Curaçao, en el sur del Caribe, combina playas de película con el color de arquitectura holandesa, parques nacionales y un ritmo tranquilo. Se la detecta a 50 km de la costa venezolana, entre Aruba y Bonaire.
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Curaçao es la C de las islas ABC, junto con Aruba y Bonaire, tres países autónomos dentro del Reino de los Países Bajos. A diferencia de Aruba –con pocas y grandes playas, y un ambiente muy orientado al público norteamericano–, hay más de 35 opciones para elegir y compartir con gente de todas partes. Sobre todo, con holandeses, para quienes la isla es la “Holanda del trópico”, y no sólo pasan sus vacaciones aquí, sino que muchos tienen su casa propia.
La influencia “naranja” –por el color favorito de la casa real europea– está presente también en su arquitectura colonial y en una manera europea de la limpieza y el respeto por las normas. Además de neerlandés, hablan inglés, papiamento y español.
El sello caribeño lo dan el calor y los colores con que pintan casas, barcos y puentes. Todo en Curaçao es vibrante y alegre. Los curazoleños, que no llegan a las 160.000 almas, son fanáticos de la música –tumba es el ritmo local, originario de África y con reminiscencias del merengue y el jazz latino– y de los murales, por lo que muchas calles son una galería de arte a cielo abierto.
Para comprender su cultura, conviene empezar por una visita a Willemstad, el centro histórico, declarado Patrimonio de la Humanidad en 1997. Una buena idea es recorrerlo en moto eléctrica para sobrellevar mejor el calor y conocer más rincones.
La bahía de Sint Anna divide la ciudad en dos: Punda (“la punta”, la urbanización más antigua) y Otrobanda (“el otro lado”, el distrito residencial, más grande y “moderno” que el histórico Punda). Ambos están unidos por el puente vehicular Reina Juliana (de 56,4 metros en su punto más elevado, uno de los más altos del mundo), para permitir el paso de embarcaciones, y por el peatonal Reina Emma, que se abre con el mismo fin. Este último está enmarcado por arcos de neón de distintos colores que se encienden al caer la noche.
Del lado de Punda, hay dos corazones gigantes hechos de candados que enganchan los enamorados y un tercero que se va completando: son los Punda Love Heart. Y allí, sobre la calle Handelskade, están los edificios coloniales holandeses de los siglos XVII y XVIII, pintados al estilo caribeño, que son la postal de la isla. Muy cerca está el centro comercial, que termina en el Fuerte Amsterdam, de 1648.
El viaje en moto puede seguir hasta el mercado de frutas y verduras frescas junto al canal, atendido en su mayoría por venezolanos que llegan diariamente en barco desde su país (en días muy claros se ven sus costas a meros 50 kilómetros). También se ven casas pintadas con murales, como la del artista Francis Sling. Aquí conviene bajar de la moto para recorrerla por dentro.
Cuando los españoles llegaron a la isla, en 1499, la llamaron “tierra de gigantes” por la altura de sus habitantes, los arawaks. Pasó a ser colonia holandesa en 1634. Los holandeses son los más altos de Europa –los hombres tienen una estatura promedio de 1,84–, por lo que la combinación de genes dio como resultado hombres y mujeres de gran tamaño (¡se venden muchos zapatos talle 50!). Todos se visten con ropas coloridas y entre las mujeres hay furor por las uñas larguísimas y las pestañas postizas.
De 64 kilómetros de largo por 16 en su parte más ancha, las playas están en la costa oeste, mientras que la costa este es escarpada, árida y poblada de cactus. Ocurre que Curaçao es parte de las islas de Sotavento que no están bajo la influencia del viento alisio del noreste y, por eso, tienen clima seco y llanuras áridas.
Para recorrer esta costa, lo mejor es hacerlo en buggy o tomar una excursión en 4x4 que avanza por colinas pedregosas, hace paradas para subir hasta las cuevas y tener una vista panorámica del parque eólico que genera el 30% de la energía que consume la isla. En esta costa también está el Parque Nacional Shete Boka, que alude a siete bocas en el rocoso acantilado que rompen espectacularmente contra la piedra. Hay miradores para personas y para autos.
Las mejores playas
La razón principal para visitar Curaçao son las playas sobre la costa oeste. Hay de dos tipos: las privadas, con todos los servicios, por las que hay que pagar 3 dólares por persona, y las públicas, que son gratuitas, pero hay que llevarse algo para comer. En las públicas alquilan, sí, un combo de sombrilla y dos reposeras por 15 dólares.
Mambo Beach es céntrica, privada y parece casi un club. Hay varios restaurantes y comercios y una bahía cerrada con un espigón, ideal para ir con niños y para los amantes del mar calmo como un estanque.
Kenepa Grandi, en cambio, es alejada y pública, una herradura amplia, con rocas en ambos extremos, hábitat de cientos de peces. Kalki es una pequeña bahía, a la que se accede bajando unas escaleras y es el lugar para avistar tortugas. Daaibooi es la preferida por los locales, con un sector reservado para el alquiler de motos de agua. Cas Abao es para muchos la mejor playa de la isla: arrecifes cargados de peces, palmeras y servicios. En todas, la arena es fina y blanca, el agua cálida e increíblemente transparente. No está de más llevar snorkel –aunque se pueden alquilar allí mismo– y una funda antiagua para el celular.
Irie Tours ofrece el “Sunset Tour”, un paseo en catamarán al atardecer. El barco zarpa de un colorido embarcadero, surca una zona de mansiones llamada Spanish Waters, y llega a mar abierto justo para ver la puesta de sol, con canilla libre y snacks.
La perla de Curaçao es, sin dudas, la isla de Klein, a hora y media de barco (no confundir con Klein Bonaire, que es otra). La isla está deshabitada y aún a salvo del turismo masivo. Unos pocos catamaranes anclan a metros de la orilla y un gomón cruza a los visitantes, aunque más refrescante es zambullirse de una vez y llegar a nado.
El plan será disfrutar de ese mar increíble, espiar sus tesoros bajo el agua, caminar por la arena hasta un pequeño espigón y zambullirse. En el centro hay un faro abandonado y, muy cerca, un barco hundido en la costa.
Al mediodía, el catamarán oficia de restaurante con opciones de carne en brochette, ensaladas y barra libre. Se disfruta del agua unas horas más, hasta que se hace el momento de despedirse del paraíso y volver a Curaçao recostados en la hamaca del barco, saboreando tajadas de sandía fresca. Unos delfines se acercan a saludar y, de pronto, la frase “Biba dushi”, que tanto se oye, cobra sentido. Significa “vivir la dulce vida”.
Orgullosas chichis
En las calles de Willemstad suelen verse unas enormes esculturas de mujeres negras con coloridos trajes, en general, de baño. Se las llama “chichis”, que en papiamento significa “hermana mayor”. La historia detrás de esta escultura tiene el nombre de la artista plástica alemana Serena Israel, que llegó con su velero, construido por ella misma, en 2001 y se enamoró del lugar. Realizó entonces esta obra que resume la cultura de la isla: una voluptuosa y sensual mujer negra tamaño XL, orgullosa y libre. La llamó “chichi”, la registró como marca en 2008 y abrió Serena’s Art Factory. Hoy, más de cien pintoras mujeres de la isla ganan su sustento pintando chichis, que son el souvenir oficial de Curaçao.
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