El auge de dos figuritas difíciles de los restaurantes porteños y una novedad: los famosos caracoles de la Bourgogne ya llegaron a Buenos Aires.
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Un día fueron tachados del menú de las mesas públicas de Buenos Aires, y hacía rato que también se habían esfumado de la cocina familiar. Pero nunca abandonaron el de las cantinas “de-toda-la-vida”, y es en una media docena de estos reductos populares donde perduran junto a otros clásicos de la gastronomía local.
Del traslado de tal hábito a la Argentina fueron responsables las comunidades italianas y españolas en su mayoría, felices de convertir en apreciable bocado estos recursos de supervivencia generosamente disponibles en las llanuras de la pampa húmeda. Ranas y caracoles fueron parte de una dieta familiar que exigía hacerse cargo de conseguirlos por mano propia, para entusiasmo de quienes practicaban tales “cacerías”; el espíritu cazador-recolector renacía en cada incursión y se reafirmaba con cada botín obtenido. Solían ser apariciones felices que prometían una jornada de aventura en el arte de atrapar con precisión de velociraptor los ágiles anuros o en la paciente y minuciosa labor de juntar, uno por uno, la cantidad de gasterópodos suficientes para armar una jugosa comida.
Bastaba alejarse un poco de la urbe para que la realidad de un humedal somero o el cese de una copiosa lluvia primaveral multiplicara la aparición de estos especímenes un tanto outsiders, que no encajan en el capítulo de las ictiologías convencionales ni tampoco en el de las carnes blancas: la bibliografía culinaria adolece de esta falta. Se les hace un lugar entre pescados y mariscos porque, sin ser ni lo uno ni lo otro, ambos son bichos del agua.
Pero el dúo ya no deambula tan campante entre los verdores de una pradera, ni brinca bajo el espejo acuático de un estanque libre de cucos. La expansión de la agricultura –y no la voracidad de sus perseguidores, como mal suele suponerse– condenó toda una fauna salvaje comestible a la lenta e inexorable extinción: perdices, liebres, ranas, anguilas, mojarritas etc., dejaron de ser presencias habituales en las afueras de cualquier población. Los silenciosos gasterópodos, por su parte, quedaron restringidos a parques y jardines, ahuyentados por los pesticidas y otros venenos protectores de las cosechas. Dicho todo esto sin ánimo de desbarrancar nostalgia abajo.
Los preciados seres vivos a los que alude este informe –vinculados más a la alimentación que a la cocina sofisticada– trascendieron las fronteras hogareñas, sobre todo en la primera mitad del siglo XX. En la gran ciudad no había –ni hay– manera de jugar a ser Robinson Crusoe: todo aprovisionamiento exige ser comprado. Así las cosas, las mesas públicas de la capital argentina, populares y no tanto, comenzaron a incluir en sus menús ancas de ranas fritas y caracoles en su salsa, gracias a quienes se encargaban de su crianza y venta, prácticamente listos para el consumo. La tendencia comenzó a declinar y para los 70 casi no quedaban referencias de estos hábitos, salvo en un puñado de cantinas tradicionales. Los hábitos familiares también habían cambiado.
Croac-croac
Hacia 1993 hubo un boom de ranarios en el país; fueron emprendimientos desarrollados alrededor de la raza Bullfrog (rana Toro), importada de los Estados Unidos. Este espécimen cuyo nombre científico es Lithobates catesbeianus, dobla en tamaño con generosidad a la ranita criolla (de 10 cm máximo de largo) y llega a pesar hasta un kilo. No faltaron los platos de ancas de rana king size que supieron componer Fernando López Scharpf, Ada Concaro, Alfonso Valledor, entre otras figuras de la gastronomía de Buenos Aires… hasta que se acabó la diversión de la convertibilidad en la economía argentina (finales de 2001) y el sistema de criaderos prácticamente colapsó. Muchos liberaron a sus monstruitos y estos, libres y poderosos, dotados de una feroz voracidad se dedicaron a alimentarse de pichones de aves, pequeños mamíferos, larvas de ranas indígenas, y la mentada ranita criolla (Leptodactycus latrans) quedó al borde de la extinción.
