Fue la casa de un embajador y luego el regalo de Michael Ham a su esposa. Hoy es un colegio prestigioso en el que contrastan la tradición y la innovación, y guarda reliquias en cada rincón.
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El imponente castillo construido en la barranca de Gaspar Campos y Agustín Álvarez, en pleno corazón de Vicente López, fue una casa de familia antes de convertirse en una escuela. Allí vivieron Michael Ham y su esposa Ana María Lynch, quienes donaron la propiedad a las Hermanas Pasionistas, que la transformaron en una institución educativa religiosa. Concebida para mujeres y de carácter bilingüe, funciona desde 1926, con enseñanza primaria y secundaria. A partir del año que viene se inaugurará el nivel inicial mixto, cambiando así una tradición de casi cien años.
El lugar tiene una larga historia que se remonta a mediados del siglo XVI, cuando Don Juan de Garay hizo la repartición de tierras. Ese predio fue primero de Antón Higueras de Santana, un capitán español que participó de la segunda fundación de Buenos Aires, y luego pasó a manos del escocés Patricio Mac Lean, en 1848. Más tarde, Jorge Saavedra firmó una escritura por esa fracción en la que está construido el castillo y, según se sabe, fue también quien encargó la obra al arquitecto belga Albert Edmund Bourdon. Originalmente fue la residencia del embajador de Bélgica, hasta que en 1920 lo compró Michael Ham, de origen irlandés, como regalo para su esposa, Ana María Lynch.
Por ese entonces, las Hermanas Pasionistas o como las llamaban en ese momento, las Hermanas de la Santa Cruz y Pasión del Señor Jesucristo, llegaron desde Inglaterra vía Chile, donde ya tenían una comunidad. Venían a Buenos Aires con la idea de encontrar una casa para abrir un colegio católico para mujeres de habla inglesa. Michael Ham tenía relación de larga data con los Padres Pasionistas que asistían a la comunidad irlandesa local, y fueron ellos quienes lo pusieron en contacto con las Hermanas. Ham las hospedó durante algunas semanas, mientras ellas buscaban un lugar adecuado para hacer escuela de señoritas, pero no lo encontraron y se volvieron a Chile, un tanto decepcionadas.
Poco tiempo después, Ham y su esposa, que no pudieron tener descendencia, resolvieron donarle su casa a estas Hermanas Pasionistas. Fue en 1923, unos meses antes de la muerte de Ham, que ya estaba muy enfermo. Ana Lynch se mudó, y en 1926 el colegio abrió sus puertas con el nombre de Michael Ham Memorial College, con la Madre Scholastica como Superiora, y la Madre Aquinus como asistente; ambas descansan en un pequeño cementerio ubicado en un rincón de la propiedad, junto a otras siete Hermanas.
Una mansión, la nueva escuela
Aunque era un colegio para mujeres, en el primer año tuvieron 44 alumnos, entre los cuales había 4 varones. “Creemos que eran hermanos de algunas de las alumnas que quedaban pupilas y las Hermanas, que les solucionaban las vidas a las familias, aceptaron a los varones que más adelante se fueron a otro colegio”, arriesga Lucía Monsegur, directora ejecutiva de la Fundación Colegio Michael Ham. “La exclusividad para mujeres es un mito. La donación fue con el cargo de contar un colegio inglés para niñas; pero en ningún lado se menciona exclusividad de género ni imposibilidad de incorporar niños”.
La casona familiar, entonces, se adaptó a la nueva escuela y las habitaciones se convirtieron en aulas, y los salones en biblioteca y comedores. Unos años después se anexaron aulas y el castillo se transformó en el convento al que solamente accedían las Hermanas y para el resto era un lugar vedado y por eso muy atractivo.
La propiedad conserva el mismo glamour de un castillo europeo de la época. Tiene vitraux de Antoni Estruch, el mejor artista de Buenos Aires en ese momento, mármol de Carrara, puertas de madera con detalles de flores y querubines, otras son de hierro y algunas también con vidrio repartido. La cúpula es decorativa, y no se puede acceder. Cada rincón es una reliquia y esconde una pequeña historia. El enorme jardín parece estar muy bien planificado con araucarias, palmeras, tipas, tilos y nogales, además de diversas clases de flores.
Una capilla para las alumnas
Ana María Lynch, que se había mudado a una estancia en Junín, se casó en segundas nupcias con Francis Tooley. Ella falleció en 1943, y dos años después, Tooley también donó la capilla del predio, que se llama Santa Ana en honor a su esposa, y que se había inaugurado en 1942. En la capilla hay una gruta de Lourdes realizada con mármol traído especialmente de la estancia de Junín. La iglesia es parte de la escuela y no está abierta a la comunidad, pero desde hace unos años se permiten casamientos y comuniones de alumnas y ex alumnas.
A principios de 1950 se construyó una tira de aulas que está sobre la calle Lavalle y que diseñó el arquitecto italiano Francesco Salamone, con un estilo clásico. La edificación está protegida por gruesas rejas con terminaciones curvas y en punta, que le otorgan un aspecto particular.
