María, Mariana y Federica Morchio Giol pertenecen a una de las familias más emblemáticas de la vitivinicultura local; heredaron de su tatarabuelo la pasión y las viñas en las que crecieron, donde la mayor de ellas continúa el linaje creando blends de autora
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Verde y violeta. En medio del opaco paisaje desértico, la mancha de vegetación salpicada con esas pequeñas y brillantes flores silvestres es un efecto que no deja de sorprender. Nunca. Por más que este público asista todos los años al mismo espectáculo. Cada vez que, tras una larga cabalgata, la familia Morchio Giol asciende hasta 3000 metros sobre el nivel del mar para llegar a esa zona mágica que está en el valle del río Tunuyán -el mismo que riega sus viñedos-, la alegría se renueva. La sensación de maravilla y de gratitud impregna a esta tradición que María cuenta emocionada.
Ella es la hija de María Marta Giol Toso y Ángel Morchio; es la hermana de Mariana y Federica. Son herederos de Juan Giol, el emblemático italiano que llegó a la Argentina a fines de 1800 y se convirtió en personalidad ilustre de la vitivinicultura nacional. Su bodega llegó a producir más de la mitad de los vinos que se hacían en todo el país.
Eso sucedió hace mucho tiempo, más de 130 años, pero en la actualidad se sigue honrando, con costumbres como esta, el legado que aún perdura.
Y justamente de ahí proviene el nombre de la finca, de la marca y los delicados dibujos en la etiqueta de los vinos que hace María Morchio Giol junto a su familia: las nencias, esas flores de altura que vibran en un violeta alilado cuando crecen sobre la cordillera de Los Andes unos poquitos meses al año, cuando el clima lo permite.
La travesía se hace, indefectiblemente, en verano ya que después la nieve tapa todo y la zona se vuelve inaccesible.
“Allí existe un refugio del ejército llamado Real de la Cruz, está muy cerca del límite con Chile, detrás del glaciar Marmolejo. No se puede ir en auto, sólo a pie o a caballo. Para llegar a este lugar hacen falta, por lo menos, dos días de una cabalgata bastante exigida”, aclara María sin exagerar ni un poco.
Cada año hacen un trueque con el valle: entierran una botella obtenida de la nueva cosecha que bebió del Tunuyán y exhuman la que dejaron el año anterior. Es momento de brindar, compartir, agradecer e intencionar para lo que viene. Un ciclo que se renueva cada vez. “Es muy divertido siempre volver a encontrar la que dejamos y saber que valió la pena la proeza de llevar una botella de vino arriba del caballo, para la próxima…”, ríe.
Hoy, a los 36 años, María Morchio Giol es la encargada de crear la gama Las Nencias. El suyo fue un recorrido natural, en el que intervinieron muchos factores -tanto internos como externos, tanto actuales como de antaño-. Necesitó su tiempo y un proceso para evolucionar. Como un buen vino.
Al calor del verano
Vayamos al origen.
La historia comienza en otro tiempo, mucho antes del nacimiento de María. Pero no muy lejos geográficamente: el lugar fue y es Mendoza. Todo empieza con la llegada al país de su tatarabuelo, con las decisiones que tomaron sus abuelos y sus padres, con la crianza que recibió y, principalmente, con la latencia de una niñez inigualable.
Esta historia de María comienza en los veranos de su infancia en la viña.
La Esperanza, en La Consulta, supo ser su lugar en el mundo desde las vacaciones familiares que transcurrían allí: calor, primos en multitud, caballos, aire libre, sol, uvas.
“Apenas terminaban las clases, en diciembre, mi mamá y mis hermanas nos mudábamos a la finca de los abuelos hasta marzo”, recuerda. Y no sólo ellas se instalaban allí, también los hermanos de la madre (siete en total) y, junto a ellos, un batallón de primos. “Todos los días teníamos que ir a cabalgar, una hora por las mañanas”, recuerda la condición que imponía el abuelo y que ellos disfrutaban.
Casi tanto como esas agüitas rosadas que bebían durante las comidas. “En nuestra mesa había vino todos los días. Para nosotros era muy natural. Y de chicos nos permitían probar. Unas gotas diluidas y, a medida que crecíamos, el agua se iba volviendo cada vez más ´oscura´ -suelta una carcajada y sigue-. Es parte de nuestra cultura”.
Tenía cinco años María cuando le reveló un deseo a su madre, algo que pocas niñas sueñan: “cuando sea grande quiero ser ingeniera agrónoma”, dijo con convicción. Y nunca más cambió de pasión.
