Ernesto Oldenburg, además de periodista gastronómico, viajero y pintor autodidacta, es chef y dueño, junto a Carolina Rodríguez Mendoza, de 12 servilletas, una marca gastronómica que sabe transformarse igual que sus dueños.
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Podría ser chef, pintor, escritor, acá, allá o en cualquier parte. Para tener una vida de mundo no hace falta levantarse cada mañana en Berlín, en Barcelona o en un barrio parisino, por más lindo que suene. Lo único que se necesita es cultivar la plasticidad que requiere cualquier tipo de cambio. Ser flexible es una condición.
Ernesto Oldenburg y Carolina Rodríguez Mendoza, junto con sus dos hijos, Juan y Andrés, están radicados en la ciudad de Lobos, provincia de Buenos Aires, hace ocho años. Antes vivieron en Capital Federal, y lo más seguro es que unas temporadas más los encuentre en algún otro lugar (nunca se sabe). Ernesto Oldenburg pasó por varios oficios a lo largo de la vida. Según él, estos movimientos llegan en un momento preciso: “mis cambios son cada diez años. Pinto diez años, escribo diez años”.
La razón podría ser, en parte, el abanico pluricultural que Ernesto y su hermano Federico recibieron de chicos. Son hijos de Bengt Oldenburg, periodista, traductor, crítico de arte y profesor de Historia del Arte en la Universidad de Buenos Aires, y de Elisabeth Checa, poeta y periodista especializada en vinos y gastronomía, que llegó a ser muy conocida y respetada en lo que hacía. Claro, de Elisabeth y Bengt, Ernesto habrá aprendido de forma directa: periodismo, poesía, vinos, cocina, viajes. Pero, sobre todo, el arrojo de lanzarse a lo nuevo, la intrepidez que requiere cambiar de ciudad, de oficios y de mundos.
Hoy, esta pareja que convive hace 20 años, es dueña de 12 servilletas, una marca gastronómica que tuvo su primera y exitosa versión a puertas cerradas, en Capital; luego, ese mismo nombre arribó a Lobos, tomando la concesión del restaurante de un club de tenis y, más tarde, regresó puertas adentro para transformarse en una rotisería gourmet con sus infaltable de siempre.
Un “bloqueo creativo” demasiado productivo
Ernesto afirma que, cada diez años, se produce un cambio en su vida. Si se le pregunta cómo empezó a cocinar, él habla de artes plásticas. Del tiempo en que pintaba cuadros y que hizo un viaje a España y, al regresar, lo recibió una sorpresa: “Yo pintaba mucho. Pintaba, dibujaba, exponía, vendía la obra y me presenté, antes de un viaje a España, a una beca en la Fundación Antorchas”. La Fundación Antorchas fue una asociación sin fines de lucro que existió una veintena de años y que otorgaba, entre otras cosas, becas a la creación a los artistas de todo el país. En el 94, él aplicó a la prestigiosa beca y se fue de viaje. Al regresar, se enteró de que la había ganado. Debía hacer una serie de pinturas de bares de Buenos Aires, el sueño de cualquier artista, tener dinero para dedicarse a lo que quiere hacer. Pero el dictamen del jurado, la beca concedida, no dio los frutos esperados. “Yo estaba haciendo la serie, y la expectativa que pusieron en mí para la beca, me paralizó. No podía pintar. Así que me puse a cocinar”, cuenta.
Se había cumplido el tiempo: 10 años. Era el instante en que Ernesto pasaba de una página escrita a una hoja en blanco. O no tan en blanco. “En mi casa siempre comimos, mi padre era muy viajado, muy gourmet. Viajó por la India, por todos lados. La internó a mi madre en ese mundo de la gastronomía, los viajes y las aventuras y yo mamé eso de chico. Cocinábamos todo el tiempo”. Cuando él tuvo aquel “bloqueo creativo”, se unió a unos amigos brasileños que estaban haciendo el catering para Rock & Pop. Cocinaron para Prince, James Brown.. “se comía mucho wok con soja, medio thai”. Entonces el cocinero de Rock & Pop lo invitó a empezar una franquicia de Novecento que se llamaba De Luca; fue ayudante raso y ascendió hasta terminar dirigiendo la cocina.