O sea, no es que esas ranitas criollas de condición salvaje se hayan convertido en príncipes por obra y gracia del humano beso de una doncella (ponele); la respuesta es mucho más simple y obvia: fueron liquidadas por una especie superior. Romanticismo, cero. Volvamos al ámbito de los fogones.
En la práctica, la cocina casera solía aprovechar todo de la rana; pero en los restaurantes se les da cabida sólo a las ancas, por una cuestión de practicidad y porque así es como se comercializan. Fritas –apanadas, envueltas en ligera masa de buñuelo, hechas croquetas– o sarteneadas a la provenzal, son los métodos tradicionales más usuales en las cantinas de La Reina del Plata.
A propósito de un molusco testáceo
Hace casi cuatro décadas, el Ministerio de la Región de Valonia, en Bélgica, publicó a través de su Ejecutivo Regional un decreto concerniente a la protección de caracoles comestibles indígenas, en virtud de las persecuciones que estos relajados moluscos testáceos venían padeciendo en nombre de una difundida manía culinaria. Tan dura y rigurosísima legislación emanada del baluarte democrático belga, resultaba impensable entre los latinos caracolófilos de los pagos mediterráneos, dispuestos siempre a darles caza sin contemplaciones. Pero los belgas, tan precisos ellos con las normativas, dispusieron que el univalvo de Valonia no debía salir de su dominio, un control muy difícil de sostener dada la naturaleza andariega del animalito. Hubo incluso quienes se preguntaban a qué jurisdicción debía pertenecer la futura descendencia en caso de apareamiento entre un ejemplar flamenco y uno valón. Cierto es que nunca se supo nada de la repatriación de molusquitos que pudieron haber incursionado en el territorio vecino en calidad de visitantes.
Ahora echemos un vistazo a las costumbres de estos curiosísimos terráqueos, que para sobrevivir necesitan de la humedad más que los hongos.
Con los arrimes primaverales, el caracol abandona su letargo invernal, saca a relucir sus cuernos y, si las condiciones son propicias, va en busca de amores y lechugas –pasión suprema– cantando bajito. No es metáfora: parece ser que el gasterópodo canturrea, pero en un registro absolutamente inaudible para un ser humano. Los dos “ojitos” que se agitan en el extremo de los cuernos son higrómetros utilizados para medir la humedad ambiente; y porque la deshidratación es su muerte, el animalito no para de beber todo el tiempo a través de todos sus poros. Por eso prefiere la lluvia al sol, la noche húmeda al día, la lluvia de septiembre al rigor del verano. Ante cualquier temperatura extrema, duerme hasta mejor pronóstico: se encierra en su cueva circular con una película calcárea que él mismo construye y no bien mejora el clima, rompe esa película con su cabeza y sale.
Llevado por irrefrenables deseos de vivir, el caracol comienza a desplazarse, gracias a su pie ondulante, a razón de 26 “olas” por minuto, a una velocidad de crucero de cuatro metros/hora, en busca de amoríos. En su andar, deja una estela de baba tras de sí, cuyo olor los demás miembros de su especie detectarán enseguida. La ceguera en la que transcurre su vida no le impide conseguir novio, o novia: en tanto que hermafrodita, cuenta con ambos sexos –situados en una bolsita cerca de la base del cuello–; se tantean con los cuernitos y, si hay buena onda, de repente se alzan, vientre contra vientre, de manera que así pegados como están, pasan 12 horas (¡doce!) entregados a un intenso reconocimiento mutuo –sorprendente ejemplo de amor tántrico– y recién después tiene lugar el apareamiento propiamente dicho que, en virtud del ritmo caracol, no dura menos de dos horas. Finalizado este coito de competición, pasan 30 días antes de dar a luz el fruto de tan largo abrazo: cada cual cavará con la cabeza un agujero poco profundo en el suelo, donde dejarán caer, uno por uno, alrededor de 50 minúsculos huevos en un tiempo aproximado de 12 horas. Jamás la misma pareja reincide en el acto sexual y rara vez practican el amor más de cinco veces al mes, saludable promedio que convierte al gasterópodo en un ser vivo sumamente feliz. Eso, siempre y cuando haya sobrellevado una hibernación sin tropiezos; caso contrario, si durante el letargo es molestado, queda estéril.
