Desde festivales cervantinos hasta las imponentes obras de Francisco Salamone, este rincón de 60,000 habitantes guarda historias de inmigrantes, personajes literarios y combina belleza natural con un legado cultural que perdura.
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“Azul tiene todo. Grandes zonas rurales, un balneario maravilloso y sierras. Acá está el inicio, o el fin, del Sistema de Tandilia. Tiene riqueza cultural: el cementerio con la obra de Salamone y el Festival Cervantino. Podés ir a la Casa Ronco, pasear por el Parque Municipal, caminar por la calle Bolívar y apreciar sus construcciones emblemáticas”, detalla Estela Cerone, una entusiasta infatigable de las manifestaciones culturales azuleñas.
Cerone fue directora de Cultura de esta ciudad con aires de campo, que tiene 60.000 habitantes y está ubicada tierra adentro a 300 km de la capital. Resulta entonces una buena brújula para adentrarse en esta realidad donde se entrecruzan de manera singular las andanzas de Don Quijote y las historias del Martín Fierro, dos personajes literarios de los que guarda notables colecciones.
Cerone llega al Elena Hotel con una pila de libros y folletos bajo el brazo. Los despliega en una mesita del patio y comienza a hablar. Así, desgranará las múltiples facetas de este lugar que supo forjarse de la mano de los inmigrantes españoles, italianos, franceses y vascos, quienes moldearon un destino de abundancia económica y riqueza cultural. “En la década del 50 del siglo pasado, Azul era un foco de cultura y educación en la provincia. Tenía un potencial económico muy grande, con una fuerte impronta agrícola-ganadera. Se crearon el Arzobispado, la Escuela Nacional de Bellas Artes, el Palacio de Tribunales. Y había, también, un fuerte desarrollo industrial: la fábrica de cerámicos San Lorenzo, las curtiembres, la industria textil. Era una ciudad envidiada por sus vecinas del interior”, evoca con un dejo de nostalgia.
Ciudad cervantina
“Fuimos conocidos en el mundo a partir de los festivales cervantinos”, afirma Cerone, sacando pecho. El sueño de transformación surgió en 2004, impulsado por la Biblioteca Popular y la Asociación Española de Socorros Mutuos, cuya raíz se puede encontrar en la quijotesca colección que atesora la Casa Ronco con más de 3.000 libros y objetos. En enero de 2007, el Centro de la Unesco Castilla-La Mancha declaró a Azul ciudad cervantina, nominación que daría impulso al festival homónimo, un evento multidisciplinario anual que tiene lugar en octubre.
Para aquella primera edición, la Municipalidad contrató al artista plástico Carlos Regazzoni. El escultor de rulos indomables y barriga prominente se instaló en Azul para trabajar en una serie de esculturas en chatarra que llevan su marca registrada. Regazzoni, que falleció en 2020, era un provocador nato, y revolucionó la ciudad con su singular modo de vivir.
Sin embargo, el día de la presentación del grupo escultórico El Quijote en la Plaza del Quijote, no cabía un alfiler, y más allá de las controversias dejó su legado: les enseñó el oficio a varios jóvenes de la ciudad.
Ahí están, hoy en día, frente a la costanera y el arroyo Azul, los personajes de Cervantes recreados en metal reciclado. Un Quijote montado en su Rocinante y Sancho Panza en su burro; el galgo corredor que los sigue de atrás y una Dulcinea de pie, saludando a la distancia.
Ronco, el benefactor
Fue un hombre clave para la cultura azuleña. Si bien nació en Buenos Aires (1881) y vivió en Bahía Blanca varios años, el prestigioso abogado Bartolomé Ronco dejó su marca indeleble en Azul. Fue acá donde conoció a su mujer, María de las Nieves Giménez, más conocida como Santa, y donde desplegaría su actividad intelectual. Bajo su impulso se crearon la Asociación Cultural de Azul y la Universidad Popular José Hernández, y en 1930 fue designado presidente de la Biblioteca Popular, cargo que ocupó hasta su muerte, en 1952.
Ronco y Santa vivieron en una casona que ocupa una esquina apacible del centro, conocida como Casa Ronco, que atesora 600 ejemplares del Quijote y la colección hernandiana más grande del país, con más de 500 ejemplares del Martín Fierro. En vida, Ronco llegó a coleccionar hasta 300 ediciones diferentes del primero y unas 150 del segundo.
Nadie mejor que don Ernesto “Chincho” Arrouy para guiar a los visitantes de la Casa Ronco; es un hombre afable, de sonrisa bonachona y hablar sereno que recita de memoria los hitos en la vida del prócer local.