Pasó por el mítico restaurante Azul Profundo y por Ono San, de Narda Lepes. Aquella aventura gastronómica (en su primera etapa) duró los estrictos diez años. “Pero la cocina, la juventud, el doble horario, estaba agotado”, recuerda. Entre sus veinte y treinta años, con algunos poemas escritos, y con una madre que ya trabajaba como periodista en El Gourmet, y a la que le habían ofrecido un trabajo que no podía tomar por tener un contrato de exclusividad, Ernesto fue perfilando su nuevo camino. Tuvo él la entrevista en El Guardián, otra revista de gastronomía. Le propusieron hacer una nota de prueba y le fue demasiado bien, quedó contratado.
El Ave Fénix
“Pisar Europa me cambió la manera de sentir la comida: España, Italia y Francia me volaron la cabeza”. Aunque el respeto y trato por la cocina, por la mesa, el compromiso ancestral hacia la comida, eso lo vio y experimentó en Perú. En 2010 lo invitaron a Mixtura, una de las ferias gastronómicas más importantes de Latinoamérica. Ernesto recuerda aquel viaje como una bisagra en su propio mundo culinario: “había muchas palabras y productos que no conocía, y la comida. Eso rompe los estratos sociales, el más rico, el más pobre, todo el mundo sabe y cocina bien en Perú. Eso genera una igualdad enorme. La única que tiene que haber”. También recuerda aquel viaje como una etapa en la que estaba con demasiado trabajo y mucho estrés. Tanto, que el día que asistieron al restaurante de doce pasos de Gastón Acurio –presidente de la feria Mixtura-, en el que había periodistas de The New York Times, entre otros, en el paso número once del menú, después de probar cuis, a Ernesto le dio una especie de soponcio y se desmayó. “Gastón, que ya me conocía, me decía ‘Ernesto, Ernesto, ¿estás bien?’. Estaba fuera de mí”, relata. Al día siguiente le decían Ave Fénix porque se levantó temprano y fresco como una lechuguita.
Dígame, ¿cómo hace su ceviche?
Recorrió Mixtura de la mano de Pepe Moquillaza, un experto en pisco, quien lo supo guiar por cada uno de los rincones de la feria. Conoció a Javier Wong, el rey del ceviche, de lenguado y pulpo, que tenía un restaurante de cuatro mesas al que iban presidentes y artistas de todo el mundo. Dicen que Javier Wong se acercaba a los comensales y les hacía una única pregunta, ¿frío o caliente?
A aquel notable personaje, Ernesto le hizo su propia pregunta: Wong, dígame, ¿cómo hace su ceviche? A lo que el sabio cocinero respondió: “el de lenguado con todos los honores, como si de un héroe de guerra se tratase: luchó contra el hombre y perdió”. “¿Y el pulpo? ¿Qué le hace al pulpo?”, insistió Ernesto. “A ese lo mato a garrotazos para que se ablande”. Porque se sabe, el pulpo es un molusco duro y no cualquiera puede con él.
Elisabeth Checa, la madre que dio el nombre
Después de su etapa como periodista, la gastronomía regresó a sus manos, literalmente. Con Carolina decidieron abrir un restaurante a puertas cerradas en la casa donde vivían, en el barrio de Villa Ortúzar. El nombre del restaurante, sin querer, se los dio Elisabeth Checa, la madre de Ernesto. “Mi madre era muy amiga de Marta Olaso, que tenía una blanquería muy canchera en la calle Cabello. “Yo les regalo las servilletas de lo de Marta, nos dijo”. Una mañana, llegó a la casa de la Avenida Los Incas, un taxi con un paquetito envuelto en hilo sisal, adentro había una nota que decía, “doce servilletas”.
Hace ocho años la familia se mudó a Lobos por un proyecto gastronómico. Durante un tiempo, Ernesto y Carolina tomaron la concesión del restaurante del Club Fitti Ferro, donde empezó a funcionar, nuevamente, 12 servilletas. Ahora, el proyecto gastronómico volvió puertas adentro y se transformó en una rotisería gourmet. “No puedo abrir si no tengo la bondiola. Las empanadas también, no puedo abrir si no tengo relleno de empanadas de carne cortadas a cuchillo”, confiesa. Empanadas hechas en el momento y bondiola adobada con semillas de hinojo, son algunas de las especialidades que ofrecen. Hay que probar las pastas de Carolina. “12 servilletas somos siempre -dice Ernesto-; concluí que es un restaurante mutante, el 12 es algo mutante que se adapta a los cambios de nuestras vidas”.
DATOS ÚTILES
Castelli 286. T: (11) 4947 4601. IG: @12servilletas. De lunes a viernes, de 11 a 16 y de 19 a 23.
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