Un caracol activo come a destajo; vegetariano por definición, se vuelve loco por las ensaladas, de ahí que su carne sea tan delicada, algo que los latinos adoran y espanta al resto del mundo. Para darse el gran atracón, este animalito cuenta con 25.000 pequeñísimos afilados dientes muy fuertes, dispuestos sobre la lengua. Además de ser capaz de arrastrar 300 veces su propio peso, otras cualidades lo distinguen; por ejemplo, la de reparar su “casa” cada vez que esta se daña, y, según palabras de la ciencia, puede sobrevivir a un holocausto nuclear.
Sobre calidades y variedades, es vox populi en la Europa latina que los caracoles de viña son los mejores, pero atención, de viña sin sulfatar. Los petit-gris (Helix aspersa) son los de mayor demanda en el mercado mundial, y en los segmentos de mayor nivel adquisitivo; abundan en España e Italia, y también los hay en la Argentina, además del Otala lactea (caracol de médano), de tamaño apreciable. Si en el Reino Unido cunde el pánico ante la sola idea de tener que probarlos, en Francia, cuna de la gastronomía occidental, las preferencias apuntan a los grandiosos caracoles de Borgoña (Helix pormatia) que vienen servidos en escargotières, boca arriba y horneados con manteca y perejil. Es un refinamiento campestre que, con atinado savoir faire y mucho orgullo, proponen en Brasserie La Petanque, en el corazón de San Telmo.
Dónde comerlos en Buenos Aires
Cantina de Chichilo
Un favorito de Maradona
Fotos, banderas y recuerdos de Italia adornan el salón. Fundada en 1956, su historia se remonta a la región de Calabria, Italia, tierra natal de Francisco y María Rosa Russo, sus artífices, emigrados a la Argentina después de la Primera Guerra Mundial. El nombre del restaurante es un homenaje a él, a quien le decían “Chicho” o “Chichilo” en Italia.
Comenzaron por preparar platos típicos de su tierra, como los fusilli al fierrito; hoy la cantina ofrece platos bien italianos. “Era el lugar preferido de Diego Maradona y lo único que comía eran caracoles y ranas”, cuenta “Cacho” Russo, actual dueño.
Los caracoles los traen de Pinamar, donde se recolectan en los pinares y las dunas. “Se hace un proceso de higiene y se les agrega la salsa bordalesa, que está compuesta por filetto, vino tinto y otros agregados secretos de la familia”, dice Cacho. “Las ranas las traemos de un criadero de Córdoba; son las ranas toro, doble pechuga, fritas, a la provenzal (con harina, ajo y perejil)”, agrega. Ambos platos se sirven desde los inicios de esta cantina.
Cantina de Chichilo. Camarones 1901. T: 4584-1263. De jueves a sábados por la noche. Sábados y domingos, también mediodía.
Brasserie Petanque
Escargots de la Bourgogne
Restaurante francés inaugurado en 2005 por Pascal Meyer –un chef suizo nacido en las cercanías de la Alsacia francesa– y su pareja, la argentina Leticia Beker. Meyer se inspiró en las brasseries parisinas, y lo bautizó haciendo referencia a la tradicional práctica de la petanca, similar al juego de bochas criollo.
Ocupa una histórica esquina en ochava en pleno barrio de San Telmo; por dentro, luce una cuidada y acogedora decoración bien francesa.
La especialidad de la casa son justamente los escargots, que se preparan con la “receta original y tradicional con caracoles que traemos directo de Burgundy”, explica Pascal. “Manteca, ajo, persillade, sal y pimienta”, enumera. Se sirve muy caliente con un pan tostado. “Somos los únicos en Buenos Aires que ofrecemos este plato”, subraya. Y la razón es muy sencilla: “Los caracoles de la Argentina no nos sirven para prepararlo de esta manera porque son muy chicos”.
En La Petanque también ofrecen risotto con trufas, súper clásicos franceses como el magret de pato y la sopa de cebolla, además de tarta Tatin y crème brulée –tentación aparte– a los postres.
Brasserie Petanque. Defensa 596. T: (11) 2551-8099. De jueves a sábado, de 20 a medianoche. Domingos, 12 a 17.
