La mayoría de los porteños recuerda al parque de diversiones de Retiro, pero la ubicación de su antecesor genera encendidos debates. Los motivos.
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Si le pidiéramos a alguien que nos indique en un mapa dónde está el Parque Thays es probable que le cueste encontrarlo. A medio camino entre Retio y Recoleta carece de grandes atractivos y sólo un torno desnudo, obra del artista Botero, se destaca entre los pequeños árboles que cubren su superficie.
Sin embargo, aunque hoy reina el silencio y la tranquilidad, este rincón alguna vez fue uno de los puntos más concurridos y populares de la ciudad. Fue un imán para grandes, chicos, familias y las personalidades más destacadas de la sociedad porteña.
Allí estuvo uno de los parques de diversiones más importantes de nuestro país. Para los mayores de 30 y 40 años la respuesta seguramente será “El Italpark”; pero si le preguntamos a nuestros abuelos, ellos dirán: “El Parque Japonés”.
Un parque de diversiones para Buenos Aires
El Parque Japonés abrió sus puertas al público el sábado 4 de febrero de 1911 en uno de los eventos más importantes que vivió la ciudad desde el Centenario.
En la primera semana se registraron más de 150.000 visitantes. Lo más destacado del parque era una inmensa montaña que, con un esqueleto de madera, estaba recubierta de material simil piedra que la hacía parecer muy real. Era el Monte Fuji, un emblema del parque, que contaba con 1400 metros de vías que recorrían sus laderas ofreciendo una vista panorámica del barrio.
En el centro del parque sobresalía el Circo Romano, un teatro a cielo abierto decorado con 120 columnas de estilo jónico y seis esfinges que custodiaban las entradas.
Dentro del teatro, una compañía de actores recreaba los días de la Roma Imperial, con una precisión tan alta, según Caras y Caretas, que el actor que interpretaba a Julio César casi parecía un gemelo del antiguo cónsul.
Finalmente, para ayudar a los porteños a soportar los largos y calurosos días del verano, se habían construido dos lagos artificiales, que se conectaban entre sí por medio de una pequeña cascada. Los botes venecianos surcaban la superficie del espejo de agua hasta llegar a la Isla de las Geishas, a donde se encontraba un restaurante.
El autor del proyecto
La primera noticia del proyecto apareció en 1903, cuando la revista Caras y Caretas anunció que había sido aprobado un proyecto de Carlos Thays, director de Parques y Paseos, para la construcción de un Parque Japonés.
En sus orígenes, no contemplaba un parque de diversiones, sino que buscaba crear un espacio similar al actual Jardín Japonés de Palermo, adonde los ciudadanos de Buenos Aires pudieran descubrir el arte “oriental” de la jardinería. Se planificaron casas de té, un templo y espaciosos jardines.
Como tantas otras ideas, esta quedó en la nada, pero dos elementos sobrevivieron: el predio elegido y la idea de usar el nombre de “Parque Japonés”, probablemente por la curiosidad que despertaba el exótico mundo del Japón.
La planificación de la obra recayó en manos de Alfred Zucker. Este arquitecto, de origen alemán, había tenido una larga y destacada carrera en Estados Unidos, que se vio truncada por una denuncia que lo dejó con una deuda de 100.000 dólares. Para evitar el pago, Zucker escapó con su familia a Buenos Aires, donde comenzó una nueva y exitosa carrera. Una de sus obras más conocidas es el Hotel Plaza, en Retiro, y el demolido edificio de la transportadora Villalonga, en el barrio de Monserrat.
Los primeros años
A pesar de su prometedor comienzo, los años de oro del parque no llegaron hasta 1912. El año anterior, un incendio menor causó daños a la estructura del Monte Fuji. Fue necesario cerrar el parque y realizar refacciones y mejoras en las medidas de seguridad, que habían sido poco vigiladas.
El parque paso a manos de una nueva administración, con base en los Estados Unidos, que comenzó a realizar refacciones y ampliar la oferta de nuevas atracciones.
Durante los últimos dos meses de 1912 se lanzó una enorme campaña publicitaria en Caras y Caretas y Fray Mocho, que eran dos de las revistas más leídas de la Argentina. Todas las semanas se publicaban noticias detallando las nuevas atracciones que se estaban preparando en el parque. Se creó una sensación de suspenso sobre las enormes novedades y se recalcó una y otra vez lo bajo de los precios: 50 centavos durante el día y 1 peso por la noche. El lema del parque era: “Muchas diversiones por poco dinero”.
Finalmente, el ansiado día de la inauguración llegó a finales de diciembre de 1912. El primer sábado se registraron largas colas para comprar las entradas y se vendieron 20 mil en la primera hora. Al día siguiente se registraron 50 mil ventas.
Los primeros días fueron un derroche de emociones. Todas las atracciones originales fueron mejoradas y expandidas. El Circo Romano fue techado parcialmente y se construyó una explanada que permitía a los concurrentes disfrutar de una excelente vista del lago. Se construyó una estación para que la gente pudiera acceder más fácilmente al tren panorámico, se inauguraron nuevos cafés y se organizó mejor el espacio para facilitar la circulación. Todas las obras estuvieron a cargo de los directores del Luna Park de París y el Hipodromme de Londres.
A estas atracciones conocidas se sumaron nuevas, como el Water Chute, que consistía en una rampa de 30 m de altura y 60 m de largo en la que una barcaza –tipo carro– que caía hasta el lago, prometiendo una experiencia emocionante.
