Un simple pueblo de pescadores devino en uno de los rincones más exclusivos al sur de Bahía. Elegido por los paulistas más sofisticados, famosos y deportistas, es un paraíso de lujo sin ostentación y naturaleza salvaje.
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En la balsa que cruza de Porto Seguro a Arraial d’Ajuda caben unos 25 autos. Los conductores se sientan a un costado o suben una escalerita para mirar el ancho río Buranhém. Entre los autos flotadores, hay peatones que se acercan a la salida para ser los primeros en desembarcar. Van de la casa al trabajo, o viceversa. La balsa va y viene todo el día y tarda diez minutos de costa a costa. Además de su practicidad –ahorra 80 kilómetros de asfalto–, tiene un valor sentimental: es una romántica transición del agite de Porto al bucolismo de Arraial, la primera posta donde se aventuraron los hippies décadas atrás, cuando el lugar era la nada misma. Una aldea, o arrabal (eso significa en español), en el litoral bahiano de playas tranquilas y posadas de aire bohemio, muy valoradas por los argentinos.
Para seguir hacia el sur es preciso decidir si continuar por la ruta pavimentada, sin riesgos ni sobresaltos, o bien por un camino de tierra que bordea el mar, con igual promesa de baches como de imprevistas inundaciones. Para muchos, este es “el camino equivocado” (no lo recomiendan los hoteles ni Google Maps), pero es, en realidad, el correcto para sumergirse de a poco en la naturaleza exuberante de Trancoso, entre curvas cubiertas de una espesa vegetación que muy de vez en cuando deja avizorar el azul del mar. Así lo descubrieron los hippies en los 70, que cayeron rendidos ante sus calles de tierra, los manglares y los pocos rastros de civilización. Fue como una suerte de desintoxicación de la ciudad, una nueva y aislada tierra prometida.
Trancoso fue, alguna vez, un sencillo pueblo de pescadores. Mucho antes de que lo frecuentaran Naomi Campbell, el príncipe Harry, Beyoncé, Neymar y hasta Messi con su familia, casi no circulaban autos, los nativos convivían con los hippies y todo era paz y amor. No buscaban confort, se conformaban con ese ejido urbano llamado Quadrado (cuadrado), hecho de ranchos pintados en colores llamativos y coronado por la iglesia jesuita São João Batista, una de las más antiguas de Brasil y “la” postal de Trancoso, donde vienen a casarse de todas partes del mundo. Por entonces no había cura ni policía, y la iglesia era el lugar de reunión de los nacidos y llegados. Tenían sus reglas propias y crearon una “secta” llamada aceita tudo (“acepta todo”).
El cuadrado se extendió y hoy es más parecido a un rectángulo. Varias de sus clásicas casitas –intactas, porque sus fachadas no pueden tocarse y son patrimonio de la Unesco– se convirtieron en restaurantes o tiendas y sus calles empedradas son recorridas por turistas que hablan en todos los idiomas. Sin embargo, el espíritu es muy parecido al de antes. Sólo apto para peatones, su plaza central de césped hace de canchita de fútbol, los niños corren a la par de los perros callejeros y una guitarra al son de Caetano es la banda sonora en las noches estrelladas.
La era de la sofisticación
Las villas y los resorts de lujo son un capítulo más reciente que atrajeron a este enclave bahiano a millonarios y celebridades, además de paulistas y cariocas de bajo perfil que rehúyen de las aglomeraciones. En algún momento, Trancoso se transformó en un destino de élite. Pero con una particularidad: los nuevos desarrollos supieron mantener un saludable diálogo con la naturaleza, no llegaron a opacarla. Las palmeras, las olas y la mata atlántica le siguen ganando la pulseada al cemento. Y se agradece.
Un buen lugar para comprobar esa rusticidad intocada es la playa Itapororoca. Extensa y casi desierta, es de esas que llenan todos los casilleros de paraíso tropical: arenas blancas y suaves, mar turquesa de suave oleaje, piscinas naturales formadas por corales y abundante vegetación. Un plus, es pública: desde el Quadrado, por ejemplo, se demora una hora y media a pie por la costa.