“Hace poco nos llamaron de Italia porque le estaban haciendo un homenaje a Salamone y nos pidieron fotos de esa parte del colegio, que es muy diferente, parecida a las construcciones de Antoni Gaudí. Parece de una película de terror”, bromea Monsegur. Y agrega: “en pandemia, Francisco Escurra hizo las últimas restauraciones. Hay una pequeña ventanita que sale del techo y tiene una inscripción que dice ‘por acá vimos pasar el Graf Zeppelin, el 30 de junio 1935′. Y recuerdo que Francisco se asomaba por ahí y no lo podía creer”, sonríe.
“En el colegio la modernidad y la innovación contrastan con la tradición. Una vez el padre de una alumna dijo que ‘es como Hogwarts pero con el cerebro de Matrix’, y me pareció una buena síntesis”, relata la directora.
El recuerdo de ex alumnas
Sol Borchardt egresó en 1996 y todavía sigue viendo a sus 31 compañeras. “Si sos ex alumna tenés una relación muy fuerte con tus compañeras porque es un colegio que cultiva mucho el sentido de pertenencia a través de algo que ellos llaman spirit, el espíritu de comunidad. Las Hermanas todavía estaban cuando ingresamos y después se fueron, algunas a misionar, y otras volvieron a su país. Y aunque ya no están, quedó el espíritu Pasionista. Fue muy fuerte ir a un colegio con una parroquia y un convento. Era un lugar de misterio, inaccesible para nosotras, por lo tanto, nuestro objetivo era entrar. Alguna vez lo logramos, a escondidas”, ríe, zambullida en los recuerdos.
“Cuando las Hermanas se fueron, el convento empezó a usarse para clases de catequesis o de música. Es hermosísimo, te sentís en París. El colegio es un tesoro, está sobre las barrancas, con una arboleda preciosa. Educarme ahí fue un privilegio. Todas las mañanas entraba a la parroquia porque había una paz increíble, y si discutía con una amiga iba ahí a llorar, y si me peleaba con algún novio iba a escribir una carta y la dejaba escondida en algún en la gruta de Lourdes. Era el refugio”.
Candi Martin es egresada 2004 y guarda muy buenos recuerdos. “Cuando yo entré ya no estaban las Hermanas, pero las conocíamos porque a veces iba alguna. En cambio mi mamá, que es egresada ‘72, las tuvo como profesoras. Tuve una experiencia súper positiva del colegio. Hoy me doy cuenta que ediliciamente era impresionante, y con ese espacio verde. El convento era un lugar inaccesible, aunque se daban algunas clases de música, pero no podías pulular por esa parte del colegio. Era un lujo, y lo re valoro hoy porque en ese momento no nos dábamos cuenta. Tiene muchos recovecos, como el campanario de la capilla, los subsuelos. Tenía mucho misterio y una mística linda. Era un placer ir a la escuela, salir del aula y estar en la naturaleza, con esa arboleda maravillosa”.
Según relata Valeria Palacio, ex alumna emparentada con Ana Lynch, “debido a que por ese entonces muchas familias vivían en el campo, el internado era mixto, y sólo se podía salir los domingos. Debían llevar el pelo corto, y dormían en camas blancas dentro de pequeñas habitaciones del último piso, llamado Top Floor. Las noches de tormenta teníamos miedo. A veces escuchábamos ruidos de puertas que golpeaban y chirridos provocados el viento. Durante la época en la cual vivieron los Ham, esas habitaciones estaban destinadas al personal de servicio, con 16 empleados y dos choferes. Vicente López era puro campo, había bueyes, se araba, y los fines de semana se llenaba de parientes que visitaban la quinta en carruajes. El matrimonio dormía por separado en el segundo piso, y contaban con un mayordomo, cuyo rol en el manejo de la casa era fundamental”, asegura.
La escuela crece
El Michael Ham ya no es un colegio de congregación porque en el año 1993, después del Consiglio Vaticano II, las Hermanas hicieron una relectura de sus orígenes y decidieron crear jurídicamente la Fundación Colegio Michael Ham. Ellas se retiraron, algunas volvieron a su lugar de origen y otras fueron a misionar a diferentes partes del mundo y lo dejaron en manos de laicos. “Es una fundación sin fines de lucro, liderada por un comité directivo en el que hay una Hermana que vela por el carisma, porque seguimos siendo un colegio pasionista”, dice Monsegur.
En el 2000, Eduardo Constantini donó tierras en Nordelta y seis años después el Michael Ham abrió una segunda sede que, a diferencia de la de Vicente López, es mixta. Sin embargo, en 2023 y luego de un pedido de unión familiar para poder mandar a todos sus hijos a la misma escuela (la de Vicente López), y de un exhaustivo estudio de mercado “salió muy fuerte la necesidad de tener un colegio co-educativo, bilingüe y católico. El año que viene, entonces, incorporamos nivel inicial con varones en salas de 3, 4 y 5 años”, cuenta Monsegur, entusiasmada.
En el año 2014, la Dirección Nacional de Patrimonio y Museos de la Secretaría de Cultura de la Nación seleccionó al colegio para que formara parte de un programa de investigación y relevamiento del Patrimonio Arquitectónico Argentino en torno a los períodos 1810-2010.
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