Barrios trendy, bicisendas, parques con diseño y museos donde apreciar el arte del mundo en la ciudad del norte de Alemania crecida a orillas del Elba.
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En Hamburgo conozco a dos hombres. Los dos se llaman Peter y andan en bicicleta todos los días. Transitan algunos de los 243 km de la red de bicisendas de la ciudad hanseática, la ciudad portuaria, la ciudad de dos millones de habitantes, la ciudad verde, la ciudad de inmigrantes, la ciudad con más puentes que Ámsterdam y Venecia juntas (¡2.500!), la ciudad del St. Pauli, el club de fútbol socialmente comprometido. No es del todo claro que sea la ciudad de la hamburguesa, pero que venden el sándwich de arenque más delicioso y barato del mundo no hay duda. Hamburgo, la ciudad pensante. La ciudad grafiteada. La ciudad modelo. La ciudad que late.
El primer Peter es de origen alemán, pero uruguayo, de Montevideo. Toma mate y come milanesas a pesar de que ya pasó 20 años acá. El segundo Peter es crítico musical del diario alemán Die Zeit y viaja por Europa comentando conciertos. Es rubio y para leer un programa musical usa anteojos de vidrio grueso como Míster Magoo. Los encuentros con los Peters tienen el ritmo de los viajes, eso quiere decir: son espontáneos y fluyen naturalmente, como el río Elba –120 km– hacia el Mar del Norte.
El encuentro con el primero de ellos ocurre cuando salgo a caminar por HafenCity, una zona en recuperación del antiguo puerto, entre canales y antiguos docks de ladrillo oscuro donde funcionan productoras de cine, museos, hoteles boutique, una tienda tostadora de café. Los docks en Hamburgo son proporcionales al tamaño del puerto, uno de los más grandes del mundo. Doblo por una esquina y entro en un muelle con buena vista de la Elbphilharmonie, la sala de conciertos proyectada por el estudio Herzog & de Meuron –la construcción demoró una década y costó 800 millones de euros.
Entro en el muelle, paso frente a yates de lujo y busco la cámara para sacar una foto de la filarmónica que parece una vela, o una ola, o un iceberg cuando escucho una voz atrás que dice, en alemán: “Cuidado que el muelle se mueve, es flotante”. Me doy vuelta y, sí, el tipo que fuma lo más pancho en un banco del muelle me habla a mí. Le respondo en español porque descubro la subtrama latina debajo del alemán. Se pone tan contento de encontrar a una rioplatense que, si no recuerdo mal, me da un abrazo.
Con dos padres alemanes uno podría imaginarlo rubio, pero es morochazo. La madre, Eva María, era de Hamburgo y el padre, del sur de Alemania. Se conocieron en Uruguay, al tiempo de llegar, después de la Segunda Guerra Mundial. La madre trabajaba como institutriz de unos millonarios y el padre, en un almacén. Un día ella fue a comprar leche y él le dijo ¿hablás alemán? Y del resto, ta, “mi hermana y yo somos la prueba”.
–Me vine en el 2002 con la crisis, tuve que cerrar mi empresa de calefacción. De tener 30 empleados pasé a ser empleado.
Peter Grundmann es el gerente técnico de Miniatur Wunderland, la atracción más popular de Alemania –más de un millón de visitantes al año– que casualmente, queda acá atrás. En un predio enorme hay reconstrucciones en miniatura de varias ciudades y paisajes: Venecia, los Alpes suizos, El Vaticano. Peter se esmera en un tour personalizado por los mejores lugares de la muestra.
–Vamos a Las Vegas, es por acá, seguime.
Cada 20 minutos se hace de noche y el Vesubio erupciona en Pompeya. Hay trenes, aeropuertos y, por supuesto, la Elbphilharmonie, que se abre y deja ver la sala principal. Antes de despedirnos, le pregunto cómo llegar a Landungsbrücken y me contesta en uruguayo.
–Es fácil: pasás el puente que está arriba del arroyo y ahí te vas a la rambla y, ta, caminás hasta Landungsbrücken.
UN MUNDO DE CONTENEDORES
Si en este minuto se me cae el contenedor que sujeto con las pinzas de la grúa, podría causar un desastre en el puerto de Hamburgo. El contendor lleva bananas. Los alemanes aman las bananas. Comen en promedio 11,5 kilos por persona por año. Por eso, llegan al puerto de Hamburgo 13 kilos de bananas ¡por segundo! Sumado, da unos 400 millones de kilos de bananas al año.
Da vértigo comandar esta grúa alta. Descargo el contenedor de un barco y trato de apilarlo sobre otros. Así voy bien, no puedo desviarme ni una micromilésima de segundo. La pantalla anuncia que se terminó el tiempo y vuelvo a empezar. Menos mal que estoy en Discovery Dock, un mundo de realidad virtual y no en el puerto de verdad. En el puerto de verdad, cada día, Alemania importa mercaderías y servicios por alrededor de 3,5 billones de euros y exporta por unos 4,2 billones de euros.