El privilegio del acceso directo y exclusivo a Itapororoca lo tienen los huéspedes de Fasano Trancoso. El complejo de 40 bungalows y 23 villas residenciales, inaugurado a fines de 2021, se distribuye en un área de bosque nativo de 300 hectáreas, de las cuales 100 son reserva natural. Un deck de medio kilómetro de largo conecta ambos mundos de forma armónica, como una pasarela frente al mar que permite llegar a sus tres piscinas, ir del restaurante al spa y, del otro lado, salir al balneario, donde esperan toallas perfectamente enrolladas y apiladas, bajo un gran almendro, junto a camastros tapizados en blanco. Nada es casual cuando se trata de Fasano, el grupo hotelero que forjó un estilo único en Brasil –expandido a otros países– y supo imprimir esa marca en este pueblo para elevar la vara del servicio y brindar una experiencia realmente exquisita.
Desde el concepto hasta los materiales elegidos para construir los bungalows, hay una intención manifiesta de realzar el entorno nativo. El arquitecto Isay Weinfeld –autor de proyectos icónicos y reconocido por su diseño contemporáneo– usó los típicos techos de piaçava de los ranchos de la zona, maderas locales y hamacas bahianas en la galería. Semiocultos, no es fácil distinguirlos de los arbustos y garantizan intimidad total. Puertas adentro son minimalistas y cálidos, mezcla de blanco y tonos tierra, con baños de gran tamaño, un sello de Fasano. El mayor atractivo son sus terrazas privadas –las más codiciadas, las que tienen vista al mar–, que no superan en altura a los coqueiros (“cocoteros”). Desde ahí se consigue un cara a cara con el bosque nativo, donde el canto de las aves y el sonido de la vegetación es constante y es posible observar también perezosos, lagartos, coloridas mariposas y flores como bromelias y heliconias, cuidadas de cerca por un equipo de jardineros.
Junto a la piscina principal, funciona el restaurante al mando del chef Zé Branco, un histórico de Fasano con más de 27 años de trayectoria. Arrancó en São Paulo y abrió todos los hoteles del grupo en Brasil. Después de diez años de darles de comer a los huéspedes de Fasano Punta del Este, llegó al tranquilo pueblo de Trancoso, donde se codeó con Francis Mallmann, un “bon vivant muy simpático”, según lo define, que tuvo, hacia 2012, su restaurante Los Negros en el Quadrado durante un par de años. De honestidad brutal, Zé confiesa que “lo más difícil es conseguir los ingredientes. En São Paulo, si quería trufa negra, la tenía, pero acá me tengo que arreglar con lo que hay”. Por eso, no duda en recomendar la selección bahiana del menú (para compartir), que incluye moqueca de pescado, bobó de camarão y acarajé. Es lo “más auténtico y local”, asegura. Además, no faltan esos clásicos de la cocina mediterránea de todos los restaurantes del grupo, con la calidad de siempre: risottos, spaghetti frutti di mare, ravioles de mozzarella de búfala, la burrata (elaborada in situ) con prosciutto di Parma o el delicioso carpaccio de filé mignon, con paté de aceitunas, alcaparras y piñones.
Frente a la playa se encuentra el otro spot gourmet, un bar relajado con una carta más breve y dedicada a la parrilla. Hay bruschettas de mariscos, langosta, peces y carnes, con una variedad de ensaladas y verduras asadas. Es ideal para un paréntesis de las múltiples actividades que se ofrecen a pasos del mar, que van desde la posibilidad de andar en unas bicis de ruedas grandes que se deslizan fácilmente por la arena, hacer stand up paddle y kayak, hasta cabalgatas guiadas por la orilla. Muchos prefieren quedarse en la zona de la piscina y cerca del bar, que despacha durante todo el día gin tonic y Aperol spritz (aunque sorprenda, más exitosos que la rendidora caipirinha).
El Quadrado y sus playas
Antes de las cuatro de la tarde es un páramo. Todo cerrado. ¿Dónde está la gente? “A esta hora van a la playa”, explica el chofer de un mototaxi, el medio de transporte más usado por los que viven acá.
Hay dos playas cercanas al centro histórico, muy concurridas por los que se hospedan en las posadas de la zona. La de Nativos está justo abajo de la iglesia. Se puede bajar caminando o en auto (tiene estacionamiento), y se accede por una larga pasarela de madera entre manglares. Hay varios paradores, como Uxua Praia Bar, que a cambio de una consumición dan derecho a instalarse en unos cómodos sofás cama de cara al mar. El mayor atractivo de esta playa es que está dividida por un riacho que desemboca en el mar y permite alternar agua dulce y salada. En el medio se luce una pintoresca casita de pescador sobre pilotes, como una postal nostálgica del origen del pueblo. Del otro lado del río se encuentra la otra playa, Coqueiros. Palmeras, arrecifes, arenas doradas y piscinas naturales (cuando hay marea baja) son un combo irresistible tanto para locales como para turistas.
