En Colonia Valdense, esta chacra de 35 hectáreas que pertenecía a una familia de inmigrantes piamonteses está, desde el año 2000, en manos de Lucila Provvidente y Agustín Batellini, una pareja que montó un proyecto que logró revalorizar la zona y sus costumbres.
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La primera vez que Lucila Provvidente y Agustín Batellini ingresaron al campo que hoy alberga a La Vigna, supieron que sería el lugar para encarar el proyecto de vida que tenían en mente. Era el año 1999 y la joven pareja (ambos tenían 24 años) estaba segura de una sola cosa: no querían pasar sus días en la jungla de cemento, corriendo en una ciudad.
Por aquel entonces, Lucila estaba cursando los últimos años de la carrera de Psicología, mientras que Agustín ya estaba casi recibido de arquitecto. “Lo que teníamos claro era que queríamos un pedazo de campo, salir de la ciudad”, cuentan. “Y Uruguay siempre fue ese país tranquilo, al que se viene en búsqueda de esa tranquilidad”, resumen.
Desde siempre, por algún motivo, Colonia del Sacramento atrae a pioneros y emprendedores. “Sí, algo hay”, asegura Agustín, recordando aquel amor por la naturaleza y el campo que los empujó en la búsqueda. En una de esas idas y vueltas, conocieron la zona de las colonias, en los alrededores de Colonia, y quedaron “flasheados”. “Nos encantaba el paisaje, siempre nos hizo acordar a la toscana, las lomadas, pueblos pequeños, gente amistosa... y la cercanía con Buenos Aires”, cuentan.
Como si se tratara de un juego, casi de manera inconsciente, la pareja anotaba números de inmobiliarias y se pasaban los fines de semana llamando y acordando visitas a los campos. Así visitaron más de 70. Hasta que vieron de casualidad un cartelito en la ruta 51, en Colonia Valdense -a 55 km de Colonia del Sacramento-, que decía “dueño vende”. “Nos metimos y era el campo donde estamos ahora: fue amor a primera vista, nos estaba esperando, por eso decimos que La Vigna nos eligió a nosotros”, dice Lucila.
El campo cumplía a la perfección con lo que ellos se imaginaban: una intensa arboleda, una construcción un poco derruida lista para ser refaccionada y el Río de la Plata ahí cerca. A eso se le sumó que fue la única propiedad que encontraron sin intermediario, lo que les abrió la posibilidad de negociar directamente con el dueño. Entonces le ofrecieron pagarlo en cuotas, casi sin expectativas. “Pensamos que nos iba a decir que no, pero nos dijo que sí”, ríen.
En marzo del 2000, Lucila y Agustín se convirtieron en propietarios, aunque seguían viviendo en la Argentina. Un año después, se casaron y decidieron hacer la fiesta en La Vigna, como una suerte de bautismo. Poco después estalló la crisis en el país y la joven pareja temió lo peor: no poder seguir pagando las cuotas. Así que vendieron algunas cosas que tenían y le saldaron el resto con un descuento.
“Justo en ese entonces a Agustín le sale una oportunidad para ir a trabajar a México, en Michoacán, para hacer construcciones bioclimáticas y sostenibles, que fue muy interesante”, recuerda Lucila. Cuando volvieron, se instaron definitivamente en La Vigna. “Éramos los dos locos de la zona, en ese entonces no había jóvenes y la gente no podía creer que nos fuéramos a vivir ahí”, cuenta.
Suspendidos en el tiempo
La Vigna es una auténtica chacra. Al ingresar, aparece una bandada de gansos que peregrinan por entre un conjunto de viejos pinos. Alrededor es todo campo bien uruguayo, una geografía dominada por las clásicas lomadas. Con la privilegiada perspectiva del tiempo, Lucila asegura que ellos conectaron con el lugar de una manera singular: “Hicimos las cosas como si estuviéramos adelantados en el tiempo, pero en realidad fuimos hacia atrás, revalorizando saberes locales que estaban un poco olvidados”, dice. “Todo nos parecía alucinante”, agrega.
La antigua casa construida por inmigrantes piamonteses fue el eje desde el cual comenzó a desplegarse una propuesta realmente “innovadora” para la zona. La primera pregunta (lógica) fue cómo sustentar la vida en aquel paraje. Entonces Lucila decidió armar talleres de arte para que los pobladores locales pudieran compartir sus oficios: bordado, telar, pátinas, cerámica, chacinados, encurtidos, dulces, conservas. “Estuvimos 12 años con los talleres, fue hermoso”, resume.
