Desde General Alvear y al frente del taller “La Herradura”, Don Ardiles se convirtió en una referencia ineludible a la hora de hablar de este arte campestre.
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Cuando Alfredo Ardiles tenía 11 años vivió una experiencia que marcaría el destino de su vida. No lo sabía entonces, claro, pero hoy a sus 65 no deja de recordar a cada instante aquella primera impresión que tuvo al cruzar la puerta del taller de José Ramos, un artesano portugués que le enseñaría todos los secretos de su oficio. “Íbamos con mis amigos a buscar cuero para la gomera, pero un día le pregunté si me podía enseñar a hacer botas… y me dijo, ‘claro, vení”, recuerda.
Los aromas y los ruidos del taller lo envolvieron. Miraba con absoluta concentración los movimientos del artesano, que cocinaba “algo extraño en una olla”. A Alfredo le llovían preguntas: qué hace, qué está fabricando, cómo puede ser que este hombre comience “con un cacho de cuero arriba de la mesa y termine con una bota hermosa”. Así de romántico fue el viaje iniciático de Don Ardiles, el continuador del legado de José Ramos al frente de La Herradura, reconocido como uno de los mejores boteros del país.
De la escuela al taller
Alfredo empezó a ir cada vez más seguido “a lo Ramos”. Salía de la escuela, almorzaba y, a la tarde, enfilaba hacia el taller. Hasta que un día supo que su camino estaba muy claro. Así que enfrentó a su padre y le comunicó que dejaría de estudiar. “Me miró fijo y me dijo: ‘Si no se estudia, se trabaja’”.
A los 18 ya estaba completamente inmerso en la confección de zapatos y botas; como una esponja, absorbía todo lo que sucedía a su alrededor. “Hay que prestar atención, las clases se dictan una sola vez”, solía decirle Ramos. “Él me explicaba todo, si veía que estabas entusiasmado, se dedicaba mucho a enseñar”, cuenta.
Una de las claves de este oficio es la precisión en el momento de tomar las medidas del pie: “La medida se tiene que sacar justa, al milímetro, para que no incomode al pie. Cada cliente, y esto sigue siendo así, tiene su horma especial. Es todo personalizado. Tengo mi archivo, tengo todo guardado”.
Tradición viva
El método de producción sigue siendo exactamente igual. En el taller hay sólo una máquina de coser, el resto se hace absolutamente a mano. En el inicio del proceso, una vez que se toman las medidas, el molde se corta sobre un papel, y a partir de allí se inicia el bello proceso de la artesanía, con sus tiempos, sus misterios y tradiciones.
“Tomo la horma, hago el molde de la caña, que es lo primero que se hace, se pega el forro y el cuero flor con un engrudo de mandioca. Corto, pongo la capellada y luego le corto el talón y la puntera de suela. La suela de esa forma siempre trabaja y nunca se reseca. Tiene una sola costura de caña”, revela. “Esta forma de producir es una vocación. Tenés un techo comercial porque no podés fabricarlas en serie. Pero la gratificación viene por otro lado”, dice Don Ardiles.
En la cultura campera, la vida cotidiana se teje con las tradiciones gauchas. En ese quehacer, la bota y la alpargata son elementos esenciales en la vestimenta. Para el trabajo agropecuario, las fiestas gauchas, o simplemente para el uso diario, estas prendas no pueden faltar. La comodidad y durabilidad son clave, ya que las jornadas comienzan al alba y continúan hasta las últimas luces de la tarde.
Secretos de un artesano
“El arte es no hacerla pesada”, revela. “El zapato se hace como un descanso, el cliente se para con su peso y el zapato tiene que ser cómodo para andar todo el día”, explica. Sus botas se caracterizan por un contrafuerte en el talón, que es de suela y que -dice- se puede desarmar y volver a armar 20 veces sin romperse. “Un par de botas pesa un kilo 470 grs, ni más ni menos, dependiendo el cuero que se use, que puede ser de becerro de vaca, avestruz y cabritilla, de ñandú -que puede llegar a pesar un kilo- o la bota de potro que sale de la pata del caballo muy liviana y especial para los paisanos”, detalla.
Don Ardiles es reconocido en todo el ambiente de las fiestas gauchas nacionales. “Las botas me dieron todo. No dejo de agradecerle a mi maestro porque gracias a sus botas salí a conocer el país. Él las presentaba en La Rural, le hacían pares al Chúcaro, a Los Chalchaleros, a Santiago Ayala, a Landrisina, a Roberto Moura, muchos artistas y famosos y eso me ayudó a abrir las puertas y me permite hoy representar a mi querido General Alvear”, dice con orgullo.
Don Ardiles fue bautizado como el “botero de los campeones”, luego de que lo llamaran del Festival de Jesús María para hacer la bota de los ganadores del concurso. Desde entonces, su reputación no hizo más que crecer y hoy, entre sus clientes, hay jugadores de fútbol (Enzo Díaz y el ex jugador, Leonardo Ponzio) y artistas, como el “Chaqueño” Palavecino.
Don Ardiles sigue yendo todos los días al taller, donde comparte el trabajo con su hijo, Carlos Enrique, y otro artesano, Carlos Javier Ávila. En ellos, dice Alfredo, está la responsabilidad de mantener estos saberes artesanales. “Están quedando pocos buenos artesanos, que se sienten y le pongan amor a cada pieza. Yo tengo botas vendidas hace 30 años... mirá si no se amortizaron…”, ríe.
A pesar de los años, las anécdotas, el reconocimiento y la gratificación de encontrarse una y otra vez con clientes satisfechos, en Don Ardiles vive en forma permanente el recuerdo de su viejo maestro, José Ramos, en cada premio, en cada bota: “Lo que más me llegó fue encontrarme con un cliente de Ramos, de los pagos de Tres Arroyos, que se acordaba de que yo le cebaba mates cuando era chico. Me encargó un par de botas y vino a agradecerme de que no dejara morir el oficio. Esas cosas son las que llenan el alma”.
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