Del colegio secundario pasó directo a la universidad y, con el título bajo el brazo, inmediatamente se fue y se puso a trabajar en una bodega para capacitarse. Lo que sabía en teoría, sumado a sus primeros pasos prácticos, le dieron seguridad suficiente para empezar a hacer los vinos de la familia, así que volvió al origen.
Pero para eso faltaba aún. Si bien María vive -junto a su marido y sus hijos Catalina (5) y Felipe (1)- y siempre vivió en Luján de Cuyo, a unos 100 km de la finca, desde hace doce años también reparte su tiempo entre La Esperanza y Las Nencias.
La Esperanza de los Giol
Volvamos a los veranos iniciáticos.
La Esperanza perteneció a los tatarabuelos de María. Es la insignia familiar, está a 3 kilómetros hacia el Este del pueblo de La Consulta (Valle de Uco, Departamento de San Carlos) fue adquirido por Don Juan Giol cuando llegó de Udine.
El valle por entonces era un territorio prácticamente inexplorado que comenzaban a habitar los primeros bodegueros para elaborar sus vinos de alta gama.
“La finca sufrió todo lo sufrió la vitivinicultura local”, asegura hoy la bisnieta del fundador y detalla: “originariamente tenía malbec viejo; cuando la viticultura se volvió muy masiva, mi bisabuelo arrancó el malbec, después cultivó alfalfa. Pero siempre se dedicó a hacer vinos. Vinos de traslado”. Esto significa producir botellas genéricas que luego son vendidas para ser etiquetadas con el nombre de la bodega que las adquiere.
La siguiente generación continuó en el mismo rumbo: “hasta la camada de mi madre, nunca vieron una etiqueta propia”, dice María.
Sus padres y sus tíos sí. Comenzaron a fraccionar y al poco tiempo se dividieron todo entre los hermanos para encarar proyectos diferentes.
María Marta se quedó con La Esperanza. Luego iba a llegar la estancia Las Nencias.
Sucedió cuando María tenía 22 años. Sus padres compraron otra finca, un kilómetro más hacia el este, pasando la Esperanza. Eran 30 hectáreas en un predio que había tenido un pasado como vivero y conservaba un nogal que la familia decidió dejar. ¿La razón? Allí solía ir María Marta en su niñez a jugar con una amiga (nieta del dueño) y recordaba las casitas que construían en ese árbol.
El nogal, en el medio de todo, que hoy le da identidad a la finca no fue lo único que salvó la madre de María. También el merlot.
“En el 98 mi abuelo vuelve a plantar malbec y merlot. A los dos años fallece, así que no la alcanza a terminar de ver produciendo. Nosotros mantenemos todavía esas plantas y, casi completamente, la disposición que él hizo. Dejamos unas diez hectáreas de merlot y cinco hectáreas de merlot las transformamos en malbec”.
El asunto del merlot, en esta familia se explica desde las emociones.
Con esta uva se produce una variedad de vino que durante muchos años no tuvo precio de mercado. Costaba lo mismo mantener las plantas de merlot que las de malbec, pero unas producían ganancia mientras que las otras, poco y nada”, asegura. Así y todo, cuando estuvieron a punto de malbequizar todo, fue la madre de María quien dijo “no”: “Ella salvó al merlot por salvar el sueño de su papá. Y, además, el vino que nos gusta tomar. Esas plantas, ahora nos están dando muchísimas satisfacciones”, asegura.
La alquimista del vino
Volvamos a la niña que quería ser ingeniera agrónoma.
María pasa el día entero en la viña, pero ahora lo hace trabajando. “Soy una convencida de que lo que no logremos en la finca no lo vamos a poder mejorar en la bodega -cuenta-. Entonces yo le presto mucha atención a la cosecha; de ahí en más lo puedo arruinar o mantener, pero difícilmente lo mejore”.
En algunas épocas, la labor es altamente demandante. Muchas horas y la exigencia de una atención extrema a los detalles. “La ventaja de que sea una bodega familiar es que puedo probar todo y todo el tiempo. De barrica en barrica, voy siguiendo muy de cerca el proceso de fermentación”.
Después llega la parte lúdica: armar los cortes. Lo que más le gusta a María de su oficio es combinar blends. El juego consiste en unir las piezas acertadas como si se tratara de armar un rompecabezas: cuál nos va a dar más notas aromáticas, dónde vamos a apoyarnos para añadir un poco de cuerpo, cómo sumar color.