Rotisería Miramar
Un clásico de San Cristóbal
El hombre había llegado a la Argentina en 1939; trabajó como mozo en varios restaurantes, hasta que en 1950 pudo montar su propio emprendimiento. Luego el negocio familiar pasó por varios locales; el último, donde se consolidó la tradición con la participación de sus hijos, nietos y bisnietos, ocupa la esquina de San Juan y Sarandí.
Allí siguen ofreciendo los mismos platos, en un ambiente familiar y sencillo, con mesas de madera y manteles a cuadros. El nombre no se inspira en la localidad de la costa atlántica, sino en un pueblito español de Valencia que se define a orillas del Mediterráneo, de donde su fundador era oriundo.
En Miramar se ofrecen platos típicos españoles de estirpe casera. Los caracoles se sirven en “su salsa”, y Richard Llanos, cocinero de la casa desde hace 17 años, lo explica así: “Rehogamos el ajo y la cebolla con un poco de aceite de oliva; después agregamos los caracoles, el vino y la salsa de tomate”. Y agrega: “Cuando rompe el hervor ponemos el fuego en mínimo y condimentamos”. En cuanto a las ranas a la provenzal, dice que “primero pasamos las ancas por harina, cortamos papas en cubos y picamos ajo y perejil; cuando tenemos todo, freímos las ancas y las papas, sarteneamos con la provenzal y le ponemos el vino blanco”.
Sobre la perdurabilidad de este bodegón, Llanos explica: “En Miramar tenemos la suerte de que vengan a comer tres generaciones y ahora hasta cuatro: el nieto que venía con su abuelo, hoy come caracoles con él; también es común que vengan con sus familias y los nenes coman ranas”, concluye.
Miramar. Av. San Juan 1999. T: 4304-4261. Todos los días de 8 a 1 am.
Cantina Bruno
Con más de seis décadas de historia
Todo empezó en 1957, cuando los inmigrantes italianos Pedro Pablo Bruno y Angela, abrieron una pequeña cantina en Ceretti y Cullen, para ofrecer platos de Corigliano Calabro, su pueblo natal. Con el tiempo, la cantina fue ganando fama y clientela por su calidad, buena cocina y mejor atención.
Los hijos y nietos de Bruno continuaron con el legado familiar y fueron a más: ampliaron el local –que se mudó a la calle Pedro Ignacio Rivera– y también el menú, sin traicionar la propuesta original. Hoy la Cantina Bruno es un referente emblemático del barrio, donde es posible acceder a una variedad de platos italianos, como los fusilli al fierrito con mariscos, conejito al vino blanco, sorrentinos al basilico –albahaca– rellenos de pavita, tiramisú de la casa con copita de moscato, entre tantos otros.
Aquí se destacan las ranas toro a la provenzal (con papas cubo), a la milanesa (con papas rejilla), y a la portuguesa (cocción lenta en salsa portuguesa, que contempla arvejas y papas al natural).
En cuanto a los caracoles, son al “uso nostro” con una salsa a base de tomate de sabor intenso.
Cantina Bruno. Pedro Ignacio Rivera 5308. T: (11) 5863-1031. De martes a sábado de 12 a 15 y de 20 a 23.45, y los domingos de 12 a 15.
La Gran Taberna
Desde 1976, rotisería y luego bodegón de inspiración española
Ubicado detrás del palacio legislativo, La Gran Taberna se especializa en mariscos, paellas, tortillas y otras tentaciones de la cocina ibérica. La ecuación no suele fallar: ambiente familiar y acogedor, una cordial atención profesional, y sabrosas porciones abundantes. Su carta es muy amplia y variada, con más de 400 platos al servicio de la clientela. Entre los destacados figuran: pulpo a la gallega, arroz con bogavante, rabo de toro, lechazo al horno, flan casero. Tampoco falta una buena selección de vinos nacionales e importados, además de cervezas artesanales y licores.
Miguel, encargado del servicio de la noche, afirma que tanto los caracoles como las ranas se ofrecen desde que LGT abrió sus puertas. “Los caracoles se presentan a la bordalesa (ajo y jamón crudo) y a la calabresa (salsa de tomate, ajo, chorizo colorado y pimienta), con papas noisette”, detalla. “La rana sale casi siempre a la provenzal, con papas noisette. A veces la piden a la milanesa, con huevo, sal, ajo, perejil y ají molido”, agrega. Y advierte que “ambos platos son bien abundantes”.
