
Tras casi un siglo de historia y un cierre en 2023, el emblemático Bar Tokio de Villa Santa Rita reabre sus puertas. Miguel Ángel Feas, hijo del antiguo dueño, lidera la restauración con el objetivo de devolverle la magia y su esencia.
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Hubo una época en la que los bares eran el centro de la vida social porteña. Los barrios latían entre sus mesas, entre chistes, discusiones políticas, futboleras y de todo tipo. Ahí donde se formaba cultura, donde nacieron amistades, amores y -por qué no- también odios irremontables. Algo vivo, inquieto y necesario. La vida moderna los puso en crisis con horarios imposibles, trabajo y más trabajo, computadores y celulares. Algunos resistieron sin caer en la tentación de convertirse en museos for export, y otros intentan recuperar esa mística, de a poco, con reaperturas cargadas de nostalgia, amor y anécdotas. En eso está el Bar Tokio, de Villa Santa Rita, un boliche con casi 100 años que permanece cerrado desde 2023. Detrás de esta misión está Miguel Ángel Feas, hijo del histórico dueño del Tokio, quien va en la búsqueda de “recuperar la magia” que vivió desde chico, cuando el bar “era un lugar de bohemia, de encuentros e historia compartida”.

Para esta cruzada, Miguel Ángel se asoció con Martín Conte, un emprendedor gastronómico apasionado de la cultura bolichera porteña, conocedor de cuanto bar de barrio hay desperdigado por Buenos Aires. “Miguel me convocó para contarme que estaba con ganas de volver a trabajar el bar. Me propuso que lo agarrara yo porque él sabe que yo no veo solo un comercio, sino una joya de Buenos Aires”, se entusiasma Martín.
La historia del Tokio está profundamente ligada a la vida de Miguel Ángel. “Por empezar, yo nací acá”, cuenta. Su padre, Jesús Feas Albor, un gallego que llegó a Argentina “con lo puesto”, comenzó a trabajar en el Tokio como lavacopas en 1950. Poco después, se convirtió en socio y, finalmente, en único dueño, transformando el bar en el centro de su vida laboral, social y familiar. “La primera vivienda de mis viejos fue el depósito”, revela Miguel Ángel. “Todas mis raíces están acá”, dice, emocionado.

No es difícil imaginar que para el pequeño Miguel Ángel, crecer en el Tokio resultara una experiencia fascinante. “Me encantaba hacer girar la manija gigante de la máquina de cortar fiambre, mientras mi viejo me preparaba un pebete de jamón y queso y yo abría una botellita de Cíndor”, recuerda. “Lo veía a mi viejo como un pulpo, preparando los pedidos que llevaba el mozo, Domingo Roma, que además era mi padrino”, añade. Ya más grande, la travesura ideal con sus amigos era una fija: se escabullían de madrugada y abrían el Tokio para hacer sus juntadas.
Jesús Feas no solo era el alma del bar: era esencialmente su corazón. “Su esfuerzo y dedicación eran completos, desde muy temprano hasta la noche”, asegura Miguel Ángel. Tan importante era el Tokio para Jesús que jamás se tomaba vacaciones. “Nos llevaba a la costa, pero él estaba uno o dos días y se volvía; luego nos iba a buscar cuando terminaba la temporada”, cuenta entre risas. Después de hacer la colimba, Miguel Ángel trabajó unos meses codo a codo con su papá, pero luego decidió tomar otro camino y estudiar administración de empresas. Surgió una oportunidad en un banco, y él decidió aceptarla.