Hay 50 hectáreas y 45 de ellas están cultivadas. El 80 por ciento de las uvas que produce la finca se venden y el 20 queda para Las Nencias. “Como son nuestras uvas, podemos potenciar lo mejor de cada variedad. Yo sé, por ejemplo, si en el 22 el merlot me dio un vino con mucha elegancia, pero por ahí me falta un poco de cuerpo entonces con el blend les voy a agregar un poco de cabernet franc que este año rindió fantástico en ese sentido y le agrego fruta del malbec. Las proporciones las voy determinando directamente por degustación”, cuenta.
Al modo de una alquimista, como una cocinera de alta gastronomía, como una nena que quería ser ingeniera agrónoma para jugar toda su vida a esto. Así trabaja María desde hace muchos años, antes incluso de que el vino se convirtiera en un boom tan masivo como es hoy.
Los nogales y las uvas
Volvamos al merlot.
La Bodega Valle Las Nencias tiene un portfolio de cuatro líneas: la Classic es una propuesta tradicional y fácil de tomar cuya estrella es el Malbec 2020; la Reserve incluye vinos fermentados con levaduras indígenas como Malbec 2019, Chardonnay 2021, Rosé 2021 y Cabernet Franc 2019; la línea Single Vineyard con La Esperanza Malbec y la Family Selection, que tenía Malbec 2018 y Blend 2018, mientras que su última incorporación es el Family Selection Merlot 2018.
A este último se refiere María cuando dice: “es un vino que encanta a todo el que lo prueba. Eso es lo que quiero, hacer un vino que le guste a todo el mundo, que sea accesible, que se pueda tomar todo el tiempo. Me propongo hacer un vino que pueda compartirse en la mesa de la familia”, dice María y desarrolla el concepto: “ahora se busca mucho satisfacer un paladar muy exclusivo, muy refinado, y yo pienso que más que nunca el sabor de algo que se puede llevar a la mesa y compartir con el mismo disfrute entre un grupo grande, variado, una familia entera, es un valor agregado. ¿Será porque yo crecí compartiendo el vino en la mesa familiar y como parte de nuestra historia?”, pregunta como si hubiera algo que averiguar, pero ya se sabe la respuesta.
Un universo cada vez más grande
Volvamos al boom del vino.
La Argentina logró distinguirse en la industria del vino; hay ciudades que hoy se conocen única y exclusivamente por su producción vitivinícola. “Para mí la carga de tradición que tiene atrás es de lo más importante -explica María-. El vino no es una bebida alcohólica que se produce en zonas extensivas, sino que son siempre cultivos intensivos. Las vides están asociadas a la vida de las zonas rurales. No es lo mismo producir maíz para hacer algún destilado que producir uva. Detrás de una producción de uva, hay muchas muchísimas personas implicadas, muchas hectáreas, un largo proceso”.
Hoy por hoy las catas, los maridajes, las notas periodísticas, las clases y las conversaciones sobre vino están de moda. Proliferan las marcas, las vinerías y también aumenta el consumo. El gran despegue que vivió la industria nacional hace medio siglo, actualmente tiene una segunda vuelta renovada y potenciada.
María celebra el fenómeno, pero también asume las contradicciones que le genera: “Yo en esto tengo opiniones encontradas -admite-. Creo que es muy estimulante que cada vez haya más gente participando porque nos empuja a que tengamos que ser siempre más competitivos y mejores; nos obliga a estar en permanente desarrollo. El problema es que hay muchos actores que entran y salen, algunos que hacen vinos por hobby, otros que prueban y no siguen. Esto por momentos complica mucho la industria, se alteran precios y códigos”.
Aunque, inmediatamente, se cambia de lugar en el mostrador y saca a relucir su otra mirada: “como consumidora, a mí me encanta tomar muchos vinos y no solo Las Nencias, ¿eh?. Yo estoy todos los días probando un vino diferente. Por conocer y también porque van variando mis gustos según la ocasión o cómo me siento, si quiero algo más tranquilo, algo más intenso. Es un consumo dinámico como nosotros somos dinámicos. Me parece increíble cuando recuerdo que en la mesa familiar siempre había la misma botella, antes no existía tanta variedad y la cultura era otra. Antes se trataba de un consumo más estable. Antes era otra cosa”.
Volvamos al origen, al terruño.
Volvamos a la historia, al proceso, al tiempo, a la crianza.
Volvamos a los ciclos, a las flores mágicas, a la gratitud, a las tradiciones.
Volvamos a María Morchio Giol. Temprano supo a dónde quería ir. Y llegó.
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