Es la hora de la siesta y el resplandor de un sol furioso se trasluce por el gran vitral del hall de entrada. En la habitación principal, un haz de luz se cuela por la ventana y cae sobre una vieja máquina de escribir. Alrededor, libros, libros y más libros; en total, hay más de 8.500 ejemplares de todos los géneros literarios. En el centro, una vitrina resguarda un ejemplar muy especial del Quijote donado por el escritor inglés Julian Barnes.
“Ronco hizo un gran trabajo bibliográfico y cultural. Convocaba a sus amigos del ámbito literario para dar conferencias y exposiciones”, apunta Chincho.
Por acá pasaron escritores como Jorge Luis Borges y Rafael Alberti, Eduardo Mallea o Alberto Gerchunoff, el cubano Nicolás Guillén, quien dejó impreso un poema de puño y letra en el libro de visitas. “Ronco mantenía un vínculo muy cercano con ellos”, revela Chincho sobre este hombre que solía escribir artículos referidos a la historia y fundación de la ciudad y que en 1930 creó la revista literaria Azul. Se editaron once números hasta 1931 y contó con firmas como las del mismo Borges, Alfonsina Storni, Roberto Arlt, Raúl González Tuñón y Norah Lange, entre otros intelectuales de la época.
En la habitación contigua no entra ni un rayito de sol. Las ventanas están cerradas para preservar el material bibliográfico que aquí se esconde: las colecciones cervantina y hernandiana. Sobre el escritorio hay una estatuilla de Cervantes, y en medio del cuarto, un sillón con el bastón que usaba Ronco. Por ahí está Luis Navas, el encargado de la hemeroteca. Usa guantes de látex y toma los libros con extremo cuidado. El trabajo de clasificación, dice, es infinito.
En los años 40, cuando aún no tenía vivienda propia, Ronco compró una casa colonial para transformarla en el primer museo de Azul: el Museo Etnográfico Squirru. Y poco antes de su muerte, en 1984, Santa Ronco donó este inmueble a la Biblioteca Popular. “Los Ronco fueron un matrimonio muy generoso”, concluye don Chincho.
Teatro español, orgullo local
La Plaza San Martín es una de las obras de Salamone, quien dejó su huella en el diseño del piso, con baldosas blancas, negras, y grises zigzagueantes, y combinó líneas rectas y curvas en los bancos y luminarias de hormigón. A su alrededor se erigen la Municipalidad, la Catedral –un templo estilo gótico de 1906–, el Gran Hotel Azul y el palaciego Teatro Español, hito cultural neoclásico de la pampa gringa, construido en 1896 con el impulso de la Sociedad Española.
En el luminoso foyer, de pie bajo la araña, aguarda el ingeniero Marcos Zuccato, uno de los responsables de la remodelación del coliseo, que tuvo su época de esplendor hasta los años 40. Lo acompaña Ezequiel Valicenti, presidente de la Fundación Teatro Español de Azul. Ambos resumen la fructífera historia y los pormenores de la renovación de este precioso teatro que en sus albores contó con glorias como Tita Merello, Margarita Xirgu, Libertad Lamarque –algunos aseguran que debutó sobre estas tablas– y Carlos Gardel, quien, dicen que dicen, habría cantado en las escalinatas para el público que quedó afuera.
En los 40 comenzó a funcionar como cine, inicio de su deterioro. Zuccato lo recuerda bien. “Venía al cine cuando era la peor sala de la ciudad. Había mucha adrenalina, sobre todo para ver las de terror, porque los murciélagos te sobrevolaban en vivo”, recuerda y sonríe con su humorada. Para los 70, el abandono era total. Por fin, en 1976, la Municipalidad lo clausuró, y así comenzó el largo camino de la restauración.
Fue un hombre llamado Manuel Sánchez Trespalacios quien armó un equipo al que le llevó 25 años la tarea, y en la que se estima que se gastó aproximadamente un millón de dólares. La primera etapa la dirigió el arquitecto Carlos Fortunato; a este se sumaría la arquitecta Aracelli Marateo y, más tarde, el mismo Zuccato.
Hoy, las butacas relucen tapizadas de un rojo vibrante, a tono con el telón. Las molduras, de impecable dorado, enmarcan los palcos y el encofrado, donde resplandecen los delicados vitrales. El piso, los zócalos y el mármol de Carrara que visten la escalera son los originales. El teatro se reinauguró en octubre de 1992; dos años después se presentó Julio Bocca, un espectáculo que nadie olvida.