En el puerto de verdad hay tres terminales de cruceros con capacidad para 212 barcos y 900.000 pasajeros. Números grandes en todos los sentidos posibles. Un contenedor de 40 pies puede cargar hasta 110.000 bananas. En general, van desde América del Sur hacia Hamburgo y el transporte cuesta apenas tres centavos de euro por banana. Se cargan verdes a una temperatura de 13,3 °C que interrumpe el proceso madurativo.
En los contenedores que llegan al puerto de Hamburgo puede haber: medicina, zapatillas, marcadores, pelotitas de tenis, bananas, droga. A orillas del río Elba, Hamburgo es el segundo puerto más importante de Europa después de Rotterdam y, junto con los de China, Singapur y Abu Dabi, los líderes mundiales.
Esta es una ciudad-puerto. Acá, las estatuas vivientes se pintan como capitanes de barco y las sirenas y las anclas son los souvenirs más populares.
LA GRAN FILARMÓNICA
El encuentro con el segundo Peter ocurre durante el concierto de Riccardo Chailly, el director de la Orquesta de Lucerna, en la Elbphilharmonie.
Llego con tiempo porque leí que hay una plataforma pública en el octavo piso con buena vista. Durante años este edificio inmenso fue el almacén Kaiser, el más grande del puerto, hasta que quedó destruido por los ataques durante la Segunda Guerra Mundial.
Después hubo un depósito de cacao que con el auge de los contenedores quedó abandonado, hasta que surgió el proyecto de la filarmónica. De la arquitectura original se conserva la fachada de ladrillos oscuros, el resto parece del futuro.
Una serie de escaleras mecánicas y un ascensor llevan hasta el mirador. Por los parlantes avisan que el espectáculo está por comenzar. Atravieso un hall amplio y entro a la gran sala, el auditorio principal de la filarmónica por donde ya pasaron Yo-Yo Ma, Philip Glass y Brian Eno. Tiene capacidad para 2.000 espectadores. El escenario está situado en el centro y las butacas, en círculos aterrazados. El espacio tiene espíritu de ciencia ficción. Ya lo compararon con el senado de Star Wars y con una nave nodriza.
Justo arriba de la orquesta hay un círculo cóncavo y, en un momento del concierto, cuando interpretan Grande Aulodia, de Bruno Maderna, me imagino que los músicos pueden ser abducidos por la potencia de lo sublime. El maestro italiano Chailly blande la batuta en el aire y lo siguen más de cien músicos. Cuando termina se escuchan aplausos. Más aplausos de pie para los primeros violines. Se retira la orquesta y prenden las luces para el intervalo y, en ese momento, se van casi todos menos el hombre que está sentado a mi izquierda: Peter Krause, crítico musical de Die Zeit. No me dice Moin, Moin –hola, en dialecto hamburgués–, pero nos ponemos a conversar sobre el lugar y la música.
El segundo Peter cuenta que esta sala estresa a los músicos: “Con los compositores románticos está bien, pero tocar Brahms acá es muy difícil. Parece que se invirtió más en arquitectura que en música”. Antes de despedirnos, me recomienda visitar Jenisch Park. Dice que puedo ir en transporte público, en barco, “te bajás en Teufelsbrück y caminás”.
Cuando termina el concierto, Peter vuelve a su casa en bicicleta. En mi caso, camino bajo una garúa suave. Son unas pocas cuadras hasta Baumwall, la estación de metro más cercana. En un sentido distinto al de un contenedor, la música también transporta. Y se queda.
ARTE Y ESPACIOS VERDES
Cuando Caspar David Friedrich pintó la obra que ocupa el lugar más destacado de esta sala del Hamburger Kunsthalle, tenía 24 años y no era famoso. Nunca lo fue en su época (1774-1840) y hoy es el pintor más reconocido del romanticismo alemán, y muchos venimos a esta galería a pararnos y a sentarnos –hay un banco en la sala– frente a su obra El caminante sobre el mar de nubes. En el óleo gastado por el tiempo –va para los dos siglos– se ve a un hombre de espaldas que mira un paisaje inmenso y brumoso parado sobre unas rocas altas. Viste elegante, con levita, y lleva un bastón para caminar antes de que existiera el trekking.
Desde el museo caminé hasta el Alster, un lago artificial formado a partir del río del mismo nombre. El 27% de Hamburgo está cubierto de áreas verdes. A este lago lo rodean bares, árboles y algunos hoteles de lujo. De ahí, la ciudad antigua está muy cerca. Para llegar, lo más recomendable es tomar el Jungfernstieg, un paseo urbano de unos 600 metros que dan al lago. La gente va allí a almorzar, hacer picnic y a mirar los patos.
En la ciudad vieja se destacan la bellísima Rathaus, (ayuntamiento inaugurado en 1897); la calle Mönckebergstrasse (Mö, para los amigos), la de los negocios de lujo y la zona de compras, shoppings, grandes tiendas y algunos de los once restaurantes con estrellas Michelin de Hamburgo, como Haerlin en el mítico hotel Vier Jahreszeiten. También en esta zona está la hermosa St. Nikolai Kirche, iglesia neogótica bombardeada en la guerra y, actualmente, en proceso de restauración.
