiento. Mientras los pasajeros que vienen a pasar el día van a un quincho que está separado del lodge, a nosotros nos conduce hasta una construcción con forma de octógono, donde funciona la recepción, restaurant y living de esta estancia que recibe en cinco casas con cuatro habitaciones cada una. Todas están revestidas en chapa y madera, como las construcciones patagónicas de principios del siglo pasado. “Agassiz” se llama mi cuarto, en honor a uno de los picos que rodea la estancia. Tiene un bow window que habla de la impronta británica del lugar, así como los almohadones floreados. Hay géneros nobles, acolchados de lana, lámparas de mimbre, y un baño tan bien equipado como si estuviéramos en un hotel de primer nivel del microcentro porteño. Sobre mi mesa de luz hay una postal para que escriba saludos y coloque en un buzón –antiguo y rojo– desde este rincón de la tierra que tengo la suerte de conocer.
Tras un muy buen almuerzo, a cargo del chef Juan Martín Chávez, salimos a andar a caballo con Gonzalo Núñez, que es guía de cabalgatas. Sanisidrense, creció ligado al campo entre Gualeguaychú y el norte de la Patagonia. “Me encantaba. Guardaba las bombachas de campo sucias para que no se les fuera el olor a caballo. Una vuelta las encontró mi mamá y casi me mata”, cuenta Gonzalo, entre risas, mientras avanzamos hasta un mirador con vista al cerro Norte, protagonista absoluto del escenario en Estancia Cristina. Al lomo de Mascarilla, mi overo colorado, avanzamos por sectores de piedra, entre el bosques de lengas y ñires, rodeados de picos nevados. Vadeamos el río Caterina (que así se llama por la mamá de Prichard, el periodista inglés que llegó a esta zona a principios del siglo pasado), y desde lo alto vemos la laguna de Los Patos, la de los Juncos, la Amarga y, bien al fondo, el lago Pearsons, así llamado por el jefe de Prichard. Dos horas de deleite, al paso y sin prisa, en nuestra Patagonia más austral.
Pioneros comprometidos
Antes de que caiga la tarde, Nicolás Santos, guía de la estancia, nos espera en el museo, que está montado sobre lo que durante años fue galpón de esquila. Completísimo y muy bien armado, tiene mapas, fotos de época, herramientas de esquila y muebles de la familia Masters, fundadores de Estancia Cristina. Tiene, además, olor a oveja. “Percival Masters era un marinero inglés que navegó hasta Punta Arenas (Chile) y quedó encantado con la región. Volvió a Inglaterra para casarse con su novia, Jessie Elisabeth Waring, y la trajo para sumarse a los buscadores de oro. Era principios del 1900 y llegaron a Río Gallegos en un barco a vapor. Pronto supieron que el oro en realidad era pirita, pero igual se quedaron. Santa Cruz estaba en plena época de incentivo a extranjeros para que funden estancias y produzcan lana de oveja para los países ya industrializados”, señala Nicolás.
Cuenta que Masters aprendió el negocio mientras trabajaba en Estancia El Cóndor, donde nacieron sus dos hijos, Herbert y Cristina. “Tras algunos años, dejaron aquel establecimiento para arrancar su propio proyecto. Fueron hasta El Calafate e intentaron instalarse, pero el plan no prosperó. Entonces, en un bote a remo y navegando por el lago Argentino, en 1914 llegaron a estas tierras de las que tanto habían leído por Prichard. Consiguieron 20.000 hectáreas bajo un contrato de arrendamiento que otorgaba el gobierno a cualquier extranjero dispuesto a poblar, pagar impuestos e izar la bandera argentina, con la promesa de que en treinta años obtendrían los títulos de propiedad. Montaron una carpa en la que vivieron los primeros seis meses, luego construyeron una casita minúscula de roca y barro que aún sigue en pie, y después sí hicieron las casas que hoy son oficinas y hogar de personal”, comenta el guía sobre los inicios del establecimiento que por entonces tenía como vecino más cercano a Estancia Helsingfors, a tres días a caballo.
Próspera y manejada con esfuerzo, Estancia Cristina llegó a tener 12.000 ovejas y vendía fardos de lana compactada. La trasladaban en El Cesar, un barco que habían comprado por partes y ensamblado en la estancia, que tardaba 14 horas en navegar lo que hoy se tarda dos, y que conservaron 40 años, hasta que en 1962 construyeron El Cristina, un barco más moderno, a diésel, que permanece encallado en la Bahía del Instituto, sobre el lago, y se puede visitar caminando.
Mientras Herbert fue enviado a estudiar pupilo en el colegio Saint Georges de Quilmes, en Buenos Aires, Cristina se quedó en la estancia. Trágicamente, un resfrío mal curado derivó en neumonía y murió a los 20 años, en 1924, para que el establecimiento se refunde como Estancia Cristina. “En 1937, con la creación del Parque Nacional Los Glaciares, el panorama cambió para los Masters: ya nunca tendrían la propiedad de la tierra, como estaba acordado. Sí lograron obtener un permiso de ocupación y pastaje, con vigencia mientras hubiera herederos”, apunta Nicolás y agrega que para ese entonces Herbert había vuelto a la estancia, para ponerse al frente y no irse nunca más.