La aurora de Encarnación
“Las casas no se venden, se abandonan. La provincia está llena de cascos abandonados. Se construyeron para otro tamaño de campo, para otra vida”, asegura Encarnación Ezcurra, que es periodista y ahora conjuga el oficio de contar historias con una vida más apacible en el campo. “Trato de complementar los dos mundos. Hay algo de este lugar que desconecta. Me encanta cuando las familias o amigos se juntan, cuando los veo hacer lo mismo que hice toda mi vida”, confiesa esta mujer que solía venir de vacaciones junto a su familia y ahora recibe huéspedes en el casco de su estancia La Aurora.
La propiedad está a unos 15 minutos del centro de Azul y se llega por la RP 51. Son 600 hectáreas donde se cría ganado y se siembra maíz. El campo sufrió el proceso de subdivisión familiar, y por sorteo le tocó a Encarnación, que comenzó a restaurarlo cinco años atrás. “No fue la mejor decisión”, comenta, irónica, bajo la sombra de un guayabo que engalana el jardín.
El casco se compone de dos casas: una en forma de L y decorada con muebles de época, que es donde vive la familia, y la de huéspedes, de cuatro habitaciones, que se alquila completa. “Acá hacen su vida. Pueden usar y trabajar en la huerta. También hay caballos, pero soy muy cauta. Hay que saber montar: si yo veo que hay dudas, prefiero que no los usen”, advierte Encarnación, que usa una boina bordó y bombacha gaucha a tono con las alpargatas verdes.
Un castillo y un remanso
“Fui haciendo camino al andar. Por intuición, por haber viajado, conjugué varias cosas. Intenté modernizarla, hacer un juego entre lo original y los géneros nuevos. La premisa fue tener camas cómodas y buenos baños”, cuenta Patricia Mon de Squirru, dueña del Elena Hotel, un castillo estilo villa italiana ubicado a una cuadra de la plaza central. La propiedad pertenece a la familia de su marido, el Tata Squirru, que es también descendiente de los Piazza; ambas, familias tradicionales de Azul.
Hace casi seis años decidieron transformar el “Villino Squirru”, como es conocido el caserón, en un exclusivo hotel boutique. “Es una forma de tenerla abierta. En la ciudad están fascinados, no pueden creer que pueden entrar a verla”.
Boca de las sierras
A mitad de camino rumbo a la pequeña localidad de Pablo Acosta, por la ya ondulante RP 80, se encuentra el Refugio Boca de las Sierras. El predio, ubicado en medio de 540 hectáreas. Hay una pared de rappel, dormis, camping y un circuito de tirolesas y puentes aéreos. Es la parada aventurera en medio de un viaje de impronta cultural. Es la oportunidad de estirar las piernas, llenar de aire los pulmones, poner a prueba la resistencia en una caminata por las sierras más antiguas del país, donde hay dos circuitos de trekking.
La caminata más corta dura alrededor de una hora y conduce hasta un antiguo corral indígena. La más larga lleva hasta un dique y demanda unas cuatro horas. Pero más allá del destino final, hay que aprovechar la vista panorámica que acompaña a lo largo de esta senda rocosa, una llanura apenas ondulada, con distintas tonalidades de verde, unos silos y algunas vacas a lo lejos.
Acá concluye el Sistema de Tandilia, la cadena montañosa que se inicia en Cabo Corrientes, Mar del Plata, y termina en Olavarría. Es un día fresco, pero soleado, así que mejor imposible. Por esta zona también deambulan el lagarto overo, serpientes como la yarará y la falsa yarará, lagartijas, zorros, liebres, mulitas, alguna que otra perdiz, y muchos chanchos salvajes, todos difíciles de avistar. No sucede lo mismo con algunas aves, como el halconcito que ahora sobrevuela el lugar para alejarse rumbo al llano, o los caranchos, que andan por doquier, y las águilas moras, que suelen avistarse al otro lado de la senda, donde se forman las corrientes térmicas.
La caminata sigue un poco más allá del corral, ahora en leve descenso. A un lado y otro brotan aromáticas, huele a menta. También hay melisa y marcela y una serie de helechos muy crecidos que, milagrosamente, brotan en medio de este paisaje pedregoso. Un poco más adelante, aparece una serie de monolitos naturales. Hay que apurar el tranco. Espera un almuerzo en El Viejo Almacén de Pablo Acosta.