Después de las cuatro, el Quadrado vuelve a ganar vida. Las casas de adobe pintadas en vivos colores, tan instagrameables, alcanzan la luz perfecta para ser fotografiadas desde todos los ángulos posibles. Algunas de ellas, las más antiguas, tienen placas en las fachadas que cuentan quiénes las habitaron o cuáles fueron sus destinos: la casa del Coronel, la de Cara Grossa –usada como salón de fiestas– o el bar Deus Dará. Algunas están en alquiler y son sorprendentemente modernas puertas adentro. Otras fueron convertidas en tiendas de artesanías, bijouterie, crochet, trajes de baño y túnicas preciosas, y otras tantas en atelieres de artistas. La mayoría devino en restaurantes –Flô, Jacaré do Brasil, Maritaca, entre otros– que a la tarde sacan sus mesas afuera y escriben en pizarras los menús. Con algunas excepciones, casi todos ofrecen carnes grilladas y comida bahiana que se improvisa con la pesca del día.
Un clásico es Capim Santo, en una callecita que se desprende del Quadrado. En 1981, puso un pie aquí la paulista Sandra Marques, junto con Nando Leite, y nunca más se quiso ir. Pionera de ley, Sandra se enamoró de la naturaleza, la libertad y la comunidad incipiente de Trancoso, donde también tenía un rol protagónico Dora Miranda, al frente del restaurante O Cacau. Abrieron juntas el primer bar –São João, punto de encuentro ineludible– y criaron acá a sus hijos.
Sandra recuerda aquellos primeros tiempos con una sonrisa: “Pocos brasileños conocían Trancoso, era como Macondo esto. No había agua ni electricidad y los pisos eran de tierra”. Empezó por el restaurante porque “tenía que hacer algo” y siempre le gustó cocinar, una pasión que le transmitió a su hija, Morena, que a los 17 años dejó la playa para viajar a París, se formó en Le Cordon Bleu y hoy es una prestigiosa cocinera de Brasil. Se puede ver a Sandra en la cocina de Capim Santo, de donde salen delicias como langosta grillada con ananá, abadejo con costra de olivas, terrina de berenjenas y unas bolinhas de yuca y camarón. La posada se sumó en 1985, con cinco habitaciones, y se fue expandiendo hasta llegar a 21. De espíritu ecológico, tiene pileta y acaba de ser remodelada para la alegría de sus habitués, que vuelven año tras año.
Luces de la noche
Al caer el sol, el Quadrado revela su costado más encantador. Con la ausencia de alumbrado eléctrico público, excepto en la iglesia, la única iluminación la proveen las velas y las lámparas de luces cálidas que encienden en las terrazas y cuelgan de las ramas de los árboles.
La artista plástica Laila Assef, oriunda de Minas Gerais, fue una de las primeras en crear este efecto mágico de luces con sus lámparas recicladas, exhibidas en la tienda Cheia de Graças. “Cuando llegué hace 20 años había muchas botellas de plástico en el río y el mar. Yo fui muy bien recibida y quería retribuir de alguna manera, entonces empecé a recolectar las botellas y se me ocurrió hacer lámparas”, cuenta. Al principio, andaba por la playa con su larga cabellera en un carro tirado a caballo, lleno de flores, e iba recolectando todo el plástico que encontraba. Decidida a crear conciencia y transformar la basura de Trancoso en piezas de arte, llegó a juntar 10.000 botellas. Su iniciativa contagió a otros locales, que no sólo le acercan sus botellas, sino que también empezaron a copiar la idea de usar lámparas en sus emprendimientos. Hay una única condición: que no sean de luces blancas, para que se vean las estrellas.
El atardecer también es el momento en que los más jóvenes ocupan los banquitos frente a las barracas (puestos) que preparan tapiocas, los músicos afinan sus guitarras para sacar a relucir ese repertorio de bossa nova que todos amamos y otros enfilan hacia el Mirante do Quadrado, justo detrás de la iglesia. Familias enteras, parejas que se abrazan, turistas que atan las cintas de bonfim en la baranda y piden deseos, todos se reúnen en lo alto del acantilado para presenciar ese instante único en que el sol se esconde en el mar y comienza a brillar la luna. Es apenas una muestra de la energía que sigue fluyendo en este pueblo, donde la belleza de lo natural es la que verdaderamente convoca.
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