La clave del éxito del Tokio, asegura, era la “relación especial que mi papá tenía con los clientes”. Jesús cocinaba, pero también salía al salón. No se perdía ningún detalle e intervenía en todas las conversaciones. Manejaba el bar prácticamente solo y era un excelente comandante, con un claro sentido de la trascendencia de su emprendimiento.
La historia del Tokio está atravesada por lo más identitario de la cultura porteña. En los considerandos del proyecto que habilitó su inclusión en la lista de Bares Notables de Buenos Aires, se menciona una lista interminable de personalidades que pasaron por sus mesas: desde figuras del fútbol como Diego Maradona y Sergio “Checho” Batista, hasta artistas como Norberto “Papo” Napolitano y el Polaco Goyeneche. También es mencionado en el cuento “Bruja” de Julio Cortázar. Para Miguel Ángel, no hay dudas de que todo se debía a la presencia inmanente de su papá, que lograba crear esa esencia tan compleja de explicar y replicar.

“Mi viejo estuvo en el bar desde 1950 hasta 2002, cuando decidió alquilarlo a un cliente. Tenía más de 60 años y quería descansar un poco”, reconstruye Miguel Ángel. “Fue tan fuerte que, lamentablemente, cuando dejó el bar, se enfermó y murió en 2004″, añade. Poco tiempo después, pasó a manos de otros dos clientes, Jorge y Ángel, hasta que cerró sus puertas en octubre de 2023.

Desde que el Tokio dejó de estar en manos de la familia, Miguel Ángel empezó a tener una relación distante con el lugar. No podía ni siquiera asomarse por su puerta; le parecía imposible entrar y no ver a su viejo. No se sentía parte. Y de a poco fue creciendo en él la necesidad de “recuperar esa raíz”, como un mandato ineludible, una voz resonando en la conciencia. “En eso estamos con Martín, restaurando todo con mucho esfuerzo”, revela.

Miguel Ángel y Martín se conocieron hace 15 años cuando trabajaban en el mismo banco y enseguida encontraron un tema en común: los bares notables. Claro que entonces, ninguno de los dos sabía que la vida les pondría delante semejante desafío.
La idea de ambos es mantener la estética clásica e incorporar una propuesta gastronómica con una vueltita de tuerca, “priorizando siempre al parroquiano, pero también convocando a más jóvenes”, detalla Martín. “Para mí, como porteño, el encuentro, el café y compartir una mesa no tiene precio. Conocer a los clientes que hace 50 años desayunan en el mismo lugar. Reivindicar la cultura porteña, como espacio social, cultural, del café en el sentido amplio de la palabra… que sea un lugar al que la gente quiera venir para estar, charlar o simplemente dejar pasar el tiempo. Lo que siempre se hizo”, añade.

Para Martín, más allá de la cuestión gastronómica, la importancia de este tipo de espacio está en su corazón: “Estos lugares cuentan historias, las paredes hablan. Son para que pasen cosas, para que se arme una mesa de fútbol, de política, de lo que sea, un lugar lleno de vida. Yo voy siempre al Bar de Kike desde hace tres años y ya tengo amigos de ahí. ¿Dónde pasa algo así? Quiero reivindicar eso, porque de Starbucks nunca te llevás a un amigo”.
Lejos de querer armar un museo, Miguel Ángel y Martín tienen como objetivo “mantener los valores de la cultura y gastronomía porteña”. Para ambos, lo que los atraviesa en el Tokio tiene distintas vertientes, pero no hay dudas de que sus caminos se cruzaron para salvar este clásico. “Yo tengo varios locales gastronómicos, pero con ninguno me pasa lo que me pasa con el Tokio. Esto me excede. Esto no es mío, es del barrio, es de Buenos Aires, y de la gente que desde hace 50 años viene todos los días”, dice Martín. Y Miguel Ángel cierra: “Este es mi lugar, acá nací y crecí; es el lugar donde mi viejo trabajó toda su vida con mucho amor. Es un santuario y me gustaría que recupere la magia, esa bohemia, ese lugar de encuentro, de barrio, donde toda la gente del barrio se sienta parte. Ojalá dejemos un poco el celular y volvamos a mirarnos a las caras, a charlar durante horas, lo que yo viví desde chico y fueron momentos mágicos. Quisiera recuperar esa mística”.

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