En la década del ‘60, cuando Percival y Jessy estaban mayores, Herbert contrató como ama de llaves a Janet Hermingston, una escocesa que era viuda y venía de Tierra del Fuego. El vínculo con los Masters se volvió muy cercano, y no terminó tras la muerte de Jessie, a los 95, y Percival, a los 101. Herbert y Janet se habían vuelto muy amigos y “por los años compartidos”, se casaron en 1982. Así ella –en calidad de esposa– se quedó con el permiso de ocupación y pastaje tras la muerte de Herbert, dos años más tarde.
En paralelo, la estancia siguió recibiendo escaladores intrépidos e investigadores que llegaban hasta acá para estudiar los glaciares como lo hacían desde 1952, cuando se creó el Instituto Nacional del Hielo Continental Patagónico. Tanto que, en la década del 90, cuando el precio de la lana perdió frente a la industria del algodón y manejar la estancia se volvía complicado, Janet logró cambiar el permiso de ocupación y pastaje por un permiso turístico. Entonces se deshizo del ganado y, en la casa principal, levantó un bed and breakfast para doce personas, que en general eran andinistas y científicos. Además, creó una sociedad con aquellos personajes que estaban comprometidos con estas tierras tanto como los Masters y, antes de morir (en 1997), les dejó cedido el permiso de explotación turística. Así, y hasta nuestros días, Estancia Cristina S.A. está integrada por inversores que aman esta tierra de glaciares, lagos y picos extremos, y quieren compartirla.
Y si hablamos de seres comprometidos con este lugar, nos acercamos a visitar la capilla de la estancia que fue levantada con una causa muy noble e invita al recogimiento. Signada por la piedra y el vidrio, recuerda a un grupo de amigos que en 2001 murió en un accidente aéreo mientras se dirigía a la estancia para homenajear al Perito Moreno. Entre ellos estaban José Luis Fonrouge, director de la Administración Nacional de Parques Nacionales, con su mujer María Elena, y su hija, Carola; Agostino Rocca, del grupo Techint; la abogada italiana Federica Marchetti, amiga de los Rocca; Germán Sopeña, secretario general del diario La Nación; el ingeniero Alfredo Fragueiro y su hija Inés; Adrián Giménez Hutton, abogado y escritor de La Patagonia de Chatwin; además del piloto del avión, Raúl Tejedor. Todos amantes de nuestro Sur.
Entre la estepa y el bosque
Entre el complejo El Quemado, que es una serie de montañas bajas, y el cordón del Cuchillo, que es más alto, desde Estancia Cristina se ven bien el cerro Norte y el Feruglio. Me lo cuenta Nico Santos en el día dos de mi estadía, mientras subimos en 4 x 4 hasta el mirador del lago Upsala, para luego bajar caminando en cuatro horas. El ascenso en camioneta dura cincuenta minutos, y requiere calma y mucha pericia de Nahir Villalba, quien conduce. Por el camino que creó hace siete décadas el Instituto del Hielo, atravesamos sectores de mucha piedra, y también un bellísimo bosque de nothofagus (el género que reúne lengas y ñires). Se nota que estamos en una zona de ecotono entre estepa y bosque. Vemos un sector de árboles caídos, que fue quemado hace más de 70 años para la cría de ganado. Antes de llegar, piedras contundentes forman la morrena y nos dicen que aquí antes había glaciar.
Una vez que llegamos a un refugio creado por el Instituto del Hielo –queda siempre sin llave por si alguien lo necesita–, nos despedimos de la camioneta para caminar 15 minutos hasta el mirador del glaciar Upsala, que se ve imponente, junto al lago Guillermo. Está rodeado de más glaciares, el Bertacchi y el Cono, entre otros. El panorama es magnífico. Hacemos el descenso por un cañadón de fósiles que deja ver belemnites, que son crustáceos fosilizados, y amonites, que quedaron impresos en la piedra. “En 1914 el glaciar llegaba hasta donde empieza este cañadón”, cuenta Nico mientras la piedra da lugar al verde, con frutos y flores como calafate, mutillas, frutilla del diablo y senecios. Sin viento, ni frio, paramos a almorzar un sándwich completísimo que nos preparamos en el lodge, antes de salir. Un buen rato más de caminata, siempre por el valle y sin ascensos, para volver al hotel con los pulmones bien oxigenados y el espíritu colmado de aventura.
Datos útiles
Estancia Cristina. Ideal para estadía de dos noches y tres días de actividades, con Martín Aieta como eficaz gerente de operaciones. El programa incluye las comidas en el restaurant, que es de primerísimo nivel, a cargo de Juan Martín Chávez, formado entre la Escuela del Gato Dumas y Le Cordon Bleu de París. Ofrecen cabalgatas, salidas en 4x4, senderismo con guías y autoguiados, para todos los niveles. Para los huéspedes, la atención es diferenciada de la que se le ofrece a los turistas que van a pasar el día y se acomodan en un quincho. La llegada es en barco, por la mañana, y la partida, por la tarde. Reciben desde el 15 de octubre al 15 de abril. Desde u$s 900 (más iva) por persona con todo incluido.
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