La Gran Taberna. Combate de los Pozos 95. T: 4951-7586. Todos los días, de 12 a 16, y de 19.30 a 24. No toman reservas.
Spiagge Di Napoli
Desde 1926, icónica cantina de Boedo
Este negocio familiar –cuarta generación– es parte esencial del acervo del barrio de Boedo; se llama “Playas de Nápoles” porque don Giovanni extrañaba el mar y necesitaba recrear el ambiente de su tierra natal.
Desde sus comienzos la oferta gira en torno a platos caseros y abundantes, elaborados con productos frescos y de calidad. Spiagge Di Napoli ganó buena fama y logró perdurar en el tiempo, gracias a la familia Ranieri que continuó con el legado al apostar por ampliar el local y el menú, sin afectar la esencia y la tradición de la cantina original.
La variedad de platos italianos y criollos es extensa. Los fusilli al fierrito con tuco, una amplia oferta de salsas para enriquecer las pastas, y tiramisú, son apenas tres ejemplos de lo que depara la carta de este templo de la gastronomía ítalo-porteña.
La cazuela de caracoles es una propuesta fundacional que sale con una bordalesa elaborada con salsa de tomate y picante, según revela Mario, el encargado del local. “Se sirven desde el primer día en que el restaurante abrió, hace casi 100 años”,
cuenta. “Mucha gente viene especialmente para comer los caracoles porque les gusta cómo los preparamos”, asegura, y agrega que, si bien es un plato que pide la gente mayor, últimamente “llegan más jóvenes interesados en probarlo”.
Spiagge di Napoli. Av. Independencia 3527. T: 4931-4420. Lunes a viernes, de 12 a 16 y de 20 a 24. Domingos, de 12 a 16.
El Imparcial
Toda una institución de estirpe española
Según su web, es el “restaurante más antiguo de Buenos Aires”. Abierto desde 1860, fue fundado por don Severino García, un inmigrante español que buscó ofrecer platos típicos de su país en esta fonda y botillería.
“Ni política ni religión”, era el mantra de don Severino, que tenía prohibidos esos tópicos sobre todo cuando la tensión recrudeció entre los partidarios de Franco y los republicanos. De ahí su nombre, de ahí que El Imparcial se convirtiera en un lugar neutral. El restaurante se mudó varias veces hasta llegar a su ubicación actual en Monserrat, la esquina de Salta e Hipólito Yrigoyen.
En 1969, tras el derrumbe del Hotel Victoria sobre sus instalaciones, el negocio pasó a manos de Joaquín Barreiro González, suegro de uno de los actuales directores. En su sobrio salón de bodegón histórico se ofrecen más de 150 platos, con especialidades en mariscos, pescados, paellas, tortillas y postres caseros.
Acá, la rana sale mucho a la provenzal. “La freímos en ajo y aceite de oliva, después le agregamos papas noisette, perejil y un toque de vino blanco”, detalla Jorge Dutra, gerente y socio, quien revela que este plato apareció en el menú en la década del 60. También se prepara a la milanesa, con un pan rallado bien fino y fritura a 85 °C.
Los caracoles están presentes desde la década del 40 y hasta mediados de los 80 se criaban en el sótano del local. De hecho, todavía conservan la jaula. Hoy los traen del Partido de la Costa.
Los caracoles se cocinan con vino tinto, laurel y especias. “Después le damos el toque con una salsa bordalesa y una salsa portuguesa, cebollita y morrones, un toque de salsa blanca y jamón serrano”, explica Dutra. “El sabor, en realidad,
se lo da la salsa”, admite, y señala que la “gente grande” es la que más pide ambos platos. Igual, “algunos pibes quieren probar”, sonríe Dutra.
El Imparcial. Hipólito Yrigoyen 1201. T: (11) 6190-3739. De lunes a domingo, de 12 a 16 y de 20 hasta la medianoche.
Textos e investigación restaurantes: Franco Spinetta.
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