Modernizado y renovado en los últimos años, amplió su increíble colección de más de 60 mil piezas instalada en 1969 en Nono por el francés Juan Santiago Bouchon.
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“Museo Polifacético es una definición que acuñó mi padre, porque, a diferencia de los museos tradicionales dedicados a uno o dos temas, la idea aquí es que cada visitante descubra aquello que le interesa o que lo identifica”, cuenta Pedro Bouchon, presidente de la Fundación que está a cargo del Museo Polifacético Rocsen, mientras recorremos esta inagotable colección de objetos alojada a cinco kilómetros de Nono, en el Valle de Traslasierra.
El creador del museo fue su padre, Juan Santiago Bouchon, un apasionado coleccionista francés que armó este espacio en 1969. Desde entonces los objetos se fueron sumando y hoy aloja 62 mil piezas, agrupadas en 116 temáticas, capaces de atraer al más escéptico de los visitantes: una momia de Nazca, esqueletos de criaturas marinas, porcelanas chinas, proyectores de cine, cámaras fotográficas, radios, vestidos de novia, trajes antiguos, carruajes y hasta un avión ultraliviano colgado de un techo.
Santiago Bouchon murió en 2019, a los 90 años, pero su espíritu sigue presente, desde la inesperada fachada que parece un templo griego plantado en medio del paisaje serrano, hasta los rincones que fue ambientando para encontrar el lugar adecuado para cada objeto. Rocsen significa “roca santa”, en la antigua lengua celta de Bretaña.
En el frente del edificio hay 49 estatuas gigantescas talladas por el propio Bouchon como un monumento a la paz y a la evolución del pensamiento humano que incluye a Jesús, Leonardo da Vinci, Teresa de Calcuta, Martin Luther King, entre otras figuras. “Seleccioné a estos representantes de la humanidad porque no quise que hubiera en el frente del museo señales de violencia y muerte, que no corriera sangre en mi obra sino que brillara toda la luz posible. Esta es la razón por la cual no modelé por ejemplo un César o un Napoleón”, escribió el creador del museo.
De Niza a Traslasierra
Juan Santiago Bouchon nació en Niza en 1928 y comenzó a coleccionar objetos a los tres años. “Todo me interesaba y vivía con los bolsillos llenos de las más diversas cosas. Mi madre me los cosía para que no se deformen, pero sin éxito; regresaba a casa cargado de piedras, raíces, etc.”, cuenta en la biografía publicada en la página del museo.
A los ocho años encontró en un anfiteatro cercano a Niza un soldadito romano de barro cocido de dos mil años de antigüedad, luego comenzó a recolectar fósiles en los acantilados de la región. La pasión de coleccionista la heredó de su familia: su padre, Julio José Bouchon, también coleccionaba objetos. “Son 54 años de museo y cien años de colecciones a través de varias generaciones”, explica Pedro Bouchon mientras recorremos las salas.
Los recuerdos de familia se despliegan en el Rincón de Santiago, un espacio ambientado con muebles y objetos que pertenecieron a los Bouchon: libros, enciclopedias, herramientas para tallar y esculpir, muebles fabricados por su abuelo que sobrevivieron a los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial. “Mi abuelo –relata Pedro- era arquitecto, decorador y hacía muebles a pedido. Había pasado las dos guerras mundiales en Europa, fue combatiente en Alsacia en la Primera Guerra. Mi padre, con 14 años, enroló a una organización paralela a la Cruz Roja durante la Segunda Guerra. La guerra los marcó muchísimo, mi abuelo sufrió mucho, tuvo muchas huellas psíquicas y físicas, por eso en la década del 50 decidieron emigrar a la Argentina. Tenían buenos y malos recuerdos, quisieron alejar a su familia de todo aquello que los lastimaba. Estuvieron nueve años en Buenos Aires y luego se mudaron a Córdoba”.
Juan Santiago Bouchon contaba así su llegada a la Argentina: “Llegué el 31 de diciembre de 1950 con una mudanza de 23 contenedores (8000 kg) y trabajé en la sección Turismo de la Embajada de Francia, razón por la cual hice una exposición que llevé por toda la Argentina. Descubrí que la Argentina me ofrecía un campo de acción ilimitado en las disciplinas que me apasionan desde siempre, es decir la arqueología, la antropología, la paleontología, la entomología, etc. Y pedí la radicación definitiva”
En 1959 la familia se instaló en Traslasierra con muy pocos recursos: “Mi padre –cuenta Pedro- llegó con sus colecciones a este lugar que era muy rústico: sin caminos, sin corriente eléctrica, sin agua. En 1969 abrió la primera sala, fue un arranque muy básico, muy difícil, pero luego de abrir la primera se abrió espacio a las siguientes. Los visitantes posibilitaron la continuidad y la ampliación”. El museo fue creciendo a pulmón, Santiago ponía ladrillo sobre ladrillo e iba ampliando sus colecciones con donaciones y con objetos que conseguía en distintos rincones del país y de América Latina; en una de las salas se ve la antigua F 100 con la que recorría las rutas en busca de tesoros.