El Viejo Almacén
“Todo esto era de Pablo Acosta”, dice Viviana Colucci, a la vez que señala la vasta porción de tierra que se extiende a ambos lados de la ruta 80. En el medio, se avistan la entrada al monasterio de los monjes trapenses y los gigantescos molinos de viento del parque eólico Los Teros. Ciencia y religión se conjugan en este tramo del camino.
Colucci es guía de turismo azuleña y resume la historia del adelantado español que llegó en 1820 a orillas del río Azul y que recibió 33.000 hectáreas de tierra. Su nieto, también Pablo Acosta, fundaría este paraje ubicado a mitad de camino entre Azul y Tandil. Aquí se instaló Viviana con su familia, en 2005. Desde entonces regentean El Viejo Almacén, típico almacén de ramos generales que hasta los 80 funcionó como tal; después llegó el asfalto y la gente empezó a comprar en otros lugares. Así fue como decidieron transformar el local, que data de 1900, en un restaurante de campo: es el único vestigio de la estación de Pablo Acosta, inaugurada en 1929.
Sobre la barra, larguísima, de madera, hay una balanza que tiene un carpincho embalsamado. De las paredes cuelgan herramientas de campo. A Fabián Vendemila, el marido de Viviana, acodado en la barra, le encanta cocinar. Es un tipo fornido con cara de buenazo, que usa barba de varios días y un delantal manchado. “Acá cocino de todo: lechón, cordero, asado, pastas, sorrentinos, verduras, unos sándwiches gigantes. Amaso el pan y las pastas. Los fines de semana nos ayudan mis hijos y mis hermanos. Pero el asado lo hago yo”, advierte, socarrón. Los fines de semana se enciende el fuego y se tira toda la carne al asador, que viene acompañada de una tabla de embutidos elaborados por el mismo Fabián, además de quesos y castañas de cajú.
Los días de semana se elaboran platos del día. Hoy, por ejemplo, hay un lomo de cerdo a la mostaza agridulce que se corta con cuchara. “Acá es para venir y estar tranquilos, sin apuro –dice Viviana–; los fines de semana la gente quiere todo rápido, rápido, rápido, pero nosotros queremos que disfruten la comida”.
Salamone Azul
Un ángel de estirpe faraónica custodia la entrada del cementerio municipal. Sostiene una espada entre sus manos, aferrada al pecho, y mira al frente. Detrás, las siglas del descanso eterno (RIP), esculpidas en piedra caliza negra, doblan en tamaño al ángel de hormigón.
La obra se eleva a más de 20 metros e intimida. Tanto que son muy pocos los que entran al camposanto por su puerta principal. Dicen que es mejor usar la lateral. Son las seis de la tarde y el cementerio ya cerró. Por la esquina, delante de esta obra futurista del art déco, pasan autos de otros tiempos, algunas bicicletas y varias motitos que deambulan a ritmo pueblerino. Una bandada de pájaros sobrevuela la entrada descomunal, bajo un cielo límpido, tan azul como la ciudad, y le aporta romanticismo al atardecer.
Esa escultura que los azuleños llaman “el ángel exterminador”, pero que en realidad se llama El Ángel Guardián, es una de las obras icónicas de Francisco Salamone (1897-1959), que supo dejar su huella en cementerios, mataderos, plazas y municipalidades, con construcciones monumentalistas que irrumpen en la quietud del llano pampeano.
El Ángel es un punto clave en la ruta “salamónica”, ese camino surrealista que emprenden los devotos del arquitecto e ingeniero ítalo-argentino que vincula 25 localidades en la provincia de Buenos Aires. El matadero municipal es otra de sus obras emblemáticas. Se halla sobre el camino viejo a Tandil, a un par de kilómetros de la RN 3. Es un edificio que intercala líneas rectas y curvas con una llamativa torre que se eleva en forma de cuchilla; pero acá, donde antes faenaban vacas, ahora funciona un centro de apicultores. “Podemos hacer uso, pero no tocar la fachada”, dice el encargado de la cooperativa, que está de salida. “La gente viene a sacar fotos constantemente”, agrega, mirando de reojo a la joven familia que acaba de entrar al predio en su auto.
“Este lugar está hermoso. A mí me servís un tecito con una torta y me quedo toda la tarde”, confiesa Angélica, sentada en el pasto, mientras su hijita ensaya los primeros pasos. “La flasheamos con la obra”, interviene Fernando, su marido, que es ingeniero hidráulico. “Ya habíamos estado en Epecuén y Carhué. Ahora pasamos por Guaminí. Son obras espectaculares que no están en las grandes ciudades. Es lo extraordinario de la pampa”.
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