El conjunto se complementaba con otros atractivos como la banda de música del 7° Regimiento de Infantería o la de Carabineros Italianos, dirigida por el maestro Gaetano D’Alo. También el público podía maravillarse al ver bañarse en el lago a María Elena, la elefanta; o sentir el corazón en la boca con la valentía de un equilibrista que desafiaba a la muerte haciendo acrobacias sobre un cable a 80 metros de altura.
Todo esto era coronado, cada fin de semana, con un despliegue de fuegos artificiales que iluminaba los cielos.
Los años dorados
Desde que se dio la segunda inauguración, el Parque Japonés se convirtió en una parada obligada. Durante los inviernos las puertas se abrían los fines de semana, pero cuando llegaba el verano era cuando el parque explotaba de público.
La nueva administración se encargaba, año a año, de sumar atracciones que mantuvieran a los porteños preguntándose “¿Cuál va a ser la próxima novedad?”
Entre varias de las atracciones más memorables se recuerda la visita del grupo “Oklahoma Ranch”, quienes montaron un campamento para darle a los porteños la posibilidad de experimentar el Lejano Oeste en carne propia. En un mundo previo a Internet y la televisión, y a donde viajar al exterior era algo que muy pocos podían hacer, este tipo de espectáculos eran una forma única de aproximarse a otras culturas y tradiciones. El show incluía domas de caballos, cacerías de búfalos, arriesgados trucos de equitación, y combates simulados entre cowboy y feroces guerreros Sioux.
Los lanzamientos y novedades eran moneda corriente. Una de las más importantes fue la conocida como “Witching Waves”, en la que los visitantes tenían que cruzar en un carrito una superficie metálica que se movía como olas bajo sus pies.
Se construyó una gran rueda de la fortuna junto al lago, se inauguró un restaurante llamado “Cabaret de la Mort” que incluía ambientaciones temáticas de terror, imitando a la moda de París.
En 1914 el Parque anunció una de sus más grandes adquisiciones “El Patagón Petrificado”, que –en teoría– era el cuerpo momificado de un habitante de la Patagonia que, según se anunciaba, tenía miles de años y había sido comprado a un vendedor de antigüedades de París.
En los lagos del parque se presentó el ingeniero Pini con su diseño de submarino, probablemente influenciado por la guerra que se libraba en Europa; los perros de la policía deslumbraron al público con su entrenamiento, y cada pocos meses se sumaban actividades como circos o miembros de culturas exóticas, que eran mostrados a los curiosos porteños.
Tan popular era el parque que las revistas de la época empezaron a dedicar su sección de Sociales a mostrar quiénes habían sido los visitantes más ilustres de la semana.
El Parque Japonés se había convertido en una actividad fundamental del entretenimiento de Buenos Aires y la profunda marca que dejó en la memoria de quienes lo visitaron es evidencia de ello.
El ocaso del parque
La gloria duró poco. Hasta 1920, las revistas más importantes anunciaban cada apertura de temporada con fanfarria y emoción. Pero los anuncios desaparecieron casi de un día para el otro.
Cada tanto aparecía una referencia al parque, pero ya no tenía la misma presencia en el imaginario popular. La licencia municipal caducó en 1925 y desde entonces continuó operando con un permiso precario. Esto se mantuvo hasta el 26 de diciembre de 1930, cuando un incendio arrasó con el famoso Monte Fuji, su marca más característica.
El incidente fue el principio del fin. El parque tuvo que cerrar sus puertas, definitivamente, poco tiempo después.
Pero… ¿El Parque Japonés no estaba en Retiro?
Ese no fue, sin embargo, el final de esta historia. Faltaba la segunda parte. La que, casi un siglo después, hace que cada vez que se publica una foto del Parque Japonés, se abra el debate acerca de dónde estaba. Muchos juran y perjuran que el Parque Japonés estaba en Retiro, incluso afirman haberlo visitado en su infancia.
¿A qué se debe estas constantes contradicciones? La respuesta es: a que hubo dos Parques Japoneses. Uno, en el Parque Thays (donde luego estuvo el Italpark), y el otro, en Retiro, donde hoy se encuentra el hotel Sheraton. Se trató de una maniobra de los empresarios Gustavo Meyers y Gaspar Zaragüeta que, en 1939, se lanzaron a construir un nuevo parque que llenase el vacío que había dejado el incendio del anterior.
Llevó el mismo nombre hasta que, con motivo de la Segunda Guerra Mundial, la asociación con el país nipón dejó de ser tan atractiva. Desde ese día se lo conoció como Parque Retiro, hasta que dejó de funcionar en 1961.
La huella que dejó el Parque Japonés en la memoria colectiva de los porteños es muy grande. De ella dan cuenta los centenares de artículos publicados, y el hecho de que el sucesor haya tomado el nombre del original. Incluso hoy día, cuando ya casi no quedan vivos ninguno de los visitantes del primer parque, el nombre sigue evocando recuerdos y encendiendo discusiones sobre la verdadera ubicación del predio.
Quizás el mayor recuerdo que nos queda del parque sea el tango “Garufa” que dice, en una de sus versos:
Garufa/ ya sos un caso perdido;/ tu vieja/ dice que sos un bandido
porque supo que te vieron/ la otra noche/ en el Parque Japonés.
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