El espacio aún sigue creciendo y se sostiene con las entradas de los visitantes. Desde la institución aseguran que, desde que abrió hace más de medio siglo, no cerró ni un solo día y que atrae a personas de todos los gustos y edades. Según sus estadísticas, el 46 por ciento de sus visitantes entran por primera vez a un museo.
La colección infinita
“Cada tema empezó con una pieza y terminaron siendo miles”, ilustra Pedro. Atravesar el enorme pórtico es ingresar a un universo en el que todo es posible y donde pueden convivir morteros de los comechingones con porcelanas chinas, puntas de lanza prehistóricas con un televisor con forma de casco de astronauta, libros incunables con instrumentos de labranza, moluscos diminutos y un cóndor gigantesco con las alas desplegadas.
Lejos de ser un amontonamiento de objetos, el museo está clasificado en distintas temáticas. Quienes lo hayan recorrido hace tiempo, lo encontrarán mucho más ordenado, renovado, ampliado y con miles de piezas que estaban en el depósito agregadas a la colección. “El museo se ha sectorizado por temáticas, se puede hacer una lectura más clara, no hay mezcla de temas, está todo más definido y se reordenó lo que estaba”, aclara Pedro. Además de la ampliación y de las distancias que impuso la pandemia, se agregaron vitrinas metálicas con vidrios blindados que posibilitaron la exhibición de objetos que estaban en depósito. En el museo trabajan 14 personas y tiene sus propios talleres en los que se fabrican las vitrinas.
El recorrido puede durar horas o varios días, e incluye colecciones dedicadas a la geología, paleontología, biología, arqueología, antropología, entre otras disciplinas.
Los objetos que cuentan historias
Cada pieza del museo cuenta una historia: “Tenés lo tangible y lo intangible –explica Pedro- Lo intangible es toda la información alrededor del objeto: la historia, quién lo hizo, por qué lo hizo, a qué cultura pertenecía, qué material utilizaron, qué técnica”.
Más allá de las vitrinas, su padre creó distintos rincones para ambientar algunas de las piezas. Así se pueden ver distintos espacios que recrean la vida de las distintas clases sociales en otras épocas, desde la casa de un aristócrata con muebles europeos hasta un almacén de campo o el modesto rancho de un peón de estancia. También se puede ver una antigua barbería con todos los detalles que incluyen un reloj con sus números dibujados en espejo para que pudiera verlo el barbero durante su trabajo. Uno de los rincones más sorprendentes está compuesto por cubículos que recrean los consultorios de los dentistas con los cambios en la tecnología desde 1870 hasta 1990. Muy cerca de allí, una valiosa colección de juguetes recuerda los tiempos en los que las muñecas aún eran de porcelana.
“SI NO CREE, ENTRE Y DESCANSE”, dice un cartel sobre una suerte de capilla ecuménica con techos de madera en forma de ojiva y un enorme vitral al fondo. Allí se muestran piezas de arte sacro y textos sagrados de distintas religiones: “Aquí la gente dejaba sus intenciones como si fuera un lugar consagrado”, dice Pedro, mientras nos detenemos frente a un Cristo tallado a mano en madera de quebracho, donado por un artista argentino en cumplimiento de una promesa.
“SALA DE ANTROPOLOGIA FISICA PALEOPATOLOGÍA – Momia de Nazca, jíbaros, esqueletos, fetos, etc.”, dice un cartel de ingreso al único espacio cerrado del museo, de entrada optativa con una advertencia: “El contenido de esta sala puede no ser aconsejable para niños ni personas sensibles”. La sala exhibe algunas piezas que han levantado polémica como una momia de Nazca de 1200 años de antigüedad, que, según cuenta Pedro Bouchon, fue encontrada por su padre en un viaje a Perú. También se exhiben esqueletos y cabezas humanas reducidas por los Jíbaros de Ecuador.
“Los antropólogos, médicos y arqueólogos pasan largo rato aquí estudiando. Para el público en general algunos elementos que se exhiben en el museo traen recuerdos de los abuelos o de sus padres. Es un museo muy movilizador en el que cada persona encuentra lo que le interesa. Tenemos especial interés en brindar un servicio a la comunidad y que puedan visitarlo las escuelas”, concluye Pedro Bouchon en línea con el pensamiento de su padre.
Luis Santiago Bouchon alguna vez definió así su vocación: “Cultivarse para nutrir un ego sería un absurdo total. Si el conocimiento no fuera público, si este museo no estuviera abierto a las escuelas, no tendría ningún sentido. Nunca nadie se ha llevado nada bajo tierra. El museo lo estamos haciendo nosotros, pero el museo es de la humanidad”
Más info
El museo está a 5 km. de la localidad de Nono, en Traslasierra, Córdoba. Abierto todos los días de 10 a 18. Recomiendan al menos dos horas para hacer el recorrido completo, si no se llega a terminar en un día se puede pedir un bono para regresar.
Tarifa general: $2.500 a partir de los 18 años. Menores de 10 no pagan y hay descuentos para menores, jubilados, estudiantes y residentes locales. Permiten el ingreso de mascotas con correa o a upa.
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