A la par, armaron un bar, La Vigna Wine Art: “Era más que nada para conocer gente y que nos conozcan”. El siguiente paso era prácticamente cantado: la construcción del hospedaje. “La casa es muy grande así que pensamos en empezar a recibir gente, sobre todo para buscar la manera de sobrevivir económicamente”, cuenta Lucila.
Agustín desplegó entonces el arte de su profesión de arquitecto y remodeló la vieja casona que se convirtió en un hospedaje en modalidad “ecolifestyle”. El impacto fue inmediato. Desde que abrieron sus puertas, recibiendo a gente amiga y conocidos, fue un furor que se esparcía de boca en boca. “No sabíamos cómo llegaba la gente, así fue como llegó de sorpresa un periodista de Estados Unidos, que nos eligió para integrar una lista de lugares recomendados por el New York Times”, dice. De manera absolutamente armónica, La Vigna fue convirtiéndose en un verdadero faro para la zona, respetado y adorado por su principal distinción: la autenticidad.
El arquitecto de los quesos
“Agus está en otro planeta”, bromea Lucila. Agustín está tan compenetrado con la vida campestre que, poco a poco, fue descubriendo su otra pasión: los quesos. “Empecé como si fuera un hobby –dice-, pero ahora no puedo parar”. Desde el comienzo, Agustín y Lucila decidieron que harían todo orgánico y con el acento en el bienestar animal. Las vacas, ovejas y cabras son ordeñadas una vez al día y, al tener cría, no practican el destete. Su pequeño tambo mixto es todo un caso de estudio. “No hay otro que tenga para extraer leche de esta manera, de tres animales distintos”, asegura.
Agustín decidió hacer sus quesos con recetas tradicionales y pronto se ganó el respeto del mundo quesero. Sin agregar nada extra logra variedades únicas, combinando constantemente sabores. Lo bautizaron como el “arquitecto del queso”. Hoy sus productos son muy requeridos y se venden principalmente en La Vigna, donde los sábados organizan un menú especial con la filosofía “farm to table”, con degustaciones guiadas de quesos, y en un pequeño local boutique de Punta del Este. “Todo lo que llega a la mesa, sale de nuestro campo”, dice.
Por las praderas de pastura orgánica de La Vigna deambulan las vacas jerseys, las cabras Saanen y también las ovejas con las que elabora los únicos quesos ovinos orgánicos del Uruguay (Pecorino Valdense). En su pequeña fábrica, un container al que llamó “Fromaggio”, se despliegan todas las variedades en producción: pipo, hatef, cheddargento, deco-cheese, jersey, paysandú, provolenta, morbier pimentón, lord of the rind, petit brie, galácticos, entre muchas otras combinaciones que surgen de su imaginación inacabable.
Los caminos de la vida
A veces, Lucila se detiene entre los bosquecitos de La Vigna para meditar sobre el camino recorrido. Mira hacia atrás y no deja de sorprenderse: “No sé de dónde sacamos tanta energía para hacer esto, pero estoy orgullosa de este proyecto de vida y familiar”. Cree que la clave fue no pensar demasiado: “Simplemente vinimos y lo hicimos”.
“Lo único constante en nosotros es el cambio”, asegura. En esa sintonía, aparecen nuevos proyectos, ideas y propuestas. “Estamos pensando en cosas nuevas y nunca se acaba; a veces me preguntan cuándo terminamos de armar el proyecto y yo respondo lo mismo: nunca terminamos, esto sigue”.
Y esa energía, que se percibe en cada rincón de La Vigna, se transmite de manera casi unidireccional a sus visitantes. “No importa de dónde vengan, ni la edad, muchos se van emocionados, diciendo que esto les resultó inspirador”, reflexiona. Y añade: “Muchos, incluso, se animan al cambio. Se inspiran para poder enfrentar esos pendientes. Es un denominador común en todos. Y se sienten muy cómodos, como en casa”.
La Vigna. Ruta 51 Km 120, Colonia Valdense. T: (+598) 4558 9234. Una mezcla de paz y rusticidad campera, rastros de italianidad con toques de delicada belleza nórdica. El ambiente destila bucolismo, con su aljibe poblado de suculentas, una galería de aromas a pinar y una vieja bodega casera reconvertida en un restaurante-desayunador, donde todo lo que se sirve es bien casero. Las habitaciones dobles van desde los u$s 135, con desayuno.
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