LA CIUDAD ALTERNATIVA
Me bajo en St. Pauli para recorrer este barrio futbolero y los vecinos Sternschanze y Karolinenviertel con Jörn Löding, guía turístico que aclara que lo siente mucho, pero hincha para el HSV (Hamburger SportVerein), el equipo rival.
En los años 60 el barrio de St. Pauli fue un hub de antros nocturnos –Kaiserkeller, Star Club, Indra, Stage Club, Top Ten– y de noches largas. Barrio rojo, de prostitución, contrabando, vicio y marineros. Ahí llegaron los Beatles a tocar en distintos clubes entres 1960 y 1962 con la ciudad todavía golpeada por la guerra. Es famosa la frase de Lennon: “Nací en Liverpool, pero maduré en Hamburgo”. Por acá todavía se recuerda y en la Beatles Platz hay una escultura de los Fab Four. En el Jäger Passage todavía está el portal donde John Lennon se paró para que Jürgen Vollmer le sacara la foto que, años después, en 1975, fue la portada del disco Rock and Roll.
En St. Pauli siguen los clubes –hubo una especie de revival con el lanzamiento del Festival Reeperbahn en 2006– y cierto ambiente portuario, un barrio donde a partir de las 20 la prostitución es legal. A Reeperbahn la llaman “la milla del pecado”. Durante el día está medio muerta, pero por las tardes se enciende cuando abren los sex shops, los bares bizarros y el Museo del Erotismo.
Al lado de la estación se ve una mole de concreto, gigante, de aspecto brutalista. Me cuenta Jörn que es el Flakturm IV, un búnker antiaéreo que se usó durante la Segunda Guerra Mundial. Más de 17.000 personas se refugiaron ahí durante los bombardeos que casi destruyeron la ciudad. Fueron varios ataques en los que murieron 35.000 civiles en el marco de la Operación Gomorra, en 1943.
EL REVIVIVAL DE UN BARRIO
Después de la guerra y durante varias décadas y de algún modo hasta hoy, Karolinenviertel fue un barrio barato donde vivían inmigrantes que habían llegado a trabajar en el puerto. A pesar de que en una caminata se lo ve arbolado y de casas bajas y antiguas, los alemanes no querían vivir ahí por la contaminación que generaba una mina de carbón. Entonces durante años fue un barrio marginal, oscuro y de alta tasa de criminalidad. Hasta que, poco a poco, se asomaron los artistas en busca de alquileres baratos y, con el paso de los años, se gentrificó. No tanto como su vecino Sternschanze, Karolinenviertel todavía es más hippie, tranquilo y verde.
Igual veo tiendas caras como Herr von Eden, una casa de ropa elegante para hombres; negocios de diseño –Elternhaus–, un taller de bicicletas donde un par de chicas lindas reparan bicis mientras se toman una cerveza; un negocio de objetos hechos con tablas de skate recuperadas –Lobby–, y alta densidad de tiendas de vinilos –imperdible: Hanseplatte– por metro cuadrado.
La mayoría de los comercios están sobre Marktstrasse, pero metiéndose por las laterales hay sorpresas y se entiende más el barrio. Hay urban gardening como les dicen a las huertas urbanas, casas de planes sociales con rentas económicas donde entre los 70 y los 2000 vivían pobres y estudiantes.
El barrio entero está repleto de grafitis, stencils, entre otras intervenciones urbanas que en general apuntan a la conciencia social y ecológica.
El límite de Karoviertel –Viertel, barrio– es el matadero de cerdos que funcionó aquí durante mucho tiempo. Del otro lado, Sternschanze, un barrio animado con gente en las calles y restaurantes de chefs famosos como Bullerei, y para una cena memorable, como Altes Mädchen.
Sternschanze está absolutamente gentrificado y es cool, muy distinto a fines de los 80 cuando los punks tomaron el Rote Flora, un teatro de 1888 que tuvo la intención de convertirse en teatro musical (allí iba a estrenarse Cats, que finalmente no se estrenó). Desde entonces, el lugar se define como centro de cultura autónoma y suele ser sitio de manifestaciones y protestas.
¿ACÁ NACIÓ LA HAMBURGUESA?
El sándwich se hizo popular con el auge de la comida rápida en Estados Unidos, en las primeras décadas del siglo pasado. Pero ¿el origen? Como tantos, es polémico.
La palabra viene del Puerto que en el siglo XIX era el más grande de Europa y llevaba a muchos inmigrantes alemanes a los Estados Unidos. Ellos habrían importado la frikadellen (albóndigas de carne picada) y el rundstück warm (rodaja de cerdo caliente sobre un pan redondo), probables antecesores de la hamburguesa que, en Hamburgo, igual que en otras ciudades del mundo, está de moda.
Algunos la llaman prohamburguesa y existen bares antiguos que la sirven tal cual como fue en el principio. Uno de ellos es Krameramtsstuben, cerca de la iglesia St. Michaelis, abierto desde 1718. Aclaración preventiva: lo que aparece en el plato será claramente muy distinto de un Big Mac.
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